Elena había desplegado las galas de la anfitriona perfecta: elegancia, discreción, eficacia. Tan elegante, discreta y eficaz había sido que, cuando Antares llegó a casa con los invitados, no pudo reconocer el espacio habitual de sus ocios. El salón se había transformado en un lugar donde la disposición de los muebles creaba una ilusión de novedad y, a la vez, de costumbre renovada. La mesa era un regalo para los sentidos, con todos aquellos alimentos dispuestos como un lienzo festivo. Copas y cubiertos brillaban con un destello distinto, más allá de la limpieza o el esmero. Había un perfume delicioso en la casa, un aroma que hacía presentir una felicidad puramente orgánica. Incluso el juego de luces y sombras que Elena había dispuesto le pareció insuperable. Era perfecto, tanto que Antares debió sospechar alguna grieta tras la encarnadura, la polilla que devora el traje de la reina entre bambalinas.
Por no mencionar su belleza.
Su esposa se había vuelto diáfana como una espiral de luz o un papel japonés. Aquella palidez que destacaba cada rasgo de su rostro igual que una limpia cuchillada sin sangre. La delgadez rabiosa de sus manos y de sus hombros no era de pronto un insulto a la salud, sino la línea precisa de una ingeniería corporal. Estaba bella más allá de las modas o del decoro. Estaba bella sin haber atendido a nada que no fuera la adecuación de su cuerpo al instante. Su belleza, en aquel segundo en que Antares abrió la puerta acompañado de sus padres y de sus suegros, lo golpeó con la violencia de una primera vez. Y él supo entonces cuánto temía perderla, cómo, en el fondo de su desasosiego, no era tanto la orfandad lo que temía, cuanto el abandono o la viudedad, hasta qué punto el compromiso de su vida había sido antes con Elena que con su hijo, antes con la carne elegida que con la carne nacida de la propia carne.
Cuando en el futuro rememorara aquella noche, Antares sería incapaz de saber qué comió, con quién rio, de qué asuntos habló antes de la catástrofe. No podría recordar qué joyas llevaban su madre o su suegra, si su padre y su suegro emplearon las gafas para descorchar las botellas, en qué momento de la cena se escucharon los ladridos del perro. Es cierto que la memoria se parece antes a un jefe negligente que a un meticuloso subordinado. La memoria asedia su edificio, el edificio del Tiempo, pero no lo expugna por completo. La memoria es en sí misma relato, sólo como relato tiene una esencia, un sentido, una razón. Y el relato exige escoger, tamizar, desechar. Antares sabe que esa noche existió porque después de ella su vida quedó dividida en dos partes, pero no sabe qué sucedió antes de esa quiebra, apenas alcanza a recordar el número de invitados y aquel primer doble impulso al entrar en casa: el reconocimiento de la pericia de la anfitriona y la belleza de una mujer que lo seguía cautivando. Luego, un soplo, una brisa, aire en movimiento: cortinas de gasa levantadas entre los personajes y el mundo, el decoro de una conversación civilizada, el transcurrir sereno de un interior burgués.
Así que para Antares sólo existió un momento exacto, aquel en que la representación dejó de ser una comedia de costumbres para convertirse en un drama, aquel en que a los presentes se les cayeron las máscaras. Mejor dicho: aquel segundo preciso e inolvidable en que Elena se arrancó el disfraz y obligó al resto de actores a mirar con ojos desmesuradamente abiertos el movimiento medido y desnudo, libre de afectación, como si hubiera posado un inocente salero, con el que depositó en el centro geométrico de la mesa la urna con las cenizas del niño, la sensación lacerante y nauseabunda, parecida a la que provoca morder una manzana y allá dentro, entre la carne fresca, encontrar el cuerpo retorcido del gusano, con que Antares recibió la presencia del objeto fatídico, un tabú en sí mismo, que él se había encargado de ocultar en lo que suponía un rincón inalcanzable de la casa, para de pronto, aquella noche, en aquella mesa, frente a todos aquellos ojos, tropezarse con él.
Antares vibró como la cuerda de un arco tras ser disparado.
La contemplación de un objeto puede concentrar en un único instante el pasado y el porvenir, convertir el tiempo en uno de esos cuerpos de ínfimo volumen pero enorme masa que pueblan el cosmos, un cuerpo de una densidad tan gigantesca que no existe fuerza capaz de desplazarlo. Así la urna con las cenizas de su hijo precipitó todo el pasado y canceló todo el porvenir en un segundo rigurosamente ineludible.
Aquí.
Ahora.
Ya.
Ante la presencia de aquel objeto, que para sus padres y sus suegros no significaba absolutamente nada, Antares sintió abrirse el abismo del tiempo transcurrido ya no desde la muerte de su hijo, sino incluso desde el nacimiento del niño, y más atrás, mucho más atrás, siempre hacia atrás, como un largo hilo que se recogiera en su madeja primordial, pudo ver las diversas manifestaciones del afecto, los ritos de paso de Elena y de él como pareja, los trenes a los que subieron y los trenes que dejaron pasar, las primaveras, los otoños, los veranos, los inviernos, todas las hojas de todos los calendarios cayendo dentro de aquel objeto que funcionaba como un agujero negro.
Pero no sólo en esa dirección de regreso hacia el origen de su amor operó el recurso de la urna, sino que Antares pudo también advertir la negrura que caía sobre el tiempo por llegar, la opacidad que se cernía sobre la posibilidad de un futuro compartido, las agujas del reloj corriendo hacia delante, girando enloquecidas en órbitas vacías que no resonaban ni creaban eco alguno, minutos sin sentido y huecos en los que no había nada, a los que nadie atendía, que no sucederían nunca. Sí. La aparición de aquel objeto en aquel contexto, encima de aquella mesa en el marco de aquella noche, cancelaba semejante posibilidad, sustraía a ambos amantes de la incógnita del porvenir, borraba toda expectativa de un mañana.
Sólo faltaban las palabras que fijaran la quiebra, el último parlamento, el drama de viva voz antes del mutis prodigioso, el tono que expresara en frases lapidarias cómo, cuándo, por qué.
Elena miró a Antares. Las facetas de su rostro, las manos entrelazadas con su anillo de casada aún visible, el movimiento que sus hombros hicieron, como si se relajaran cediendo ante una presión enorme. Y entonces el suspiro. El suspiro hondo y profundo, la exhalación que no sólo parecía hecha de aire, sino de fuego y piedras, de años compartidos, del hedor y la suciedad que una vida en común puede llegar a almacenar.
Aquel suspiro.
—Bienvenidos al peor de los mundos —dijo Elena.
Y todo se derrumbó.