Los tres visitantes llegan un frío mediodía. Visten ropas sucias y sus camellos apestan.
—¿Quiénes sois? —pregunta José, temeroso de su aspecto.
—Comerciantes con sed —responde el más joven, un negro de aspecto hercúleo—. Danos agua.
—¿De dónde venís? —pregunta José mientras aprieta un punzón bajo su tabardo.
—De Libia —contesta el segundo, un hombre melenudo y de rostro atormentado, que lleva tatuada una corona de espinas en su antebrazo derecho—. Vamos a Jerusalén. A vender pieles de ardilla.
—¿Libia? —pregunta María asomando a la puerta de su casa—. ¿Dónde queda Libia? ¿Y qué son las ardillas?
—Libia queda al oeste, mujer —responde el tercero, que por su aspecto parece necesitar algo más que agua—. Donde viven las mujeres más bellas del mundo y el sol es del color de la sangre menstrual. Y las ardillas son animales que duermen en los árboles pero copulan en el suelo. —María se ruboriza como si un escorpión la hubiera picado—. Sus colas son muy apreciadas para hacer pinceles.
—¿Es Libia romana? —pregunta José apretando aún con más fuerza el punzón.
—Danos agua —responde el negro descendiendo de su camello— y te contaré una vieja historia.
De modo que comen pasas y beben leche en vez de agua, y a cada rato, sin pudor, miran el cuerpo de María con ojos encendidos. Hace tiempo que duermen solos. Demasiadas noches para hombres como ellos.
Así que parecen conjurarse en silencio, dispuestos a todo, mientras José maldice en voz baja y calienta el punzón contra su pecho, preparado a que todas esas sangres se derramen antes de que a su mujer le toquen un solo cabello.
Es entonces cuando el niño grita. María lo tiene oculto bajo unas ropas, en un serón. El grito es tan horrible, tan espantoso, que los viajeros tiemblan.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta el negro.
—Nuestro hijo —improvisa José, descubriendo en ese grito una posible salvación— nació deforme. Mi mujer comió pescado crudo durante el embarazo.
Los hombres vuelven a temblar ante un nuevo grito. Imaginan un ser con escamas, con la cabeza hipertrofiada, con agallas en la piel del cuello.
María ha corrido al serón y mece en silencio el manojo de carne tibia. El niño resplandece frágil entre sus brazos, rubio como un trigal.
—Los romanos nos lo quisieron arrebatar, pero conseguí arrancarles la promesa de que lo dejaran morir entre nosotros. —Y José agacha la cabeza como una bandera ajada—: No creo que pase de esta noche.
Un viejo escrúpulo amanece en los ojos de los tres viajeros. Un asco antiguo, nacido de los largos viajes y de las heridas presentes en el cuerpo, una sensación de rencor hacia todo lo enfermo y gastado. El negro mira a María con una nube roja sobre su frente. Parece un bruto encadenado a su odio.
—Hemos visto ya demasiados monstruos en este viaje —dice el hombre tatuado levantándose—. Será mejor que sigamos camino.
Unos minutos más tarde, José, asomado a la puerta de su casa, los despide en silencio. Bajo el tabardo, contra la piel a la que el invierno no parece lastimar, el punzón sigue pegado a su cuerpo enflaquecido. Cuando entra en casa, María se vuelve hacia él. Lleva en la mano una cola de ardilla.
—¿Por qué has contado una mentira? —pregunta mientras se la pasa al niño por las mejillas.
—Porque eres una mujer ingenua —responde José dejando caer el punzón al suelo.