KAF

El Verbo es tímido, se resiste a manifestarse. La intuición en la carta del célebre novelista así lo constata: «Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento en que el hombre estuvo solo». Entre el silencio de Quienes todo lo conocen y la Parusía aplazada, un cuerpo pasa. Los hombres, entre tanto, transcurren entregados al cultivo de los ya saciados tabernáculos. Se cree, cierto, pero sin demasiado empeño, más como una costumbre que como una vocación; se adora, cierto, pero sin demasiada rotundidad, más por deber que por devoción. Los dioses de Troya están agotados. Sus yelmos deshechos apenas son un adorno o un gesto. César, como todo Poder, sabe que no hay mejor modo de negar al dios que afirmándolo por doquier. El Poder, en el fondo, es ateo; él crea su propia escatología, su posibilidad de un inicio y de un fin. Por eso ya a nadie conmueve la divinización del hombre. Lo que aturde es la maquinaria imperial, las carnicerías absurdas.

Otros son los dones; distintos los frutos. Lavinia y Jesús lo saben. El Libro, un día, lo dirá: hay trigo y cebada en sus páginas (Deuteronomio, 8, 7); hay dátiles (Éxodo, 15, 27) y hay moras (Amós, 7, 14). Hay manzanas (Cantar de los Cantares, 2, 3), por descontado, y también almendras (Jeremías, 1, 11). Tampoco faltan el comino (Isaías, 28, 25) ni la miel (Proverbios, 27, 7).

Sabores de la niñez, un mundo interminable. Viéndolos gozar, el cielo se llena de murmullos y sobre la tierra arden las luciérnagas. De noche, entre risas y algún que otro llanto, el deambular de la niña albina y el paso torpe del hijo de José son inesperadas formas de la música.