—Un día escribirás sobre todo esto.
Estaban sentados en las piedras en forma de yunque invertido. Antares masticaba una hierba; Elena fumaba. Los perros reposaban junto a ellos.
—Un día escribirás sobre nosotros, sobre este momento.
Antares pensó en una fortaleza asediada. Durante años había protegido el interior de la fortaleza de los bárbaros que aguardaban fuera: la estupidez, la brutalidad, la fealdad del mundo. Ahora los bárbaros habían entrado. Y habían empleado el más innoble caballo de Troya: la muerte de su propio hijo.
—Pondrás palabras a toda esta ruina, a esta mierda en que nos estamos convirtiendo, y sentirás que has cumplido conmigo, contigo, con nuestro niño. Y yo te odiaré por ello.
Elena se levantó y se fue. Los perros la siguieron. Antares permaneció allí solo, como una señal en el camino. Visto desde lejos no parecería un hombre, sino una protuberancia de la piedra, un muñón de roca.
En el centro de la fortaleza había un tesoro. Un tesoro que defender. Ese tesoro era lo vivido, y lo vivido sólo podía transmitirse mediante el lenguaje. Había que bajar al pozo del lenguaje, había que llegar al hueso del lenguaje para desnudar lo que había sucedido. Los bárbaros estaban cerca, rodeando el tesoro con su estupidez, con su brutalidad, con su fealdad, y él sólo tenía palabras que oponerles.
No se atrevió a juzgarla. No en aquel momento. Años más tarde quizá lo hiciera, cuando Elena ya no perteneciera a su vida, cuando se hubiera convertido en alguien que un día fue importante, pero que entonces ya no sería más que un recuerdo, un nombre que ciertas noches se repetía como un conjuro, otra palabra sosegada o dolorosa.
Apretó al Niño de barro cocido hasta que su mano se hizo puño. El pequeño dios era cálido y duro, como el endocarpio de una ciruela.