Lago Tiberíades, mar de Galilea, lago de Generaset. En esta franja del mundo todo lugar posee varios nombres. Es la condena y privilegio de la mezcla de razas, credos y pueblos. Babel a cada paso.
Aquí se obrará un milagro, la física se quebrará en pedazos, Jesús caminará sobre las aguas. Los remos de los pescadores quedarán suspensos en el aire de puro asombro, las redes dejarán escapar a sus peces, el tiempo se detendrá mientras dos pies se desplazan como un viento a flor de agua.
Hoy, sin embargo, es sólo un niño quien por vez primera atisba lo que el Océano es capaz de prometer: la inmensidad, la intensidad, la repetición. Olas llegando a millones desde el fondo de su propio ser, una máquina constantemente renovada, reiterada hasta la náusea. Quién detendrá la última ola del tiempo. Cómo, siquiera, llegar a concebirla.
Conmueve pensar que un hombre destinado a cambiar el curso de la Historia jamás llegó a ver nada mayor que esta extensión de agua que ahora contempla junto a Lavinia. Nadie, hasta donde sabemos, ha reflexionado sobre esta carencia. ¿Puede ser divino un hombre que nunca ha visto el mar? No tenemos palabras suyas enfrentado a esa vastedad inconmovible. Quizá, como Jerjes, hubiera dado trescientos latigazos a la planicie indescifrable.
Lavinia introduce sus pies en las orillas templadas. Invita a Jesús a que haga lo mismo. José, que ha venido con los niños desde Nazaret, saliendo con las primeras luces del alba, los observa con fervor. Jesús está un poco mohíno. Se resiste a que sus pies entren en contacto con el agua. Ningún niño, desde que el mono primordial se irguió, ha sido capaz de reprimir sus lágrimas y su frustración al primer contacto con ella. Pero la paciencia de Lavinia, que ni por un instante suelta la mano de Jesús, que ni por un instante vacila ante el deseo del niño de regresar junto a su padre, parece calmar los temores del pequeño. Primero avanza un pie, que retira de modo inmediato. Jesús se acuclilla con gesto implorante. Lavinia, férrea, inesperadamente adulta, se resiste a soltar su mano. Las palabras, en su incomprensible lengua latina, le llegan a José a través del aire sosegado. Hay perros refrescándose a orillas del mar de Galilea; hay familias bañándose, gentes vestidas o desnudas dentro del nicho templado y nutricio; hay docenas de barcas a lo lejos, recorriendo el lago en forma de arpa mientras lanzan sus redes. Hay una paz cotidiana, de ajetreo y fiesta, no muy distinta a la que José halla en su taller, entre el olor de la madera y el sudor de su frente.
Jesús se ha incorporado de nuevo. Agarrado al vestido de Lavinia, apretando sus puños en torno a la cintura de la albina, introduce ahora ambos pies en el agua. Un grupo escultórico: Niños en el mar de Galilea. Nadie ha trabajado ese bronce, nadie ha sublimado ese mármol. Las Academias jamás han comentado esta pieza. Hierática a pesar del peso que lleva con ella, Lavinia avanza unos pasos. El sol pesa sobre las cabezas como un tributo amable. Es un día de la segunda primavera de Jesús. El centauro camina así, dubitativo pero a la vez firme, la blancura de Lavinia como una centella o como un disparo, Jesús un buñuelo de carne que acaso teme pero se entrega. El agua los va cubriendo. Al comienzo sólo los tobillos; el vestido de Lavinia se desfleca, sus pies parecen arrastrar algas; pronto las aguas alcanzan a Jesús hasta las rodillas, el báculo de Lavinia tantea la superficie limosa como la pica de un botero. José, que en otras circunstancias estaría temeroso, se siente y sabe tranquilo. Un sosiego claro lo invade. Lavinia sigue avanzando. Se escucha el relincho de un caballo; cerca, una madre ríe con sus hijos; los pescadores, allá lejos, cantan sin miedo a que la pesca se espante.
