XI

La tregua duró una semana. Aquella séptima noche, ya de madrugada, Antares sintió una especie de escalofrío en mitad del sueño, como si algo viscoso recorriera su vientre. Despertó solo. Antes incluso de alargar la mano, en un gesto antiguo y por ello conmovedor, supo que Elena no estaba en la cama.

Se levantó sin hacer ruido ni encender la luz, procurando moverse en silencio. Salió al corredor y la buscó en las otras estancias de la segunda planta, siempre a oscuras. No la encontró.

De regreso en la habitación, miró por la ventana y la vio sentada en mitad del huerto, en una silla metálica que días antes habían rescatado de la debacle. La luna la iluminaba. Estaba fumando. Sobre su cuerpo llevaba una manta vieja y gastada. Su rostro vacío y blanco no expresaba emoción alguna. Antares pensó en los ojos cegados de las estatuas.

Las hojas se amontonaban alrededor de la silla, como la piel de un gran animal. Había una enorme paz en la madrugada. Sólo el aliento del mar, a lo lejos, indicaba que el mundo seguía vivo y alerta.

Elena no se inmutó cuando Antares se acuclilló y posó una mano sobre su regazo. La manta estaba húmeda.

—Vuelve a casa, amor —dijo él.

Su esposa no lo miró. El cigarrillo, ya consumido, seguía entre sus dedos.

—He oído al niño —dijo ella.

Antares sintió una punzada más aguda que el hambre o la ira. Era el miedo, el primer guardián de las cosas y el mundo.

—No hay ningún niño en esta casa.

—Lo he oído con claridad. Primero habló; después lo escuché llorar.

Sintió que la perdía. Sintió que las palabras eran un obstáculo temible, que ninguna palabra la iba a hacer regresar al lado de la cordura, la rutina, la paz de lo que no cambia.

Pero tenía que intentarlo. Debía hacerlo.

—Habrá sido el viento —dijo él—. El viento en los árboles.

—Era él —insistió ella—. Nuestro niño. Mi hijo.

Esta vez sí lo miró. Al pronunciar la palabra hijo, su rostro cambió como cuando se pasa una mano por delante de una vela. Había sombras en su boca y en su pelo. Un intenso olor a pudrición los rodeaba.

—Y si no ha sido el viento, habrá sido el suelo de la casa. Esta casa está llena de ruidos.

Antares movió su mano por la manta, arriba y abajo. Quiso ser un gesto de afecto pero resultó un movimiento torpe, absurdo, una caricia frustrada.

—Ni el viento ni la casa tienen la voz de mi hijo —dijo ella solemne, ya más allá del afecto compartido, nativa de una región monstruosa—. Era él; era mi pequeño perdido.

Así que Antares estuvo allí largo rato, contemplando a aquella mujer a la que hasta hacía poco creía conocer mejor que a nadie en el mundo. Todo le pareció entonces una burla atroz. No sólo la muerte de su hijo, sino la incapacidad para entender qué había sucedido dentro de Elena, qué mecanismo se había roto en su interior hasta convertirla en aquel enigma que veía entonces, una presencia tan incomprensible como el panteón de una civilización extinta.

—Vuelve a casa, amor —dijo otra vez—. Por favor.

Ella se levantó y se dejó guiar. Antares la acostó y cubrió su cuerpo, mientras frotaba sus manos, sus hombros, su frente fría y suave como una lápida. Sintió cómo se dormía bajo sus manos, cómo el sueño la iba conquistando poco a poco, como la marea que cubre una playa. Y vio al fin cómo su amor se dormía, vencida y agotada por el miedo a seguir viva.

Cuando a su vez se metió en la cama, Antares supo que no iba a dormir esa noche. Y supo también que lo que atenazaba su garganta eran las lágrimas que llevaban agolpándose en su interior desde hacía demasiado tiempo. Las mismas que fluyeron en silencio pero abundantes, como la música secreta de su más íntimo dolor.