Pero en el día a día las cosas sucedían de otro modo.
Elena se iba alejando, como un nadador que se abandona a la corriente. Primero el duelo exigía una distancia, lugares de soledad, intimidad no compartida. Antares respetaba esos silencios, el llanto oído a través de los tabiques, la angustia que cargaba el instante del desayuno como una tormenta eléctrica. La veía caminar por el jardín, deambulando entre los parterres, abrazada al limonero como a un árbol de carne. Un día, a la hora de hacer la compra, ella decidió no acompañarlo; una tarde, a la hora de atender la visita de un amigo común, ella se excusó tras una jaqueca ocultándose en el dormitorio; una noche, a la hora del sueño, ella se levantó de la cama, tomó una manta y se retiró al sofá del salón, al amparo de la biblioteca.
La inundación percutió contra la casa y no parecía existir escapatoria. Antares se acercaba, pero era rechazado sin palabras, sin acritud pero con tenacidad. Había otra soledad dentro de la soledad del duelo. Ambos lloraban a su hijo separados, como torsos decapitados. No había un pastelero que los reuniera en torno a la ceremonia del afecto roto. Ningún pastel endulzaba las horas que se vaciaban por el desagüe. Sintió que la estaba perdiendo y no supo qué hacer. Acudió en secreto a sus padres, a los padres de su esposa, pero sólo recibió consejos amables: «Dale tiempo», decían, «el tiempo es la clave. El tiempo lo cura todo, incluso la pérdida más insoportable».
Pero a Antares esos consejos se le antojaban papel mojado. Ellos, los otros, no vivían en esa existencia amputada, desconocían cómo las trayectorias de ambos planetas comenzaban a separarse en el triste, mudo, vacío cosmos familiar.