Una tarde, con una caravana, llega uno de aquellos iluminados que incendian los desiertos y las ágoras. Viene llagado, cubierto de heridas que lo hacen parecer un sarmiento antes que un hombre. Descalzo, su boca hiede, y los perros se disputan los harapos que viste. Él los aleja ladrando. Espantados, los perros se retiran bajo las higueras y los sicomoros. Desde allí miran al hombre con las orejas gachas.
—Vengo —dice— a hablaros del Ungido. Llegará un hombre que nos sacará de la indolencia, de la apatía, de esta desidia en la que vivimos hace años. Lo reconoceréis por su verbo y por su aspecto. Hablará como un trueno y será bello como un incendio.
José mira al profeta desde la entrada de su casa. No siente ternura por su miseria. En sus oídos las palabras del hombre carecen de eco. Pero María, allá dentro, en penumbra, siente inflamada la lengua, como si hubiera comido pimienta a puñados. Cierto día, melancólica, recordará aquella fuga infinita en la boca del hombre, el miedo como argumento, el ansia, el pavor, las fuerzas oscuras que una simple voz humana pueden convocar.
Porque todo milenarismo es terrible.