La mañana siguiente a la huida de Elena al salón, Antares pensó en la propiedad de sus suegros, la casa aislada junto al mar, dominando el ancho y vacío cuenco azul, escoltada por un bosque de castaños y defendida por el acantilado severo y duro. Allí estarían a salvo. A salvo de los recuerdos, a salvo de la sombra implacable del niño, que estaba más presente en la muerte de lo que nunca lo estuvo en vida.
Le costó convencerla, pero lo consiguió. Empleó todos los recursos a su alcance: suplicó, gritó, argumentó. Habló con Elena desde el corazón y desde la inteligencia. Ofició de esposo y de médico, de sacerdote y de abogado del diablo, de mecenas y de tirano. Negó, refutó y concedió. Al final firmaron una tregua y ella le regaló un mes. Un mes para rearmarse, un mes para que el mundo no se derrumbara de forma definitiva. Un mes lejos de aquellas habitaciones vacías.
Los preparativos del viaje parecieron unirlos. Hacer de nuevo una maleta juntos, discutir el número de prendas de abrigo, los zapatos que había que llevar, la marca de un dentífrico en particular. Objetos, pesos, medidas: los argumentos inconmovibles de la materia. Escogieron y desecharon, metieron en su equipaje un puñado de novelas livianas y algún título hondo, sugestivo, inmortal. Recorrieron su casa tomados de la mano: clausurando ventanas, cerrando llaves de paso, grabando un nuevo mensaje en el contestador. Renunciaron a llevar el ordenador y la cámara de fotos. Convinieron en que no era razonable renunciar a los teléfonos móviles. Llamaron a un par de amigos, subieron a los perros al coche y partieron.
En la última curva del camino, Elena volvió la vista atrás. Antares jamás supo qué visión de la casa conservaría su mujer en el corazón.