Y así como el instante de la concepción, ese misterioso empuje en el que dos principios colisionan para cambiar el curso del mundo, resultó inaudible, con ambos actores ajenos a lo que nacía dentro de los cuerpos, así el instante de la desgracia fue también silencioso.
Sólo más tarde, al entrar en casa desde el jardín de juegos, descubrieron la sangre empapando el pantalón del niño. Ese mismo niño que los miraba con ojos inocentes, sin huella de dolor o de sorpresa, ignorante de que algo se había quebrado dentro de él fatal y decisivamente.
De modo que piernas arriba, con menos temor que asombro, siguieron el dibujo de la mácula, aquel flujo que no era rojo, como quiere el lugar común, sino negro y espeso, como cantó el primer poeta, hasta llegar al pequeño y tierno agujero por donde el hijo amado se vaciaba igual que una taza rota.
Entonces los conmovió el espanto.