Una mañana, tras desayunar, cayeron en la cuenta de que uno de los perros, la hembra, había desaparecido. Los animales habían sido siempre disciplinados, pero también independientes. Obedecían a la voz de ambos, pero a menudo permanecían invisibles durante horas. Aunque siempre marchaban en pareja. Fue la soledad del macho, sus ladridos resonando en el huerto, lo que los alarmó.
La buscaron guiados por el perro confuso y azorado, que tan pronto entraba en la casa como salía de ella. El animal estaba desconcertado; ellos pronto se sintieron exhaustos. Fue Elena quien propuso que subieran al coche y recorrieran los caminos despacio, con la cabeza del perro asomada a la ventanilla como un vigía.
La encontraron a la hora del crepúsculo, desventrada pero aún viva. Sus intestinos eran un corazón pulsante. En el pavimento había huellas de frenadas. Elena vomitó y echó a correr. Antares se agachó junto al animal y le pasó las manos por la cabeza digna y abatida. Parecía un numen legendario. Respiraba con dolor y algo que él se atrevió a llamar angustia. En sus ojos de perra había la mirada más humana que recordaba haber visto. Pensó en su hijo en la habitación de la muerte, en sus ojos abiertos como dos preguntas rotundas, innegociables. La mirada de la muerte que se acerca es insoportable, se dijo. Insoportable.
El macho giraba en redondo, como una peonza que no acabara de caer. Olía la sangre, el vientre destrozado, abría las fauces y ladraba a su amo, al cielo, a la vida absurda y despiadada. Antares maldijo y se apretó el pecho, como si estuviera sufriendo un ataque al corazón. Respiró hondo y se levantó. Elena se había detenido a cien metros. Sentada en el macadán, él veía su espalda subir y bajar, como si fuera un títere que alguien moviera. La luz de los faros hacía pensar en el interior de un acuario.
Caminó hasta el coche y sacó una manta del maletero. Cubrió con ella a la perra e intentó alzarla. Pero los intestinos se derramaban. Un intenso olor a excremento y a sangre fresca le puso una arcada en la boca. Sintió que su saliva se convertía en algo sólido, un puñado de arena, una masticación antigua, jamás digerida. Posó a la perra y la manta sucia, se acercó al coche y escupió entre las ruedas. Notó el pulso en las sienes, en las ingles, en el vientre duro como la piel de un tambor.
Tomó el gato y se acercó despacio, como un asesino. Se arrodilló junto a la perra y acarició su lomo brillante y lleno de escoriaciones. La agonía era lenta y fatigosa. No había consuelo alguno en acabar así. Era un trámite inútil y por ello obsceno. De modo que alzó la mano derecha y la dejó caer una sola vez, en un movimiento rápido y exacto, como el tajo de un carnicero. Algo se quebró allá abajo, sobre el cráneo cincelado por miles de generaciones de bestias; algo que venía de un mundo antiguo y brutal, en el que todos los perros fueron lobos y vivieron salvajes y formidables, entre el frío y la penuria y la gracia animal y la voluntad de perdurar. Cuando volvió a alzar el gato para repetir el gesto, supo que un segundo golpe sería innecesario. La perra estaba muerta.
Tardó un rato en arrastrarla hasta una cuneta y depositarla allí. En todo ese tiempo la carretera estuvo vacía y Elena siguió sentada en el firme, feroz, inalcanzable. Cuando al fin arropó el cadáver de la perra con la manta, ramas y algunas piedras, hasta formar una especie de sudario, el cuerpo de Antares hedía a la sangre del animal y al sudor de su propio esfuerzo. El perro aullaba insaciable, y tuvo que luchar con él para meterlo dentro del coche.
Al arrodillarse junto a Elena, sintió un escalofrío. Parecía de cera o de mármol, una gran muñeca abandonada en la carretera. Por fortuna no veía su cara, pues le hubiera espantado tanto vacío, pero al incorporarla y llevarla hacia el coche, advirtió que se había mordido la lengua y que de su boca manaba sangre.
Esa noche lo atormentó una pesadilla con la perra. Sus padres, sus vecinos, algunos de sus amigos lo acusaban de haberla asesinado y abandonar después su cadáver. Aunque la primera parte de la acusación era falsa, la certeza de que la segunda tenía algo de verdad lo lastimó. Sus censores lo señalaban con el dedo. Sin embargo, cuando despertó el día era magnífico, una especie de antítesis del sueño. Había descansado once horas, e imaginó lo que deben experimentar los cosmonautas al regresar de sus viajes espaciales y dormir de nuevo en la Tierra. Miró largo rato los dedos de sus manos y los encontró extraños, tanto que por un momento dudó de su número.
Al bajar a la cocina, oyó que Elena estaba duchándose. Fue sólo al mirar por la ventana, mientras bebía un café, cuando comprendió lo que ella había hecho mientras él peleaba en medio de la noche con algo parecido al remordimiento.
Había un hoyo en el huerto, allí donde la tierra estaba más blanda, en el lugar en que los tomates crecerían en verano. Una pala hincada dibujó en sus retinas una película sucinta pero diáfana: Elena alzándose de la cama, Elena arrancando el coche, Elena conduciendo hasta la cuneta para recoger a la perra. (Antares no pudo o no quiso imaginar sus esfuerzos para levantar a la perra y meterla en el coche, toda la suciedad y la violencia de aquel gesto). En la última imagen que la visión de la pala le regaló, Elena cavaba con frenesí medido e implacable, como una mujer que intenta enterrar un tesoro.
Al salir de la ducha, lo encontró acodado junto al fregadero, mesándose los cabellos.
—Tenía que hacerlo —se limitó a decir—. No podía dejarla allí sola.
Antares no se volvió ni respondió. Consumido por la vergüenza, supo que aquella tarde regresarían.