Aspira fuerte el napalm,
que huele a victoria

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

11 de diciembre de 2010, a las 19:20

Tras dos semanas de planificación, el ataque a la seguridad de la multinacional de seguros ya estaba dispuesto. Orestes lo había enfocado como una intervención quirúrgica y se había encargado de todo lo que tenía que ver con el preoperatorio, su especialidad. Para conocer al paciente, tenía que acceder a su historia clínica y, por eso, lo primero que tuvo que encontrar fue a uno de sus médicos de cabecera: un topo. Los problemas financieros de Gustav Schröder, uno de los ocho analistas programadores que trabajaban en la central de Bruselas, facilitaron mucho las cosas. La suma que tenían previsto reclamar para reinstaurar los sistemas daba para repartir con uno más, y a Goosie —como le había bautizado Orestes— le pareció más que suficiente, teniendo en cuenta que le daría para pagar a sus acreedores y jugarse el resto al Texas Hold’em en Internet. Únicamente tenía que facilitarles el acceso al «hospital» desde una de las doce puertas por las que Goosie podía entrar en las ciento dos delegaciones con las que contaba la compañía en todo el planeta. Tras dos jornadas intensivas de estudio, convino con Hansel entrar por la de Sudáfrica. Una vez dentro, dejaría libre la ruta hasta los corredores centrales del sistema de seguridad. A partir de ahí, el plan era tan simple como arriesgado. Erdzwerge se encargaría de disfrazar uno de sus últimos troyanos como antivirus residente dotándole de los privilegios de acceso necesarios para poder moverse con entera libertad por sus sistemas. Sería como un celador con la llave maestra paseándose por los pasillos del complejo clínico. Luego llegaría la parte crítica, que era el acceso a los quirófanos. Solo dispondrían de nueve segundos —que era el tiempo que tardaban en hacer cada copia de seguridad de las bases de datos de los territorios en el servidor central— para mutar el troyano en un trigger[62] más. Goosie facilitó las cosas para que Skuld pudiera desencriptar la estructura de la base de datos y confeccionar el nuevo disfraz de cirujano. Lo había conseguido en siete segundos durante las pruebas, pero la duda era saber en cuánto tiempo sería capaz de hacerlo bajo presión. Si se pasaba una sola centésima de segundo, la operación fracasaría y Goosie se vería muy comprometido, aunque el analista desconocía ese detalle. Si tenía éxito, el nuevo cirujano plástico en manos de Hansel sometería al paciente a una rápida intervención tras la que lo dejaría irreconocible, incluso para sus padres. Negociar con el bisturí en la mano siempre otorga una posición muy ventajosa.

No obstante, eso ya no era asunto de Orestes. Él nunca participaba en la ejecución, prevista para esa noche a las 21:50. De hecho, trataba de alejarse de cualquier dispositivo que tuviera acceso a Internet. Eran sus reglas, y el resto de los integrantes de Das Zweite Untergeschoss las habían aceptado. Haberse mantenido ocupado durante todo ese tiempo le había venido muy bien para templar su voracidad.

Sin embargo, días antes Augusto había tenido que ocuparse de un asunto importante: hacer desaparecer su coche. A las dos de la mañana, agarró el volante y condujo los sesenta kilómetros que le separaban de Encinas de Esgueva. Conocía muy bien la zona. El Emperador tenía una casa en Bocos de Duero que había pertenecido a su familia y que utilizaba como centro neurálgico para las interminables jornadas de caza en el Coto San Miguel rodeado de sus amigos; principalmente, políticos y grandes empresarios. Augusto, que empezó a asistir por no defraudar a su padre adoptivo, terminó por cogerle el gusto a eso de disparar a animales de caza mayor en los alrededores del valle del Cuco. La pieza que más se cotizaba era el jabalí, aunque no les importaba lo más mínimo volver con las manos vacías cuando en casa les esperaba un nada frugal almuerzo regado con caldos de la Ribera del Duero.

