Nunca fue tan breve una despedida

Café Molinero

Calle María de Molina, 22 (Valladolid)

25 de noviembre de 2010, a las 10:21

Al subdelegado del Gobierno le irritaba el olor a puro que dominaba el espacio aéreo de la barra en la vetusta y sempiterna cafetería del centro de la ciudad. Travieso llegaba tarde a la cita, por lo que Pemán se entretuvo examinando al hombre chimenea tratando de digerir su malestar. Tendría unos cincuenta años, vestía un traje gris marengo dos tallas menor de lo que le reclamaba su ombligo, y sobre este destacaba, sin suerte alguna, una corbata de ciervos rojos sobre fondo verde botella. Pemán esperó pacientemente a que la mirada del hombre se cruzara con la suya para obsequiarle con todo el desprecio que fue capaz de transmitir con los ojos.

Pablo Pemán iba camino de cumplir su cuarto año como subdelegado del Gobierno. Había compatibilizado su puesto de dirección en una de las entidades financieras más importantes del país con la política, hasta que le llegó la oportunidad de ser diputado en la Junta de Castilla y León a los cincuenta y tres años. Su posición económica, sus buenos contactos dentro del partido y el repentino fallecimiento de su predecesor le habían llevado a instalarse en el despacho de la calle Jesús Rivero Meneses. No estaba dispuesto a permitir que su carrera política se viera enturbiada ni, mucho menos, truncada por una serie de crímenes sin resolver. Inmerso en sus cavilaciones, no se percató de la llegada del comisario provincial.

Francisco Travieso llegó visiblemente fatigado, arrastrando los más de veinte kilos que había ganado desde que cambió los cigarrillos por abisinios[55] haciendo de su silueta un saco de escombros. Conservaba apenas una delgada línea de pelo blanco que circunnavegaba su esférica cabeza de oriente a occidente, y lucía unas de esas gafas con cristales que se oscurecen con el sol y sin el sol. Su esposa le pidió el divorcio con cincuenta y un años por su extrema dedicación al cuerpo y al de otras mujeres de dudosa reputación. A pesar de que su aspecto físico estaba a medio camino entre la falta de higiene y lo zarrapastroso, el motivo principal por el que generaba un espontáneo e inmediato rechazo entre sus congéneres era su manía de proyectar los labios hacia fuera. Era paradójico, Travieso regalaba besos sin ton ni son por la vida y esta siempre le repudiaba por fas o por nefas[56]. Sin embargo, el comisario provincial conocía muy bien sus debilidades y siempre trataba de aplicar la máxima de Noel Clarasó[57] que suscribe que es preferible callar y pasar por tonto que abrir la boca y demostrarlo. El abuso de muletillas del tipo «es como todo», «mayormente», «oséase» o «como dijo el otro» tampoco le ayudaba en absoluto.

—Buenos días, Pablo —dijo Travieso pasándose la mano por la frente.

—Buenos días —le saludó con palpable desdén.

—Lamento el retraso, pero esta ciudad es imposible con lluvia.

El político aceptó sus disculpas con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

—¿Qué tomas?

—Café con leche templada.

—Vamos a sentarnos —le propuso Pemán encendiendo un cigarro.

—¿No lo habías dejado?

—¿No me hiciste la misma pregunta el otro día?

Travieso contestó con uno de sus besos y cedió la palabra al subdelegado del Gobierno, que le expuso su preocupación por los últimos acontecimientos y el estado de la investigación. Travieso objetó sin fuerza antes de empezar un combate en el que ya había dado por buena una honrosa derrota a los puntos. Pablo Pemán inició un nuevo asalto haciéndose dueño del centro del cuadrilátero.

—¿Alguna novedad?

—La verdad es que sí. Tenemos un segundo seudónimo bajo el que actúa el principal sospechoso. Se trata de Leopoldo Blume Dédalos, sacado de dos de los personajes principales de Ulises, de James Joyce: Leopold Bloom y Stephen Dedalus —le informó sin levantar la vista de sus notas.

—¿Cómo hemos dado con ello?

