De un modo u otro, Antares y Elena llevaban quince años unidos: un mundo dentro del mundo. Se habían conocido en la universidad y juntos habían fatigado las distintas estaciones del afecto: amigos, amantes, novios, esposos, padres. Conocían la dulzura, el engaño, la melancolía, el éxtasis y la apatía. Se habían separado y vuelto a encontrar varias veces. Pero nunca se habían ignorado, a pesar del tiempo y de los mapas. La solidez de su amor era antes una cuestión de coherencia que de fidelidad. La química entre personas no es sólo un asunto molecular. Elena era un clima; Antares era un refugio. Cuando se habían mentido, lo habían hecho desde una perspectiva cenital, previsora, desencantada aunque no cínica, conscientes de que el amor es una huella sólida y profunda, pero que para no desaparecer, para que la marea no se la lleve y borre su rastro, necesita de lugares secretos. Hay una honestidad abrumadora en respetar los demonios de aquel a quien amamos. Ellos habían conjugado esa gramática del corazón con tacto y disciplina. Antares admiraba y amaba a Elena, aunque hacía tiempo que las órbitas de sus ilusiones viajaban en direcciones divergentes; Elena respetaba y alentaba a Antares, aunque hacía tiempo que sus cuerpos se habían convertido en recipientes incómodos. Su compromiso con la vida era serio y a la vez amable. Y lo habían cifrado no tanto en el cumplimiento de expectativas universales (aunque sí: había fotos de Karl Marx y de Simone de Beauvoir en las nutridas estanterías; y claro que sí: no estaban dispuestos a renunciar a ellas), cuanto en su concreción en unos deseos satisfechos (Antares escribía novelas; Elena hacía traducciones), en un porvenir (su hijo) y en un lugar (su casa).
Habían levantado la casa con orgullo y disciplina. La habían pagado con su esfuerzo y con su talento. Era en verdad un fruto del amor. Sólido, alto, armonioso. Por eso Antares sintió, en los días posteriores a la muerte del niño, que había construido su propia trampa. Porque la casa, de pronto, se había convertido en una fortaleza cruel, en la que cada rincón hablaba de una vida codiciada pero ahora hostil.
Quizá los nómadas sufran menos que los sedentarios. Quizá su dolor, al no estar ligado a recuerdos de lugares rígidos, construidos tras años de dedicación, sea más leve, como la arena del desierto o la brisa en los árboles. Quizá.
Porque su pena entonces, su pena de hombre en la frontera de los cuarenta años, rodeado de bienes de consumo, goces inmateriales y felicidad domesticada, era tan grande como la cantidad de recursos que había empeñado para rodearse de ese mundo. La solidez de sus cimientos hacía tanto más profunda la calidad de su herida. Su hijo había muerto y la casa seguía en pie. Era una prisión burlona, macabra.
Un panóptico de su drama.