V

La carne cremada. El horno y sus fauces verdosas, como un gran cepo atrapado en el musgo. El bramido del fuego al alzarse, el chasquido de las mandíbulas de hierro. Nadie, nunca, los había preparado para semejante imagen. De qué servían los libros leídos, los paisajes admirados, la interpretación, la glosa, la sabiduría, la capacidad para la crítica y el análisis, el juicio educado y selecto ante aquel rito.

Para nada. No servían para nada.

Y cuando les mostraron la urna, aquel objeto lacado, de aspecto pulcro, en el que supuestamente reposaban las cenizas de su hijo, ninguno avanzó las manos para tomarla. Ambos se miraron como extraños, viajeros arrojados por el mar a una costa abrupta, llena de peligros, y durante un insoportable lapso de tiempo permanecieron en pie, fracasados, vidas en llamas, esperando que alguien los arrancara del embrujo de la quietud, mientras el hombre de la funeraria, que olía a loción de afeitado y vestía un traje negro, contaba en silencio hasta veinte.

—Cójanla, por favor —exigió al fin la voz educada pero firme—. Un día les hará bien.

Y aunque Antares no supo si era la experiencia, la impaciencia o el más intolerable de los cinismos quien habló desde aquellos labios, sí recuerda que fue él quien extendió los brazos y recogió el tamaño de su desdicha.