Hay juegos y risas ese primer año.
Jesús gatea desde los nueve meses, ignorante de los ruegos de una madre joven aunque ya temerosa. Es ese un tiempo de gozo, en el que las noches de José y María se llenan de amor renovado, en la búsqueda del hueco dejado por el gemelo muerto. Pero también hay lágrimas, pues María ya no florecerá otra vez. Algo en su interior se ha quebrado para siempre, como un vaso o como una campana, como una tinaja de aceite. Quizá por ello, a medida que vaya envejeciendo, volverá la mirada cada vez con más frecuencia hacia su juventud, de la cual nunca ha podido aceptar que cierta mitad suya le haya sido arrebatada.
—Jueces de Israel, sabios de Sión, ¿sabéis qué ha sido de mi hijo? —grita en sueños algunas noches mientras todavía siente en su matriz la huella salada del carpintero.
Y Jesús, preso en la indolencia de su primer año de vida, mira a su madre desde el pozo de la noche con los ojos llenos de ruegos, ignorante del pasado, ajeno al porvenir.