Días de borrasca,
víspera de resplandores

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias (Valladolid)

5 de enero de 2011, a las 13:27

Sancho se balanceaba en la silla apoyado sobre sus talones y con las manos detrás de la nuca. Estaba revisando los informes de la científica y las autopsias practicadas a Bragado y al joven identificado «por defecto» como Gabriel García Mateo. El inspector se centró en esta última. Lo primero que le llamó poderosamente la atención fue el hecho de que se hubieran detectado restos de varias sustancias estupefacientes, lo cual sirvió a Travieso para alimentar su teoría del títere en manos de Bragado que encubriría sus crímenes a cambio de drogas. Sin embargo, el inspector tenía claro que una persona con ese estado físico tan deteriorado no podría haber mantenido el ritmo de carrera del sujeto al que él había perseguido por las calles de Valladolid. Cuando consultó a Villamil, este le expuso que era poco probable, aunque tampoco había forma de demostrarlo científicamente.

El parte de daños era estremecedor: se contabilizaron hasta quince fracturas en distintos huesos del cráneo y la cara, ocho de ellas mortales, estallido de ambos globos oculares, rotura de mandíbula y, a excepción de los molares, el resto de piezas dentales habían terminado en su faringe. Villamil dejaba claro en el capítulo de conclusiones que la reconstrucción del cráneo era tarea imposible dado el amasijo de huesos y tejidos al que había quedado reducida la cara.

Se comprobaron sus huellas sin encontrarse coincidencia alguna con la base de datos de fichados —contrariamente a lo que piensa la gente, la policía no almacena las huellas dactilares de las personas que no han sido detenidas—. Tampoco existían denuncias recientes de desapariciones que coincidieran con la morfología del cadáver. Al no hallarse muestras biológicas en los escenarios de los crímenes, y la colilla que recogió en el aparcamiento de Pepe Rojo no sería aceptada por ningún juez como prueba, no podía solicitar un análisis de ADN para cotejar los resultados con los de la supuesta madre y demostrar así que no existía vinculación genética entre las víctimas. El peso de las pruebas en contra le hizo tomar la decisión a Sancho de no desgastarse tratando de conseguir algo que, en el mejor de los casos, podría darle la razón dentro de demasiadas semanas, meses incluso sin el apoyo de Travieso. Conclusión: no existía forma de poder demostrar que la identificación era errónea y el tiempo jugaba en su contra habida cuenta de las ganas de Travieso y Pemán por enterrar el caso.

Tirándose de los pelos de la barba, se quedó con la mirada fija en el teléfono fijo, como si esperara que fuera a sonar en cualquier instante. Sin embargo, vibró su móvil y aceptó la llamada de forma instintiva.

—Inspector, ¿cuál es tu Rey Mago?

Sancho reconoció el acento gallego de Peteira.

—Gaspar, que era antepasado mío. Por lo de pelirrojo, ya sabes —contestó siguiéndole la broma.

—Pues pedazo de regalo que te acaba de dejar Gaspar en el estanco de la calle de la Mota.

Ramiro Sancho divisó un rayo de esperanza. El corazón empezó a latirle con fuerza y ya no paró hasta que dejó el coche mal aparcado frente al estanco. Mentalmente, repasó una y otra vez lo que, según le había contado Peteira, había dicho la dueña del establecimiento: «Claro que le reconozco, es el de las cuatro cajetillas de Moods».

Eso fue lo último que escuchó antes de subirse al coche y volar en dirección al barrio de La Rubia. La sirena le ayudó a cruzar el Polígono de Argales y llegar a su destino en menos de diez minutos desde que dejó con la palabra en la boca al subinspector. La agente Carmen Montes y el subinspector Peteira ya estaban esperándole en la puerta del estanco.

—Contadme.

—Como me pediste, nos repartimos los estancos de toda la ciudad y empezamos a mostrar el retrato robot el mismo lunes. Todo off the record, claro, pero sin resultado hasta hoy. Carmen te explicará mejor.

La agente Montes tomó la palabra:

—Lo reconoció al instante y dijo que era el de las cuatro cajetillas de Moods. Según me ha asegurado, viene cada dos viernes a última hora de la mañana y siempre compra cuatro cajetillas de esa marca de tabaco. Lleva haciéndolo varios años.

