Antares guardaba un recuerdo precioso de su hijo. Lo denominaba el alzamiento, una versión disminuida y menos dramática que la imagen de Cristóbal de Licia, el gigante cananeo, llevando sobre sus hombros al Niño mientras vadean el río. Todo padre sabe lo que es sentir ese peso sobre los hombros, un peso inexistente y al tiempo intolerable. Inexistente porque el amor no pesa; intolerable porque el hijo amado es la sustancia más pesada del mundo. Él había sustituido esa clase de transporte por una caricia más tenue pero no menos dulce: el gesto universal y abrumadoramente bello de sostener a un hijo frente a la luz.
El alzamiento sucedió un día de primavera, al poco de nacer el niño. Antares lo cogió en el jardín, donde reposaba en su cuna junto al limonero, y levantó aquella masa blanda, cálida y un poco fétida en dirección al sol. El gazapo, semiciego, notó tras los párpados la mancha del astro. Toda su cara tembló entonces como el agua de un pozo al arrojar una piedra. Toda ella se iluminó como el vientre de un pez al ser arrancado del río. Después el bebé lloró con fuerza, pero no fue un llanto fruto del hambre, el dolor o el sueño, sino que lloró porque su padre lo retiró de la fuente que alumbraba sus ojos. Antares comprendió que aquella fue la primera nostalgia experimentada por su hijo.
Repetía aquel acto cada mañana, a solas en la cocina, frente al gran ventanal más allá del cual aguardaba el mar. Perniabierto ante los viejos muebles gastados por el uso y la corrupción, rodeado del poco poético pero por ello mismo tan humano paisaje de las cacerolas, las tablas de madera para cortar verdura, los vasos de cristal, las cestas del pan y los salvamanteles, amparado por las baldosas de color teja donde en verano el calor se concentraba como en un horno de ladrillo, Antares separaba los brazos de su cintura y los iba alzando poco a poco, abriendo en el aire una concha de vacío y de nada, pero en la que sentía florecer, como un murmullo inesperado, la fragancia de la carne derramada, el espectro del hijo ido e irrecuperable, inscrito en aquel mandala invisible en que su padre lo sostenía orientándolo hacia el sol, como un alimento que se ofrece a una divinidad.
Así lo encontró Elena la mañana posterior al episodio del tenedor, de espaldas a la puerta por la que penetró con la silenciosa ambigüedad de un fantasma. Su voz, que venía de un mundo poblado por arcanos, tenía cierta calidad de agua, y Antares, al escucharla, sintió tal vértigo que comprendió cómo, entre sus manos, el niño, falto de protección, había caído al suelo. Casi pudo sentir el peso de sus fragmentos rotos como los de una porcelana cuando ella dijo:
—También tú sabes que está aquí.