Hay una paradoja profunda en la Sagrada Familia.
Defendida como paradigma, los Tres de Belén reproducen un orden irrepetible, que los convierte en una instancia monstruosa por única: una madre violada por una fuerza ajena, que no pregunta ni concede, que señala y decide sin remisión, que no admite réplica ni desacato. De todas las Anunciaciones que la pintura ha propuesto, el retablo de Simone Martini es la obra que se interroga con más talento a propósito de esta tiranía del Logos. María es, en manos del maestro de Siena, una mujer recelosa que se separa de la buena nueva con gesto airado. Las enseñanzas del arcángel parecen molestarla, distraerla, incomodarla. Busca en el banco en que está sentada una distancia entre lo que se le comunica y lo que quiere defender. María, en esta pintura, es una mujer que no quiere involucrarse en las palabras de la potencia celeste.
Y qué decir de José, un hombre que debe aceptar la forma más incómoda de paternidad jamás impuesta. Si María es un cuerpo poseído, una voluntad no escuchada, José es un agente absolutamente pasivo, un hombre doblemente mutilado: en su potencia de varón y en su conciencia de hombre. La Iglesia nunca ha sido generosa con este carpintero pobre, siempre al borde del absoluto desprecio, condenado a vagar como un alma silenciada, ignorada y ofendida, que además, para multiplicar su desgracia, debe acatar con regocijo ser padre putativo de un hijo extraordinario.
Del niño, del vórtice privilegiado, podríamos hablar hasta el final de los tiempos.
No mencionemos a Herodes. Aceptemos la huida a Egipto como un mero motivo para las pinacotecas. Ahorrémosle a Jesús su visita a los doctores en el Templo. ¿Por qué no procurarle a este niño una infancia no predestinada? Nada de arcángeles ni epifanías urgentes; nada de símbolos colosales ni temblores de tierra; nada de marcas divinas ni estelas errantes. Enterrado el Jesús histórico por la pesada losa del Cristo melancólico y doliente, la literatura reclama el privilegio de la imaginación. Al símbolo inventado por Pablo y los evangelistas, se opone el fruto tenue, leve y repetido de un niño cualquiera. Sus miedos, los de todos; sus alegrías, las de siempre; su transcurrir, único y a la vez universal. Frente al Niño Dios cuya historia ha sido escrita a la inversa, desde la Cruz hasta el Anuncio, inventando los gestos y los hechos que lo presentan como el Mesías por llegar, poniendo los efectos antes que las causas, convirtiendo la etiología en una ciencia perversa, el niño hombre que recorre su vida oculta con los mismos derechos e idénticos deberes que sus iguales.
Si las Escrituras son una rama de la literatura fantástica, por qué no postular una forma distinta de propaganda. Después de todo, el Cielo, y con él nuestra esperanza, ha permanecido vacío desde entonces. Hemos visto lluvias de ranas, eclipses innumerables y cohetes autopropulsados, pero nadie, nunca, desde que el domo ardiente reluce sobre nuestras cabezas, ha advertido el Dedo acusador o el temible Ojo asomando entre las nubes. Incluso en el año 0, la nave Soyuz se encuentra ya más cerca de las conjeturas humanas que el perfil de cualquier Hacedor.
Despejemos el camino de zarzas ardientes.