La noche más triste nunca es la primera. Pero la primera noche triste es la más larga de las noches tristes por vivir, aquella en que la extensión de la herida se muestra infinita. La noche en que se comprende lo que queda por venir, entre otras cosas la noche más triste.
La primera noche de Antares sin Elena transcurrió entre el insomnio y un discurso continuo aunque mudo, el discurso de una conciencia que se interroga sin desmayo. Los únicos testigos de aquella noche fueron un perro viudo, una urna con cenizas y un Niño Jesús de barro cocido.
Transcurrida aquella noche en que la tristeza desplegó su significado e insinuó hasta dónde llegaría su poder, un sol frágil inundó la habitación de Antares, un sol lechoso que no calentaba, y que hacía pensar en un filtro de plástico extendido entre el espectador y el mundo. Antares estaba echado en la cama, cohibido, como si ocupara un espacio que ya no le perteneciera, asumiendo el escaso patetismo de la escena. Porque al fin, cuando las cosas sucedían, eran reales e inmediatas. Sólo eso. No había poesía ni epifanía en el abandono de Elena. Como no había enseñanza ni revelación en la muerte de su hijo. Una persona se iba y dejaba un vacío.
Pero mientras el sol teñía sus ojos, mientras el insomnio hacía que la habitación oscilara y el perro, la urna y el Niño buscaban acomodo en el día que empezaba, Antares recuperó la última imagen de Elena que conservaría durante años, la misma que mucho después, cuando cerrara los ojos para siempre en compañía de otra persona, de otras manos y de otro clima, se llevaría consigo a la negrura infinita donde no hay padres, donde no hay hijos, donde no hay literatura.
La visión de la mujer que durante quince años había compartido su vida; la visión de Elena volviéndose en el umbral de la casa mientras decía:
—¿Qué me devolverá a mi hijo?