La primera palabra.
¿Fue la de casi todos? ¿Articuló él las sílabas de la especie? ¿Perpetró la misma ruta que los demás niños, cumplió el viaje infinito al linaje de cuerpos del que los mortales proceden? Niños de niños de niños de niños.
Sentado ante la planicie abrasada de sus doce, quince, dieciocho meses, qué primera palabra brotaría de su boca.
Mamá.
Papá.
Agua.
Las palabras importantes son siempre cortas. El camino a lo resonante no necesita, no tolera rodeos. Nadie llamaría idiosincrasia al mar. Porque lo primero que nombra un hombre es aquello que lo mantiene, lo eleva, lo revela. Hijo del lenguaje, sin él, sin su esperanza de fraternidad, la devoradora oscuridad que lo cerca tragaría su cuerpo.
Agua.
Papá.
Mamá.
Luz, quizá.
Sopla un viento dulce, que trae olores a naranja, y Jesús, sentado en el regazo de su madre, dice algo. Ella parpadea. Un vínculo nuevo. Una forma prístina. Cada vez que un hombre nombra el mundo por vez primera, el tiempo tiembla en su boca. Es un centro hirviente, un volcán cíclico, el viejo sueño de todos los pueblos: la palabra como mano que arranca el velo.
Jesús repite la palabra y María se ruboriza.
—José —grita—. José. El niño.
José acude con sus herramientas en la mano. Hay miedo en sus ojos, un miedo nutrido por la voz urgente de María.
—¿Qué sucede?
—El niño —susurra ella—. El niño ha hablado.
José respira fuerte. No siente en su pecho esa vocación poética de la primera palabra. No es algo que demande su emoción. Sus misterios son otros, se recluyen en el cuerpo de María, habitan a lo sumo en la humilde ingeniería de su taller.
—Me asustaste, mujer.
María contempla a su marido con detenimiento. También Jesús mira a su padre.
Conservemos esta imagen: de pie en el centro de su casa, cuatro ojos contemplan al carpintero con algo parecido al reproche, el desencanto, la codicia de quien sabe y no acepta que el otro no comprenda.
Sopla un viento dulce, que trae olores a naranja. Jesús ha hablado.
* * *
Llega, pues, la voz, y con ella amanece el mundo. La única aurora del hombre es el lenguaje.
Absorta, entregada, María contempla durante horas las idas y venidas del pequeño, la constancia con que se va apropiando del entorno, su alegría insólita cuando comprende que se insinúa una correspondencia entre las palabras y las cosas.
Hay un abismo insondable en ese triunfo. Pensar en las palabras que un día pronunciará, cómo han levantado reinos, construido mentalidades, dignificado a tiranos, salvado a desahuciados, ensanchado aún más la vastedad del planeta. La distancia entre la voz que nombra la tierra caliente de Nazaret y la voz que desgrana el Sermón de la Montaña es demasiado grande para contemplarla sin algo parecido a la atrición.
O al desamparo.
Aquí esplende el mito. Jesús el Elegido, un niño preso de la codicia de los comentaristas, detenido al borde de la playa del significado, libre por primera y última vez.