Así, no le resultó complicado encontrar la carretera que llevaba desde el pueblo hasta el embalse y dar con la pendiente por la que dejó caer su coche. Con los primeros rayos del día, vio hundirse lentamente el Toyota RAV4 a nombre de Leopoldo Blume en las profundidades del pantano. Después, emprendió a pie los casi veinticinco kilómetros que le separaban de la casa familiar en Bocos de Duero. Bien abrigado para combatir las temperaturas bajo cero y caminando a buen ritmo, llegó a su destino cuatro horas y veinte minutos más tarde. Echó un vistazo a la casa, no recordaba la última vez que había estado allí. Posiblemente, hacía más de diez años, pero el olor a madera carcomida le trajo recuerdos que pudo paladear como si fuera pan recién horneado. Tras unos minutos, reemprendió la marcha hasta Peñafiel para llegar a tiempo de coger el autobús que pasaba a las 12:30 por el bar Avenida, en la calle del Mercado, y comer en casa. Ya había acordado la cita para ir al concesionario de Audi y comprarse un Q5. Un cabo suelto menos.

Lo que le resultaba un tanto extraño y muy frustrante era que su carta todavía no hubiera tenido el efecto esperado. Había transcurrido el tiempo suficiente como para estar seguro de que ya no la iban a publicar; al menos, en El Norte de Castilla. Se dio de plazo el lunes siguiente, y si no lo hacían ellos, lo publicarían otros, pero alguien lo haría.

También tenía controlado el asunto con Violeta. A pesar de no haberla vuelto a ver desde la noche del concierto de Satriani, se había preocupado de venderle flores sin aroma y se verían de nuevo en unas horas. Esa noche había un gran evento en el Zero Café, una vídeo-audición de Depeche Mode centrada en Tour of the Universe Live in Barcelona, un esperado DVD que había salido al mercado recientemente con el concierto que ofreció el grupo británico en la Ciudad Condal. Paco, el pincha del Zero, le había enviado un correo electrónico como miembro del Club Devotion que era, y no estaba dispuesto a faltar a la cita. La velada desprendía el aroma de la victoria. Aspiró fuerte.

Frente al espejo, se preguntó qué impresión le causaría a ella su nuevo look rapado al cero. Él se encontraba cómodo, se sentía como un fruto prohibido, se gustaba. Todavía tenía un par de horas para entonarse, un gin-tonic de Heindrick’s y un Moods le parecieron la mejor forma de arrancar los preparativos.

A las 20:35, cuando se montó en el taxi, se fijó en que el Renault Laguna negro que llevaba aparcado frente a su casa todo el día arrancaba en la misma dirección. No le quiso dar mayor importancia, pero algo le hizo anotar la matrícula cuando aquel coche se paró detrás de ellos en el primer semáforo.

Bar Domingo

Barrio de la Rondilla

«La cuestión aquí, como siempre, es qué gano y qué pierdo», se cuestionaba Bragado mirando los hielos del cubata que estaba a punto de sustituir por otro. El cementerio de colillas de Winston denotaba que no era una pregunta que acabara de hacerse; sin embargo, todavía no había sido capaz de tomar una decisión al respecto.

«Si entrego al puto niñato, me va a resultar complicado explicar cómo llegué hasta él. ¿Cómo justificar que fui el encargado de resolver el papeleo para borrar el historial de la criatura de la faz de la tierra? Mejía no pararía de tirar del hilo hasta destaparlo todo, aunque fuera lo último que hiciese antes de irse al otro barrio. ¡Maldito seas, no seré yo quien te ponga en bandeja la oportunidad de hundirme de nuevo! Además, seguro que Travieso se pondría la medalla de la detención; al fin y al cabo, yo estoy en la sombra. Solo soy un exinspector jubilado a la fuerza antes de tiempo. Una palmadita en la espalda antes de echarme a los perros en cuanto se descubriera todo. No, no. No me voy a dejar enterrar por ese atajo de políticos que no tienen ni la más remota idea de lo que se sufre en la calle».

—Domingo, ponme otra —dijo antes de sorberse con estrépito.

El bar Domingo era todo un clásico en el barrio de la Rondilla. Estaba especializado en rones, pero se jactaba de tener todas las marcas de licores existentes expuestas en el interminable botellero que nacía en la puerta de entrada y moría en la de los servicios. Si Domingo no lo tenía, era porque no existía.

