XV

La propuesta había partido de su suegro, en una de sus frecuentes conversaciones telefónicas. Lo animó a que visitaran la iglesia que la orden cluniacense había construido ochocientos años antes a los pies del acantilado, y que, protegida por una legión de magnolios, había mantenido su vigilancia allí, a despecho de los siglos, aunque hiciera ya tiempo que no servía como lugar de culto.

De modo que fueron en su búsqueda una mañana desapacible, en que el nordeste llenaba sus ojos de lágrimas y sus ropas, igual que fuelles, se abrían y cerraban como flores de lana. Tardaron un rato en encontrarla, desorientados por la maraña de árboles que habían creado un cobijo vegetal. Cuando la vieron, pequeña y delicada, fruto humano destinado a adorar algo más grande que la edad de los hombres, los conmovió su belleza de ruina, las piedras un día ordenadas con voluntad de perdurar pero ya roídas por el viento y el mar, hasta cifrar un confuso homenaje de soledad y derrumbamiento. Antares advirtió ante ella que todo arquitecto no hace más que meditar sobre su futuro fracaso.

Precedidos por los perros midieron su perímetro, cada uno rodeando la iglesia por un lado, hasta encontrarse junto a su hundido cimborrio, calcinado por los excrementos de gaviotas y el salitre. Miraron los lascivos canecillos adornados con citaristas, motivos vegetales y algún monstruo hijo de una mentalidad lejana, símbolo de una época en la que el mundo era un lugar delicado y punitivo. La puerta, diminuta, exigía que quien entrara en la iglesia se agachara, como si así rindiera un primer homenaje a las fuerzas intangibles que allí se demoraban. Dentro, sin embargo, no encontraron una cápsula de tiempo, sino cigarrillos y preservativos, chatarra y limones exprimidos, incluso faros de bicicleta y un insólito bidé. Antares recordó el tenedor en la mano de su mujer, la violenta fuerza de los objetos empleados en un contexto ajeno de aquel para el que fueron concebidos. Lo hirió más la suciedad que la vejez; lo lastimó más la presencia humana que la roña de décadas.

Caminaron en silencio, cogidos de la mano, pisando la piedra húmeda y helada, contemplando los bancos de madera entregados a la carcoma, los murciélagos que infestaban los techos, el polvo acumulado en cada ángulo. Elena se sentó en el primer banco, a la derecha del altar, y enterró el rostro entre sus manos. Los perros, como gárgolas, la flanqueaban. Hacía años que Antares no la veía rezar, o lo que fuese que estaba haciendo allí, encerrada en el diálogo de su propia carne, de sus propios miedos. Hablar con Algo. Hablar con Alguien. Quizá hablar consigo misma. Mientras, él pensaba en la intangibilidad, en la ausencia de peso de los ángeles, las vírgenes, los dioses que habían inspirado a los constructores. Otra vez recordó a Cristóbal vadeando el río, la gravedad posada sobre sus hombros de gigante. Los hombres habían creado toda esa cohorte fantasmal, sin peso ni estatura reales, para protegerse del único peso, de la única estatura ineludible: la muerte.

Y se dijo que quizá la literatura no fuera sino otra forma de religión, otra práctica supersticiosa mediante la que se combatía a la muerte con un arma fantasmagórica: la palabra. Sus libros se le aparecieron allí, en aquel minuto de quietud en el interior de la iglesia, como otro grito humano para luchar contra el destino común. Otros tenían sus ritos, su misterio encarnado; él tenía su tabernáculo de papel, un lugar en que ningún cadáver se pudría por los siglos de los siglos, pero al cual también acudían peregrinos de todo el mundo.

Encontró la figurilla al pie de uno de los bancos. Era un Niño de barro cocido, burdamente concebido. Estaba desnudo, salvo por un pañal, y llevaba una corona de laurel, que hacía pensar más en un pequeño emperador del mundo que en quien decía ser, el fruto de un pesebre. Pensó que procedería de un belén casero, y se apoderó de él una vaga sensación de escrúpulo, aunque nada más verlo supo que se lo llevaría.

Antes de cruzar el umbral de la iglesia, mientras Elena continuaba sentada con la cara enterrada entre las manos, Antares alzó la vista y contempló la quietud fétida de los murciélagos:

—Los niños —dijo a nadie—. Los niños lo soportan todo.