—¿Y tú qué opinas, Carmen?

—A mí me ha dado la sensación de que la señora está completamente segura. No dudó en absoluto.

—¿Cómo se llama?

—Charo Torres.

—Vamos a esperar a que cierre a las 14:00 para hablar tranquilamente con ella. Buen trabajo, Carmen.

Cuando el último cliente se marchó del estanco, Sancho se dirigió a Charo Torres con el retrato robot en la mano. El inspector le extendió la mano flanqueado por sus compañeros.

—Buenos días, señora Torres. Soy el inspector Sancho.

—Encantada —fingió.

—Mi compañera me ha dicho que ha reconocido a este sujeto como un cliente suyo.

—Así es. Mire usted, normalmente no soy muy buena para las caras, pero es fácil recordar a un cliente que lleva viniendo durante años. Suele hacerlo cada quince días, y siempre para comprar lo mismo. El dibujo le hace mucha justicia, aunque quizá no tenga la nariz tan grande. Además, es curioso, porque no hace mucho se ha rapado el pelo al cero tal y como aparece aquí —aseguró la estanquera.

Sancho arrugó la frente.

—¿Sabría decirnos cuándo le vio por última vez?

La señora inclinó la cabeza y clavó su mirada en el techo.

—Vamos a ver… Creo que la semana pasada no vino por aquí. Era Nochevieja, me acordaría. No, no vino. Entonces, debió de ser el viernes anterior.

—Viernes 24. Nochebuena —precisó Peteira.

—¡Claro! Seguro que fue ese día. Recuerdo que yo andaba con algo de prisa por cerrar y marcharme a casa para preparar la cena. Él, como siempre, llegó a última hora, pidió y se marchó.

—Entonces, tendrá que venir a por sus provisiones este viernes. ¿No es así?

—En teoría, sí.

—Muchas gracias, señora Torres. Ahora nos vamos a marchar, pero vamos a volver para esperar aquí a ese tipo.

El rostro de Charo Torres adquirió una expresión de desconcierto digna de ser tallada.

—¿En mi estanco?

—Así es. Es un pobre diablo, pero tenemos que atraparlo y no podemos perder esta oportunidad. Le aseguro que ni usted ni ninguno de sus clientes correrán riesgo alguno. Créame, le detendremos antes de que pueda dar los buenos días si aparece.

—Nunca da los buenos días —apuntó la estanquera.

—Pues antes de que diga: «Cuatro de Moods».

Ya en el exterior, cogió su móvil y llamó a un número directo de la comisaría confiando en que Patricia todavía estuviera en su sitio. Por suerte, terminaba a las tres.

—Hola, Patricia, soy Sancho.

—Hola, inspector.

—Necesito preguntarte algo: ¿por qué decidiste dejar sin pelo al retrato robot del sospechoso?

—Bueno, lo cierto es que no fui yo, fue ese psicólogo el que insistió en ello. Según él, porque era mejor no poner pelo que poner uno que pudiera inducirnos a error. De hecho, todavía estuvimos un buen rato para terminarlo cuando te marchaste. Hizo numerosas modificaciones. La verdad es que ese hombre me volvió un poco loca.

Sancho se paró en seco dejando que su cerebro operara a pleno rendimiento. Entonces, se fijó en la extraña composición artística que presidía la rotonda del paseo Zorrilla que tenía justo enfrente: una serie de paneles de distintos colores colocados en escalera y rematados con una casa de madera en la cúspide. El desequilibrio de los volúmenes provocaba una sensación de inestabilidad, parecía como si la composición entera fuera a venirse abajo en cualquier momento. Inmóvil, con el alma atenazada y el teléfono pegado a la oreja, no escuchaba a Patricia repetir: «Inspector». Únicamente podía oír las palabras de Carapocha percutiendo contra las paredes de su orgullo: «Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es».

El inspector se frotó la barba, agitado.

Se puso en cuclillas y se manifestó desde lo más recóndito de su estómago:

—¡Me cago en la madre que me parió! ¡¡Hay que joderse!!