Y, sin embargo, conquistaron un simulacro de vida.
Fueron capaces de hacerlo en días repetidos y cansinamente idénticos, durante los que reiterar los mismos gestos, parecidas palabras y conductas semejantes les permitió sobrevivir a la muerte del niño, a la estancia en la casa junto al mar, al dolor devorador que consumía su tiempo. No hubo más intentos de mutilarse; no sonaron nuevas voces en la noche; los monstruos, dentro y fuera del cuerpo, durmieron los beneficios de un precario exilio. A cambio, hubo que pagar el peaje de cierto helado cinismo y asumir la muerte definitiva de la piel.
Porque después de la noche en la casa desolada al borde del mar, cuando habían hecho el amor con la serena pericia de dos viejos cómplices, Antares fue rechazado cada vez que intentó acercarse a Elena. Era cruel pero vivificante, como echar sal sobre una herida que le recordara que seguía teniendo deseos. Pero en lo más hondo de su corazón, Antares sabía que aquella distancia era un suicidio, el penúltimo acto antes de la fractura, la caída libre de un hombre y una mujer a los que un cuerpo ajeno había traicionado, y que ahora, en sus propios cuerpos, experimentaban la derrota. Y si alguna noche, en el silencio de la habitación, él hubiera podido ver cómo su esposa lo contemplaba, desnudo y bello aunque a la vez ajeno, habría experimentado en carne propia ese sentimiento entre la piedad, la pena y la más profunda de las melancolías que provoca saber, sin engaño posible, que aquel a quien un día amamos ya sólo nos resulta tolerable como un mueble del mundo o como una costumbre, pero nunca más, hasta el fin de los días, como una disciplina del tacto o del olfato, como otra carne en la que saciar la preciosa comunión.
En todo caso, la ruptura vino paradójicamente precedida por un aire de fiesta. Fue Elena quien propuso una cena para seis, reunir a los padres de ambos en torno a una mesa. Antares sintió extrañeza ante semejante idea, que ni siquiera en sus momentos más dulces como matrimonio habían acariciado. Pero no se atrevió a negarse, aceptando el deseo de su esposa como el dígito final en la contabilidad del duelo. Elena quería enterrar el pasado. Y quería hacerlo de modo público.
Nunca, ni en sus peores pesadillas, entendería Antares a lo que se estaba exponiendo, y cuando ella destruyó el hechizo, hubo de reconocer que aunque creía ser un buen escritor, en realidad nunca había sido ni siquiera un mediocre conocedor del alma humana, pues el desenlace de aquella cena le mostraría a su esposa en la plenitud inasible de lo que había sido desde el día en que la conoció: una completa desconocida. Y por ello, ante ese enigma hondo y frío de la inconmensurabilidad del otro, Antares tuvo que aceptar que la literatura, a la que se había aferrado como el instrumento decisivo para desvelar la verdad de la condición humana, había resultado en sus manos un juguete patético.
En sus libros se había propuesto estudiar al insecto humano, pero su vida desmentía semejante empeño. El resultado era así doblemente dramático. Porque si por un lado había sido un farsante como escritor, por otro, como hombre, Antares se había convertido en un mendigo.