Campos de rugby de Pepe Rojo
Renedo de Esgueva
26 de diciembre de 2010, a las 12:12
La helada caída durante la noche y el aire frío que azotaba las partes del cuerpo que no estaban cubiertas con ropa de abrigo no habían amedrentado a los cientos de aficionados de los dos equipos que ya estaban llegando al campo de Pepe Rojo.
—¡Este aparcamiento está más colapsado que Bill Gates en una tienda de Apple! —proclamó Sancho.
—¡Coño, no me digas que vas a cambiar el refranero por citas de monologuistas arruinados!
—Se lo escuché a Botello el otro día, que, por cierto, es quesero y supongo que estará por aquí. Y de arruinados nada, camarada. Pregunta a Leo Harlem, que, por cierto, es vallisoletano. ¡Para que luego digan que los castellanos no tenemos gracia!
—No sé quién coño es ese tipo, pero es una gran verdad que tenéis menos salero que un kazajo sin vodka.
Sancho se rio con ganas.
Finalmente, consiguieron malaparcar el coche entre maldiciones de Sancho, que no quería perderse el comienzo del partido. El derbi de rugby era uno de los acontecimientos deportivos más importantes de Valladolid. Normalmente, no llegaban a mil los espectadores que iban a ver a sus respectivos equipos, pero la asistencia de público se multiplicaba por cuatro cuando se enfrentaban el Cetransa El Salvador contra el VRAC Quesos Entrepinares. Riadas de personas ataviadas con los respectivos colores blanco y negro del primero y azulón del segundo se dirigían, a ritmo de marcha atlética, a la puerta de entrada. Las limitaciones físicas de Carapocha hacían de la pareja claros candidatos a llegar fuera de control.
—Armando, tienes que pasar por talleres para que te arreglen los cuartos traseros.
—Lo mío no tiene arreglo, solo puede ir a peor; pero te aseguro que a mis cuartos traseros les meterán mano cuando me coloquen en una caja de madera. Antes no.
—Espero que te momifiquen y hagan un sitio en el mausoleo de Lenin para que pueda ir a verte.
—No lo verán tus ojos. Antes te reunirás tú con tus hambrientos antepasados irlandeses.
—Amén, camarada. Aprieta el paso, que nos perdemos el kickoff.
Tras unos minutos en la cola de entrada y otros tantos en la del bar para hacer acopio de cerveza, Carapocha y Sancho consiguieron sentarse en la grada solo un instante antes de que arrancara el partido. El inspector lo hacía siempre en la pequeña, al descubierto. El brazo levantado del agente Navarro, su habitual compañero en los partidos de rugby, le señaló dos asientos vacíos.
—Buenos días, por decir algo. Hoy toca pasar frío —comentó el agente de la motorizada frotándose con energía las manos.
—Si ganamos, habrá merecido la pena —replicó Sancho—. Este es Armando, un amigo por decir algo.
—Este es César, ya le conoces de otras veces.
—Sí, el agente que nos trae jugadores.
—Bueno, a nosotros y a ellos, que se ha traído al Chino Mangione al enemigo. Como se le ocurra prepararla hoy, te vas a sentar con el Sanedrín[68] o con tu primo el quesero[69] —amenazó el agente al agente.
—Por lo menos mi primo Mahamud[70] paga la cerveza, que aquí el defensor de la ley y el orden va de barato —aseguró en tono jocoso el representante de jugadores.
—Te lo descuentas de lo que te estás metiendo en comisiones con mi club.
—Vale. Cuando me paguen te aviso —contestó antes de zambullirse en su cachi[71] de cerveza con poco limón.
Dani Navarro aprovechó el instante para dirigirse al inspector:
—Por cierto, Sancho, siento lo de tu padre. He estado unos días de vacaciones y me he enterado a la vuelta. Como supuse que te vería hoy aquí, no he querido llamarte. ¿Cómo estás?
—Voy saliendo. Ya te habrán contado la situación.
—Sí, en la comisaría no se habla de otra cosa, pero me alegro de que estés de vuelta.
—Y yo.
No habían terminado de acomodarse cuando el Chami[72] hacía el primer ensayo de la mañana, obra del jugador inglés Ian Davey. Los aficionados locales, en mayoría, vitorearon la buena acción ofensiva de su equipo. Llevaban cuatro derrotas consecutivas contra su máximo rival, y se podía palpar el hambre de venganza; incluso deportiva.
—¡Ese es mío! ¡Exijo una disculpa! —dijo el representante al agente Navarro, que ya había dado buena cuenta de la mitad de su cachi de cerveza con mucho limón.
—Ese tío es de lo mejorcito que ha pasado por aquí; sí señor —aseguró Sancho—. Jugadores como este, trae los que quieras. ¿Eh?
El representante de jugadores trataba de encenderse un purito con las manos agarrotadas por el frío. Una ráfaga de viento gélido hizo que el humo fuera a parar a la cara del inspector, que de inmediato se trasladó mentalmente a la escena del crimen de Martina. Un escalofrío estremeció su cuerpo antes de girarse hacia él.
—Perdona, César. ¿Qué marca de tabaco es esa que fumas?
—Moods. ¿Quieres uno?
—No, gracias. ¿Sabrías decirme si hay muchos de esos puritos que huelan así?
—Hay otros muchos aromatizados, pero puedo asegurarte que el olor de estos puritos es único. Los otros huelen mucho más a puro.
—¿Me permites un segundo?
El inspector cogió el cigarro y lo movió por debajo de su nariz.
—¡Hay que joderse, esto es lo que él fuma! —aseguró irritado antes de devolverle el cigarro.