—Cruzamos la lista que nos facilitó la central de correos con la de matriculaciones del modelo del vehículo del sospechoso que identificó un vecino. Un Toyota RAV4.

—Bonito coche —comentó soltando el humo—. ¿Y adónde nos lleva eso?

—Mayormente, a ningún sitio —reconoció con otro beso—. Estamos buscando todo lo que hay con ese nombre, pero nos lleva al mismo sitio que el anterior. No existe, pero tiene a su nombre tarjetas de crédito y cuentas bancarias que alimentaba con escasos fondos y a las que accede únicamente desde Internet o, mejor dicho, accedía, porque ya se ha ocupado de vaciarla. Tenía una empresa y una casa en la calle Turina, 8, a nombre del primer seudónimo, Gregorio Samsa. A nombre del segundo, un coche. Los de documentoscopia han reconocido su pericia en la falsificación de documentos.

—Tengo entendido que no es muy complicado —añadió Pemán.

—Lo es con la calidad que tienen estas falsificaciones. Lo impresionante es que los individuos que aparecen en las fotocopias de los DNI que hemos recuperado no se parecen entre sí. He mirado las fotos decenas de veces y yo diría que no son del mismo sujeto, aunque los de perfiles aseguran que sí.

—Resumiendo, que no parece que vayamos a detener a ningún sospechoso a corto plazo. Vamos, que no tenemos una mierda.

Travieso tragó saliva y se aclaró la garganta.

—Como dijo el otro, depende del cristal con que se mire. Ya sabemos algo más, y es que se trata de un experto en falsificar documentos.

—Y en informática, poesía y huidas callejeras —completó el subdelegado con ironía—. Bueno, vamos al motivo por el que te he citado aquí. ¿Qué vamos a hacer con el inspector Sancho?

—¿Vamos? —repitió Travieso.

—Creo que me has entendido perfectamente. Hasta el momento, no ha demostrado nada más allá de saber muy bien cómo sacar partido de sus colaboradoras.

—Pablo, esa acusación está fuera de lugar.

—¿Me estás diciendo que la muerte de la doctora no ha tenido nada que ver con que el jefe de la investigación se la estuviera tirando? —interpeló alzando el tono—. Si quieres, se lo preguntamos a la familia Corvo, a ver qué opinan ellos al respecto.

—No, no estoy diciendo eso. Digo que Sancho está muy afectado por lo ocurrido, que necesitamos que esté al cien por cien cuanto antes y que no creo que este tipo de acusaciones le ayuden.

—¡Tú lo has dicho! Ahí es donde quería yo llegar. No creo que ni al cien por cien sea capaz de dar con el asesino. Tengo la sensación de llevar una piedra atada al cuello y que solo falta una leve ráfaga de viento para hacerme caer al agua. Y te digo más, yo tengo la responsabilidad de intervenir en este asunto si estoy convencido de que el camino por el que vamos no es el correcto.

Pemán hablaba a tal velocidad que a su interlocutor le costaba procesar todas las ideas. Cuando lo hizo, unos segundos después de que escuchara «correcto», preguntó:

—¿Qué propones?

—Poner al mando a otra persona.

—¿A otra persona? —repitió.

—Sí, Paco, sí. Otra persona que sea capaz de actuar con firmeza y determinación. Escucha, yo acababa de hacerme cargo del puesto cuando pasó lo de Bragado, y no quise intervenir cuando se le hincharon las pelotas a Mejía. Por cierto, ¿sabemos cómo está?

—Malamente. No responde bien al tratamiento.

—Ya lo siento. Bueno, a lo que vamos, Paco. Me mantuve al margen cuando tomó la decisión de deshacerse de Bragado, aunque también es cierto que le pedí que lo reconsiderara.

Travieso se extrañó de que se dirigiera a él como lo hacían sus amigos, pero no quiso darle más vueltas para evitar perderse otra vez en el discurso de Pemán, cuyas cuerdas vocales fabricaban palabras cada vez a más velocidad.

—Ya —contestó a duras penas.

