Cuando supo que su hijo estaba desahuciado, Antares se recluyó en el silencio. Lo hizo porque comprendió que sólo la palabra crea la vergüenza. Y él sintió vergüenza: vergüenza de sobrevivir al niño, vergüenza de tener ganas de defecar, vergüenza de su necesidad de sueño.
Así que calló.
Calló durante setenta y dos horas, el tiempo transcurrido entre que el oncólogo le dijo que su hijo iba a morir y el instante en que el niño se apagó sin ruido ni ira, como una vela soplada por un viento dulce y caritativo. Nunca, desde que en la infancia le extirparan las amígdalas, había permanecido tanto tiempo en silencio.
Quizá por eso, cuando tras la hora setenta y dos abrió la boca con intención de hablar, de su garganta sólo brotó una especie de gruñido, un lamento confusamente humano, más cercano al sonido de una sierra al morder la madera que al lenguaje articulado.
Antares supo entonces que, por más que se desee, no se puede nombrar lo innombrable.