Esa búsqueda que, acaso sin anunciarse, había empezado al abandonar el hospital y allá dentro, en la colmena de su arquitectura funcional, dejar el cadáver del niño.
Los gestos imposibles que hay que llevar a cabo: despedirse del equipo médico, recoger las ropas que ya nadie usará, liquidar cuestiones prácticas con los encargados de la funeraria. No es una tarea hecha a medida humana. O sí. Es humano, demasiado humano, tener que seguir adelante cuando todo pronostica que la posteridad, el porvenir, el mañana, son lanzas clavadas en el costado de la cordura.
Sentado junto a la ventana que miraba al jardín lluvioso, mientras el limonero que plantó cuando supo que iba a ser padre temblaba bajo el viento, Antares pensó en el trayecto de vuelta a casa, en él y en su esposa, la madre desolada y casta, un absurdo de la carne y de la emoción, reunidos en el coche como dentro de un cofre atómico, ideado para hacer frente a un desastre de proporciones universales. Recordó cómo permanecieron allí, quietos durante un largo, insólito minuto, saboreando su nueva condición de huérfanos, heridos por la evidencia de que tras ellos, en la parte posterior de la máquina, ya no había nadie, ya no había nada.
Y recordó también cómo, al girar la llave del contacto, el lector de música se puso en marcha y arrancó al disco que contenía en su interior una cascada de notas alegres, joviales, hirientes por inapropiadas, y un estribillo innoble, que a ambos les procuró lágrimas de rabia y una furia sorda y brutal, que destiló en sus bocas ya no el sabor de la ceniza o de la sangre, sino el de los agravios.