Antares recordó haber leído, hacía años, un relato de una maestría apabullante.
Un matrimonio estaba preparando la fiesta de cumpleaños de su hijo y encargaba una tarta a un pastelero. Ese mismo día el niño sufría un grave accidente. Mientras los padres velaban a su hijo, que se debatía entre la vida y la muerte, el pastelero trabajaba: con ahínco, con seriedad, con orgullo. El niño vivía una lenta y horrible agonía, y el mundo de los padres se detenía. Quién se acordaba del pastel y del pastelero. De regreso en casa, tras la terrible prueba, los padres encontraban mensajes grabados en el contestador de su teléfono. El pastelero estaba irritado. Había hecho su trabajo y nadie se lo había agradecido. Nadie le había abierto esa puerta. Nadie le había pagado su tiempo. El padre y la madre estaban desconcertados. Se sentían agredidos de un modo aún más inmisericorde que con la muerte del niño. El mundo era ciego y allá fuera, en forma de pastelero, el demonio de la necedad se había encarnado. Ambos pensaban en destruir a aquel hombre, imaginaban modos de acabar con la persona que había detrás de aquella voz inmunda, que los atormentaba sin remedio. Ninguna tortura les parecía suficiente para esa presencia monstruosa. Pero cómo podía el pastelero saber que esa pareja era una ruina devastada. Hasta que un día el pastelero aparecía en persona y todo se desvelaba. En el último cuadro, bajo una luz ambarina y cálida, una luz cítrica que olía a polen, el pastelero y la madre se sentaban a compartir un café. Él la consolaba; ella se sentía confortada; ambos comían de un pastel parecido a aquel otro que fuera encargado con amor y hecho con paciencia.
Quizá los detalles del relato no fueran exactos, pero Antares los recordaba así. En cualquier caso, no quiso releer el texto para confirmarlos. Lo decisivo era la resolución, la enseñanza, el misterio de fondo: la oscuridad existe, pero la vida continúa. Y ningún pastelero es culpable.