El agente Navarro, que estaba sentado entre los dos, le comentó en voz baja:
—Sancho, ¿te has dado cuenta de que ambos hemos tenido delante a ese cabrón? Por cierto, ¡manda huevos que hasta hoy no hayamos hablado del tema!
—Tienes razón, sí, pero no hemos coincidido en los últimos partidos, y todo esto me ha pasado por encima como un tren de mercancías.
—Me imagino —contestó Navarro.
—Apenas pude verle la cara. Salí corriendo tras él cuando me lo encontré, pero… ya sabes.
—Ya. Yo sí que le pude ver la jeta, y ni siquiera reparé en que iba «tuneado». Hay que tener las pelotas muy gordas o ser un gran hijo de puta para cometer un asesinato y dar él mismo el aviso interpretando el papel de ciudadano asustado. Sancho, tienes que dejarme verle otra vez de cerca cuando pilles a ese desgraciado.
—No sabes las ganas que tengo. No pienso en otra cosa, te lo aseguro.
Tres filas más atrás, alguien apoyado contra el muro ataviado con gafas de sol y pelo largo se encendía un Moods.
Finalizó la primera parte con un ajustado once a nueve para El Salvador. El agente y el representante de jugadores se encargaron de ir a por más cerveza, dejando a Sancho y a Carapocha atrincherados tratando de combatir el avance del gélido enemigo en la grada.
—Armando, estás muy callado. ¿No te está gustando el partido?
—No me gusta el resultado, ya me fastidiaría tener que invitarte a comer.
—No sabes cómo lo voy a disfrutar, no he desayunado nada para poder llegar con hambre.
—Así revientes. ¿Dónde está el servicio? Tengo que evacuar.
—¿Ves toda esa gente esperando allí?
Carapocha palideció y se arrancó a andar con un sincero «sus muertos…».
En el comienzo de la segunda parte, el equipo local se mostró muy superior en la melé tras la salida al campo de Peke Murré, primero, y Manu Serrano después.
—¡Vamos, Nuchigan! ¡Vamos, Peke! —gritaba el representante desde la grada.
—¿Quién es Nuchigan? —preguntó Sancho.
—Manu Serrano, colega mío del colegio. Ahí le tienes al fenómeno, empujando con sus treinta y seis tacos. Con Dani Marrón y Peke, hacen una primera línea demoledora.
—El Murré ese es un auténtico animal. ¿Es tuyo?
El representante asintió.
—Pues ya me dirás a qué peluquero vais, porque me voy a unir a vuestro club de calvos en breve —aseguró el inspector.
—Serás bienvenido. Mira ese linier, tiene más pierna que Zarzosa[73] y menos hombros que mi hijo Hugo, que tiene cuatro años.
El inspector se rio con ganas. Cuando llegó el último ensayo de El Salvador —nuevamente, de Ian Davey—, faltaban todavía veinte minutos para el final del partido. Carapocha acababa de regresar de su particular cruzada en el baño.
—Me parece que de esta no te libras. Te va a encantar el sitio al que te voy a llevar.
Carapocha no replicó.
Efectivamente, le tocaba pagar la comida al psicólogo. Cuando el árbitro pitó el final del partido, el marcador de Pepe Rojo señalaba la victoria de los locales por un abultado veinticinco a nueve. La gente ya se agolpaba en las cercanías del bar. Empezaba el tercer tiempo, que es tan importante como los dos primeros en un partido de rugby. El agente Navarro se había despedido ya, y el representante estaba hablando con directivos y jugadores. El psicólogo seguía como ausente y el inspector compartía cerveza con antiguos compañeros de equipo. Cuando la aglomeración fue desapareciendo, Sancho y Carapocha se dirigieron al coche. A un metro de la puerta, el inspector se detuvo en seco y dobló el espinazo para examinar con detalle algo que había en el suelo.
—¡Hay que joderse!
Se incorporó y dio vueltas sobre su propio eje buscando una cara conocida.
—¿Qué te pasa, Ramiro?
—Está aquí. O, por lo menos, ha estado aquí.
Avanzó unos metros en dirección a un grupo de personas que se estaban despidiendo para volver sobre sus pasos con los puños cerrados.
—¿Me quieres explicar qué sucede?
—Mira.
El dedo acusador del inspector señalaba una colilla de Moods.
—Lo que yo decía. Trastorno obsesivo compulsivo.
—Una mierda.
Sancho siguió oteando el horizonte hasta darse por vencido, momento en el que sacó de la guantera una pequeña bolsa de plástico y metió la colilla en su interior empujándola con una piedra.
—Sé que es suya.
—¿Y todas estas, inspector? —cuestionó Carapocha señalando otras colillas que se extendían en un radio de unos tres metros.
—Esas me dan igual, pero esta es suya. Lo sé, y me la voy a llevar al laboratorio.
—¿Qué pretendes sacar de ella? Sin otras muestras de ADN para cotejar, ¿de qué te sirve?
—Ya aparecerán, no te preocupes. Antes o después, siempre aparecen.
—Eso dice mi amigo Robbie.
Durante la comida en El Lagar de Venancio, una sidrería vasca que resultó muy del agrado de ambos comensales, Carapocha le hizo saber que había decidido desaparecer una temporada y que lamentaba mucho no haber sido de más ayuda en la investigación. Necesitaba iniciar un viaje con el objeto de arreglar un asunto relacionado con su hija. Según le confesó, Erika era bipolar y aunque tenían controlada la enfermedad, últimamente tenía recaídas periódicas que le estaban empezando a preocupar.
Quién sabe si fue debido al exceso de sidra o motivado por un sentimiento verdadero, pero Sancho le quiso demostrar el apoyo recibido con un fuerte abrazo. Luego le pidió que, antes de que se marchase, pasara por comisaría a primera hora de la mañana para echarle una mano en un último asunto importante.