Al día siguiente eludieron hablar de lo sucedido. Como si hubiera sido una pesadilla que conviene olvidar con prontitud. Allá fuera, en el huerto, la silla parecía pertenecer a otro orden material, a un mundo que discurriera paralelo al de los muebles anónimos y pragmáticos. La luz de la mañana parecía haber lavado algo más que las tinieblas. Incluso compartieron una broma no demasiado afortunada mientras desayunaban. Antares se sintió conmovido al advertir los pechos de su esposa moviéndose bajo la bata. Recordó con ternura haber bebido de esos pozos blancos y abundantes.
Pero también recordó que ambos estaban ya dominados por la obscena coherencia del azar. Porque lo terrible del azar es que posee su lógica. La fractura del mundo era tan obvia que cualquier movimiento inesperado podía agrandar las grietas. Era devastador y provocaba un cansancio insoportable. Había que moverse con pies de plomo por la realidad: medir cada palabra, ponderar cada gesto, calibrar cada silencio. Cada minuto podía ser el último antes del derrumbe. Pensó entonces en cierta imagen encontrada en una vieja novela: somos payasos que bailan al borde de precipicios.
Como al familiar de un suicida que convalece tras su intento de matarse, a Antares lo aterraba dejarla sola. Pensaba que mientras la tuviera ante sus ojos, mientras estuviera al alcance de su mirada, las cosas se mantendrían firmes, seguras, ancladas a este lado del discurso.
Pero se equivocaba.
Elena soltó amarras mientras comían. El camino que su tenedor dibujó entre el plato y la boca no llegó a completarse. El tiempo se detuvo en el viaje del alimento a la lengua. Y el cubierto se convirtió en un objeto destinado a otro fin. El movimiento fue rápido y exacto: una decapitación. Entre la pausa que el arco del tenedor dibujó en su camino a los labios y su recorrido inverso hasta clavarse en la carne, apenas medió un resplandor de metal en el aire.
Fue Antares quien chilló, no Elena. Fue Antares quien sintió el dolor al ver el tenedor clavado en la mano izquierda de Elena, como una alianza matrimonial monstruosa. Aún tuvo tiempo de pensar, en un rapto de lucidez acaso incongruente, en una obra dadaísta e infernal. El tenedor, no en vano, había satisfecho su función primordial: hincarse en la carne, tocar la carne, hacerse carne. El tipo de carne convertía sin embargo la función en algo absurdo. Quizá en una metáfora de la cotidianidad. Porque bastaba desplazar unos grados el punto de vista para que lo habitual se convirtiera en extraordinario: aspiradoras que absorben los fragmentos de cuerpo olvidados en los rincones de las casas; zapatos y ropas que despliegan la piel de los animales que se han utilizado para su confección; tenedores que brotan como flores de plata sobre la carne en que un día concebimos.
Mientras la curaba, mientras el alcohol y la tintura de yodo arrancaban una mueca estremecida en aquellos labios de pronto viejos, curvados por una pena no tanto cínica como desalentada, como si Elena ya no creyera en nada, ni siquiera en la experiencia de su dolor, Antares luchaba por encontrar la actitud con que afrontar semejante desmesura. ¿Reproche? ¿Compasión? ¿Indiferencia? ¿Debía mostrarse disgustado, entregarle su amor sin palabras, continuar el día como si nada hubiera sucedido?
Fue ella quien vino a sacarlo de sus dudas.
—El niño está dentro de mí —dijo con la misma negligencia con que habría anunciado que al pescado le faltaba sal.
Antares sintió una caída. Estaba preparado para la desesperación, pero no para la locura. La locura era una estación demasiado innoble para quedarse en ella. Él no tenía billete para satisfacer ese viaje. El mundo quedaba cancelado en las cinco palabras salidas de la boca de Elena. Era demasiado grave como para ignorarlo. Habría entendido un insulto, una expresión de odio, una blasfemia irreproducible. Pero la locura era demasiado urgente, demasiado viciosa. Había en ella una facultad de deterioro, de ruina interior, que no se compadecía del orden de las cosas, por truncado que de pronto se mostrara.
Miró a su alrededor y los objetos lo agredieron de nuevo. Su serenidad, su franqueza, su estatura inmodificable: la nítida botella de alcohol, los algodones empapados en sangre, el espejo en que sus rostros se multiplicaban sin sonrojo aparente. Antares hubiera sentido alivio si el alcohol se hubiera vuelto de color azul, si el algodón tuviera el tacto del esparto, si los espejos no reflejaran nada. Pero la vida —la vida privada de los objetos y, con ella, la vida pública del mundo— seguía siendo lo que siempre había proclamado: una instancia ajena al deterioro de la conciencia, a su derrota y, en definitiva, a su extinción.
Admiró a su esposa convertida en una rara madeja de carne y espanto. Pensó en los países que habían visitado juntos, en los placeres que habían compartido, en algunos escenarios de su pasión. Las palabras el niño está dentro de mí no tenían lugar que ocupar en aquellos recuerdos. Eran palabras pronunciadas ya no en una lengua extranjera, sino en un sistema simbólico extraterrestre. La caída se reprodujo, pero esta vez en su aspecto físico. Antares perdió pie, se derrumbó al lado de Elena, por un momento pareció el enfermo, y no el sanador. Allí tendido, mientras veía cómo la herida se abría y volvía a manar sangre, incapaz durante un largo minuto de mover las manos o los pies, incapaz incluso de pestañear, ajeno a la voluntad de su propio cuerpo, conoció una prisión que no había visitado jamás. Su voluntad fallaba. No la voluntad de resolver un problema de carpintería o dotar de sentido a un texto complejo, sino la voluntad inconsciente, encerrada en su sistema nervioso y en sus correlatos motores, de mover un músculo, alzar una mano, pronunciar una palabra. Fue una experiencia espantosa y a la vez tranquilizadora, pues todo ocurrió sin dolor y en silencio. Elena allí, desangrándose sobre el suelo del baño, y Antares tendido a sus pies, como un animal moribundo, presto para la descomposición.
El movimiento regresó como se había ido, sin un instante traumático ni razón que hallar a su ausencia o a su renacimiento. Sencillamente, el motor volvió a funcionar. Antares pensó entonces en las antiguas y manidas metáforas mecanicistas y las encontró menos ridículas de lo que un día había sospechado. El hombre como marioneta. El hombre como máquina. El hombre como artefacto. Mientras se incorporaba y abrazaba a Elena, mientras buscaba en los ojos de su mujer un destello de aprensión o de solidaridad, comprendió que en ningún momento había temido por su propia vida, y que quizá, en el fondo, por vez primera a lo largo de cuarenta años, no le hubiera importado no regresar de dondequiera que aquel minuto de absoluta inmovilidad lo había llevado.
Fuera, en algún momento de aquella tragedia muda, el cielo se había vuelto gris y pesado, una inmensa cisterna abandonada.
Llovió durante el resto del día.