«Quizá el pequeño Gabriel, o Gregorio, o Augusto, o como quiera que se llame ahora, quiera financiar mi retiro a algún país donde el sol y las chicas de piel morena consigan hacerme olvidar su nombre. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? Más bien, ¿cuánta pasta puedo pedirle? Con trescientos mil euros, podría vivir unos cuantos añitos como Dios manda. ¡Qué coño, solo eso es lo que debe de valer el bonito chalé que heredó del Emperador! Eso no es más que perejil por mi silencio. Seiscientos mil es la cifra que va a tener que desembolsar ese niñato, eso es. Venderé la casa de La Cistérniga y me marcharé tan lejos como pueda. ¡Quién lo diría! Tan calladito, tan discreto y tan observador. Siempre pegadito a su papá, juntitos a todos los sitios. ¡Manda cojones, quién lo diría! Al final, ya ni me molestaba su presencia en todas aquellas charlas que mantuvimos. Pues vas a tener que rascarte el bolsillo, niñato malcriado, porque el tito Jesús tiene preparada una sorpresita que no te esperas».

—Cámbiame para tabaco, anda —le pidió tirando un billete de cincuenta euros arrugado encima de la barra.

—¿Otro regalito para el pulmón, Chuchi?

—Los que hagan falta, hoy estoy de celebración.

—¿Ah, sí? ¿Y qué celebramos? ¿Los cinco chicharritos que le clavó el Barça al Madrid?

—Cinco hostias tendría que darte ahora mismo, jodido culé de mierda. Celebro que, dentro de poco, no tendré que ver más tu cara de artista arruinado ni beberme tu maldito garrafón. Vete poniendo un par, que hoy cerramos juntos.

A punto estuvo de romper contra la barra el vaso de tubo que acababa de dejar huérfano de contenido antes de dirigirse a la máquina de tabaco. Cuando regresó a su sitio, ya tenía claro lo que debía hacer. Solamente se trataba de despejar el cuándo de la ecuación.

«Paciencia, Jesús. Hay que ser paciente y encontrar el momento. No puedes precipitarte ahora. No va a ser fácil entrar en la casa; prácticamente, no sale más que para ir a correr y de fiesta algún fin de semana. Tengo que elegir bien el momento. Necesitaré unos minutos para encontrar algo incriminatorio, aunque sea falso, ese será mi seguro de vida. Todo va a salir bien, Jesús, es tu momento. Solo tienes que esperar. Todo va a salir bien. Ahora tienes que relajarte: unas copitas y de camino a casa me alquilo una porno en la máquina del Canal Ocio de la calle Canterac. ¡Qué cojones! Seguro que Miguel tiene el dos por uno y hoy es una noche muy especial».

Restaurante El Caballo de Troya

Zona centro

La elegancia de la juez Miralles hacía juego con el porte que había adoptado durante la cena con el inspector Sancho, a mitad de recorrido entre la seriedad y la comprensión. El céntrico y acogedor restaurante de comida castellana estaba siendo el escenario de una conversación que podría definirse como el tipo de cocina: suculenta.

Aurora Miralles era de esas mujeres que jamás dan su brazo a torcer; seguía a pies juntillas el lema que defiende que la mejor forma de alcanzar un objetivo es seguir un único camino, y que normalmente es el que está delante y suele ser recto. Sancho había depositado sus esperanzas de continuar al frente de la investigación en la juez; cuando se vio engullido por las arenas movedizas, no se le ocurrió mejor persona a la que pedir que le echara un cable. Aurora Miralles confiaba en el inspector sin motivo aparente, quizá porque ese pelirrojo tan sencillo y cercano le recordara a ella misma o quizá porque el tejemaneje político le generaba un profundo rechazo. Lo cierto es que no lo dudó un instante cuando el inspector le propuso tener una conversación tranquila.

—Bueno, Sancho. Permíteme que haga un resumen de la situación y de lo que me estás pidiendo que haga por ti.

—Por el bien de la investigación —la corrigió el inspector.