Y entonces Lavinia hace algo extraño: se desprende con gesto seguro de las manos de Jesús, da unos pasos en dirección al frente, se vuelve hacia el niño y se arrodilla en el agua. José se ha levantado, impulsado como un resorte. Quiere hablar pero no puede, así que se limita a extender una mano en dirección a los niños. Pero sus pies no se mueven. Está quieto, convertido también él en estatua: de sal, de hierro, de angustia. Jesús destaca en un arco de soledad, un perímetro de agua vacía entre él y Lavinia, cuyo vestido se desparrama como una medusa. La niña sostiene su báculo con la mano derecha mientras con la izquierda hace gestos a Jesús para que avance. El cielo es una cicatriz rosada; el aire huele a mirto; José escucha a sus espaldas el mugido inquieto de una vaca. Y sigue quieto, ahí, contemplando ese segundo grupo escultórico: Bautismo en el mar de Galilea.
Porque de pronto, por sorpresa, audaz, Jesús avanza con firmeza hacia Lavinia y ella lo abraza, y al abrazarlo se deja caer hacia atrás, flotando él sobre el vientre de la niña, nadando ella con los ojos heridos y siempre velados hacia la altura del sol, tendida sobre su espalda como un islote de blancura, y por un segundo, ambos, la niña albina y el futuro dios, se hunden en las aguas sin ruido para que el Tiberíades acoja sus cabezas, aunque regresan pronto, exhaustos y aturdidos, como todo cuerpo de hombre que por un instante sumerge su cabeza en el agua, y José, que sigue sin moverse, que recordará sin pavor ese día en que una fuerza ajena a su voluntad lo retuvo absolutamente inmóvil, mientras su hijo recibía de manos de su amiga romana el verdadero bautismo de las aguas, el auténtico, el primero y decisivamente humano, los contempla, ya pasado el miedo, con una sensación de triunfo, los admira mojados y relucientes, la niña sosegada en sus velos, Jesús agarrado ahora con fuerza a su pecho, a ese pecho que nunca crecerá ni dará frutos, que sólo conocerá como remedo de hijo a ese niño postizo, ahora un poco asustado, incómodo pero también satisfecho, reteniendo las lágrimas y tiritando de frío, mordiéndose los labios que se han cubierto de agua, brillantes estelas de moco cayendo desde la nariz hasta el mentón. Y Lavinia avanza así, ciega pero espléndida, saliendo a tierra firme en diagonal, el velo pegado a su rostro y Jesús enganchado a su cintura, hermana y madre universal, figura de la clemencia y del auténtico amparo, dos niños en el vértigo de los calendarios jugando al más bello de los juegos.
Y José los recibe en la orilla emocionado, como si pudiera ver ya la breve y triste vida de Lavinia dibujada en su rostro, como si una revelación de lo fugaz de la existencia de esa niña lo hubiera devuelto de nuevo al movimiento y a la prisa, a la urgencia con que ahora este padre improbable se despoja de su blusón y, desnudo de cintura para arriba, el torso estrecho y peludo, los tendones de sus brazos de carpintero marcados bajo el sol a orillas del Tiberíades, arropa a los niños salidos del agua, los abraza con una ternura limpia, para componer esta tercera e inevitable secuencia escultórica que ningún taller se ha atrevido a cincelar: El amor en el mar de Galilea.
Regresan callados. El carro que los lleva, de vuelta a Nazaret, fatiga los caminos como un emblema de la constancia. José guía a sus mulas mirando al frente, el sol cayendo como un racimo de dicha. Lavinia y Jesús, a espaldas del carpintero, rinden un sueño breve, del que salen cada vez que una curva del camino o un repecho los sacude. La modorra, sin embargo, los vence pronto, y sus cabezas rebotan contra las mantas que José ha dispuesto bajo ellos.
Cuando llegan a casa, ya con el crepúsculo por compañía, el hambre despierta a ambos niños. José les tiende queso agrio y moras dulces. Lavinia y Jesús mastican y chupan con avidez. Fraternos, sosegados, cachorros, se separan en la puerta de la casa de Numa con la promesa de reencontrarse mañana. Jesús besa el rostro brillante y agotado de Lavinia. La niña se expone al beso con una alegría indisimulada. José, en la frontera del ensueño, los contempla arrobado. Su mano cuadrada, de dedos recios y duros, se permite una caricia a los cabellos de la niña.
Esa noche, bajo el plural entusiasmo de las estrellas, no encontrará palabras con que expresar a María la magia de lo vivido.
Porque hay cosas que no se pueden decir, que sólo se pueden mostrar.