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En Palestina, las noches de verano son suaves y perfumadas; los días, tórridos. Lagartos y bueyes duermen bajo el mismo sol, eternos aquellos, estúpidos estos, todos proféticos. José trabaja en silencio, bebiendo agua de una calabaza, es un maestro sin talento pero sin tacha. Sus mesas, sus sillas, sus camas son sencillas pero seguras, nadie nunca ha podido quejarse de que una obra salida de las manos de José se rompiera o faltara a su cometido. En sus mesas comen los felices y desdichados de Nazaret; a sus sillas se sientan los ricos y pobres de Nazaret; en sus camas duermen, copulan y mueren los recordados y los olvidados de Nazaret.

La mesa de José, en la que comparte con su esposa y su hijo ciertos dones, está construida con especial esmero. En uno de sus cantos, como runas místicas, ha grabado, con su escaso conocimiento del alfabeto, la marca y firma del hacedor. Mientras realizaba ese gesto, acaso haya sentido el hormigueo de la vanidad recorrer su cuerpo, pero de este pequeño devaneo con la soberbia, de este acto de orgullo, no deberíamos colegir que José sea un hombre pagado de sí mismo. Es sólo una pequeña parcela en el futuro la que con ese gesto ha querido reservarse, la posibilidad de que su hijo, algún día, pueda decir a quien quiera escucharlo: «Esta mesa la hizo mi padre José, carpintero de Galilea».

Las cuatro sillas con las que José ha adornado su mesa son bastante toscas, y en cada una ha grabado un motivo infantil: un sol en la suya, una luna en la de María, un pájaro y un pez en las que usan los ocasionales invitados que acuden a la casa. Si José pudiera mirar en la entraña del tiempo y viajar al mañana, se sentiría dichoso de ver, algún día, ciertas piedras en las que un cantero homónimo suyo, silencioso y abnegado, cumplido en sus afanes, grabará, a beneficio de la gloria de su único hijo, estas palabras: «Joseph me fecit».

Por último, la cama es espartana, sin lujo ni adorno. En ella fue concebido el niño entre el invierno y la primavera, en un lugar de la memoria que a José, en ocasiones, se le vuelve indescifrable, como si él no hubiera estado allí, aunque sus manos y su boca, cada noche que se llegan a María, le entregan razones suficientes para celebrar el cuerpo de esa mujer a quien ama. En esa cama, en su cálida estructura, se concentran las únicas epifanías que José conocerá en su vida.

Mesas, sillas, camas: las brújulas del mundo.