—No insultes a mi inteligencia. Aquí hay más ingredientes personales que enebro en este helado de enebro. Déjame aclararte algo: si decido intervenir, cosa que no tengo aún decidida, no será precisamente pensando en tu futuro.

El tono de voz de la juez hizo que Sancho tuviera la certeza de que no era el momento de argumentar.

—Vuelvo al punto anterior, resumen de la situación. —La juez leyó las notas que había ido tomando durante la cena—: Tenemos un sospechoso identificado del cual se pierde toda pista en el momento en que es adoptado y del que solo tenemos una descripción física que, según tu criterio, nos perjudica más de lo que nos ayuda. Tenemos dos de los seudónimos bajo los que ha actuado, Gregorio Samsa y Leopoldo Blume, ambos personajes principales de obras literarias de renombre, La metamorfosis, de Kafka, y Ulises, de James Joyce. Tenemos tres poemas y una carta que, de momento, hemos conseguido que El Norte no saque a la luz, pero que no sabemos hasta cuándo podremos sostener, por lo que no sería descabellado pensar que pronto habremos de enfrentarnos a una gran alarma social.

La juez disparaba palabras con la cadencia de un arma automática y la precisión de un francotirador. Hizo una pausa para terminarse el vino mientras Sancho seguía jugando con su barba.

—Así pues, nos enfrentamos a un psicópata organizado, capaz de violar nuestros sistemas, de falsificar documentos, de adoptar distintas apariencias físicas y… ¡coño!, hasta de escribir poesía. Según nuestro especialista en asesinos en serie, mata sin seguir un patrón previsible motivado por una especie de reto personal. Es decir, que estamos asistiendo a una macabra partida entre un asesino y un policía en un tablero cuyas casillas son nuestras calles y las fichas son vidas humanas. Por mi parte, sabes perfectamente que no puedo dictar ningún auto de procesamiento con lo que tenemos, y no tendré más opción que archivar el caso si no le damos de comer al fiscal. Además, nuestro oponente marca las reglas y juega con un dado más. ¿Estamos de acuerdo hasta aquí?

—Lo estamos, solo que yo no elegí jugar. Me ha tocado.

—No lo pongo en duda. Sigamos. Nuestro principal jugador está en tela de juicio y se valora la posibilidad de que sea sustituido por otro, y lo que me estás pidiendo es que yo intervenga para evitar que eso suceda. ¿No es así?

—Así es.

—Bien, y ahora te pregunto yo a ti: ¿Qué pasa si decido no hacerlo o si no consigo que reconsideren apartarte del caso?

La nuez del inspector subió al primero para volver a la planta baja antes de contestar.

—Preferiría no valorar esa opción. No obstante, pediré el traslado a otro destino para quitarme de en medio definitivamente y dejar trabajar a otros si eso sucede.

—Ahora, el quid de la cuestión. Si te mantienes al frente de la investigación, ¿qué vas a hacer que no hayas hecho ya para ganar la partida?

—Jugar.

—Explícate, por favor.

—Como tú has dicho antes, ha sido él quien ha puesto las normas del juego hasta el momento y, por tanto, lo único que hemos podido hacer es aprender a jugar, pero estoy en disposición de tirar los dados y es mi turno. Él está esperando a que lo haga.

Aurora Miralles escrutó cada uno de sus gestos, analizó pormenorizadamente cada una de sus palabras y se mordió el interior de los carrillos antes de responder.

—El lunes te llamaré a primera hora para comunicarte mi decisión. Si finalmente continúas al frente de la investigación, vas a tener que aguantarme. Seré consecuente con la decisión que tome.

—Tienes mi compromiso.

Sancho alargó el brazo para hacerse cargo de la cuenta, pero la mano huesuda y firme de la juez lo interceptó a mitad del trayecto.

—Ni lo intentes, mi precio no es una cena. Es tu compromiso, y eso ya me lo has dado. Tú pagas el café y la copa.

No hubo café.

No hubo copa.

Solo hubo una llamada inesperada.

Sancho se subió al coche sin apenas despedirse de la juez en dirección a Castrillo de la Guareña, un pueblo zamorano con ciento treinta y cinco habitantes censados hasta hacía unas horas; ahora tenía uno menos: Raimundo Sancho.