La niñez defendida.
Su orgullo. Su valor. Su tesón.
Los adivino un día remoto, inmunes a la Historia, al margen de su devoradora sabiduría. Lavinia está escribiendo en una tablilla de cera. Lleva un punzón en la mano derecha. Le está enseñando a Jesús, al dios ágrafo, el abecedario latino.
Escritura, bendito oxímoron: sol negro, luz tenebrosa, relámpago oscuro sobre el blanco primordial de la página. Me pregunto cuál sería la palabra que allá, durante los años irrecuperables, estancias del tiempo que nunca regresa, escribió el primer hombre conscientemente.
Lo hago mientras admiro la mano de la niña romana perfilar la frase «Ego sum Lavinia», frase que incluye el verbo por antonomasia, aquel que contiene en su flaco enunciado al resto de palabras. Así, la escritura cobra de pronto una dimensión misteriosa, como si, al dictado de esa mano que agarra el punzón sin torpeza, los demiurgos del cosmos fueran convocados al aquelarre de la significación. Pues acaso sea cierto que, cada vez que un niño enuncia un deseo, el mundo renace sin remedio. Ya se sabe que los niños, como el genio maligno que un día soñará la filosofía, imaginan que la realidad sólo existe en la medida en que es contemplada por ellos. Actores avezados, en su conciencia rige siempre el tiempo presente: «ahora», «aquí», «mío». Es el egoísmo del instante, del solipsismo más aguerrido, que sólo la educación y la madurez derrotan.
¿Acaso soy eso yo, se habrá preguntado todo niño —Tales, Leonor de Aquitania, Lorenzo el Magnífico, Gandhi, Marilyn— al ver su nombre escrito por vez primera? ¿Transcurro yo ahí, en la extensión de esas siete letras que proclaman al que desee leerlo quien digo ser: Lavinia, la hija albina de Numa y Livia, la amiga romana del bebé judío? ¿Es posible que la vida —la vida estéril de los objetos, la vida íntima de los animales, la vida derramada de toda esa plétora que no somos «nosotros»— quepa en esos caracteres, tan frágiles como tozudos, en los que la escritura se encarna?