XIV

Siguieron nuevas jornadas de tregua, en las que Antares aprendió a convivir con la desdicha y su opuesto, que no es la felicidad, sino la falta de acontecimientos. Pues así como lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia, así lo contrario de la desgracia no es la alegría, sino la calma.

Una noche lo despertó el deseo. Su cabeza, que durante el sueño había perdido el apoyo de la almohada, giró hacia su esposa dentro del cálido vínculo que lo animaba. Al alargar su pierna y tocar una de las caderas de Elena, Antares supo que debía satisfacer el viejo rito, la búsqueda de una saciedad común en el laberinto tantas veces recorrido. No sintió dolor ni sorpresa, sino un pavor asombrado, ante el reconocimiento de que el placer y el dolor no son sucesivos sino simultáneos, de que se puede estar vivo y muerto al mismo tiempo, sin paradoja ni solución de continuidad, como esos organismos que son planta y animal a la vez, que pertenecen a la tierra y al aire, al agua y al fuego con la misma intensidad e idéntica vocación.

Esa noche Antares entró en Elena como si lo hiciera en una casa familiar, de la que se conoce cada mueble, cada rincón, cada falleba. Entonces no podía saber que era la última vez que lo hacía. De su cuerpo, que yacía blando y entregado sin abandonar el sueño por completo, no extrajo novedad ni sabiduría, sino consuelo y confirmación. Alzado sobre el vientre de su mujer, sobre su transcurrir sereno, la observó como si ella fuera un pequeño planeta azul que dormía y él un dios que admirara su obra desde un trono de éter, en ese interregno privilegiado que los filósofos imaginaron un día para los demiurgos. Contemplándola, ligado a ese acto con una rara tenacidad, no pudo por menos que sentirse cómplice de aquella paz del músculo y la entraña.

De esa hora conservaría más tarde una visión purificadora, casi casta, como si hubiera gozado con un arquetipo de la inocencia en vez de con una mujer real; como si su esposa, llena del aroma dulzón y acre de las mujeres maduras, fuera un curso de agua o una bocanada de aire. Encerrado en esa visión como un sitiado en su ciudadela, Antares hizo de tal impresión un arte, hasta asumir que el deseo no está sujeto al tiempo, que para conquistar ese nombre no precisa, como la ruina física o la destrucción de los sueños, de una cantidad de tiempo lo suficientemente ancha y sólida, pues el deseo de sesenta noches puede ser tan grande como el de sesenta años, pues en la paradoja de su breve enunciado halla a menudo toda su fortaleza, pues para crecer y perdurar hasta que la carne vuelva a ser sólo polvo apenas precisa de un poco de aire.

A la mañana siguiente, mientras contemplaba a Elena adornando con flores la mesa del desayuno, experimentó por ambos una rara piedad, como si los dos fueran el testimonio frágil pero heroico de una circunstancia remota, cuerpos pompeyanos a los que el tiempo hubiera convertido en moldes de una idea poderosa y sublime.