—Ahora, desgraciadamente para todos, Mejía está fuera de combate —el lamento sonó tan falso como el Rolex que llevaba Travieso en la muñeca—, y alguien tiene que tomar las riendas. Tenemos que recuperar de nuevo a Bragado.

El comisario provincial cerró los ojos con fuerza cuando pronunció su nombre.

—Vamos a ver, vamos a ver… que nos estamos confundiendo de camino —se atrevió a decir—, que Bragado está fuera del cuerpo.

—Chorradas, tanto mejor para nosotros —aseveró con mirada felina—. ¿No te das cuenta? Bragado podrá ser un grano en el culo, pero es un buen investigador. Tú lo sabes. ¿Cuántos casos ha resuelto por una u otra vía?

Travieso asintió buscando con la mirada al camarero. Necesitaba un sol y sombra, pero pidió otro café.

—Bragado sabe muy bien qué palos tiene que tocar y, estando fuera, nos será más fácil limpiar toda la mierda que vaya generando en el camino. Además, conoce a todo el equipo y lo único que tenemos que hacer es darle información y apoyo. En este caso, tenemos que dar validez a aquello de que el fin justifica los medios.

—Doy por sentado que ya lo tienes hablado con él, ¿no?

—Así es. He llegado hasta aquí gracias a que sé cómo huele la victoria.

Travieso no se atrevió a preguntar, pero no hizo falta.

—Huele a quemado: humo y fuego. A muerte. Para que alguien gane otro tiene que perder y esta vez le ha tocado a nuestro querido y pelirrojo inspector. La única condición que me ha puesto es que tanto Mejía como Sancho estén fuera. Lo tenemos hecho con Mejía y lo otro es cosa tuya, pero nos lo ha puesto en bandeja. Dale un tiempo de descanso, apártale de la investigación por su propio bien. Ya sabes… Mira, hazlo como te dé la gana, pero quítamelo de en medio.

La última frase dejó muy claro a Travieso que estaba jugándose algo más que el prestigio. No supo qué decir y Pemán aprovechó para poner punto final a la conversación.

—Sabes que tengo razón. Bueno, te veré luego en el funeral de la doctora. Por cierto, ¿cómo se llamaba?

—Martina.

—Nunca consigo recordar los nombres exóticos. A las 12:30 en La Antigua, ¿no?

Travieso asintió con un beso.

—Trata de ser puntual esta vez —le exhortó con gesto severo aplastando el cigarro contra el cenicero—. Nos veremos con Bragado a la salida.

Juntando las puntas de los dedos índice y pulgar de su mano derecha, Pemán hizo la marca del zorro para pedir la cuenta. Pagó y con un «nos vemos» y una palmada en el hombro, dejó al comisario provincial Travieso con una cara que bien podría haber servido de modelo para El grito, de Edvard Munch. Cuando le vio marcharse a través de la cristalera, se acercó a la barra para pedir un sol y sombra. Miró el reloj: las 11:26. Consideró que le daba tiempo a tomarse dos y lanzó un beso a la nada que nada le retornó.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

Contraviniendo el protocolo, Orestes había iniciado su actividad antes de lo habitual. Se trataba de un día especial, necesitaba ver las caras afligidas de sus rivales. Así estaba proyectado y así lo ejecutaría. A punto de apagar el equipo, la luz verde de Höhle se encendió en su escritorio.

—Hola, Orestes.

—Hermano.

—No tengo buenas noticias. Como esperábamos, han cazado y aniquilado el SpyDZU-v3. Skuld ya está trabajando en un v4.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Ayer. Lo cierto es que era algo que tenía que pasar. El daño ya estaba hecho, pero creo que han tardado más de lo normal en limpiar el sistema. Llegaron muy pronto a nosotros; sin embargo, no sacaron el insecticida hasta hace unas horas. Skuld se pregunta por qué. Le noto algo nervioso. Eso sí, no quedan ni los huevos que estuvimos incubando en sus firewall[58].

—¿Qué posibilidad hay de que…?

—Ninguna —le interrumpió el hacker—. Verás, teníamos previstas tres rutas de huida y una backdoor oculta dentro del propio sistema de rastreo. Algo parecido a lo que utilizamos en el asalto al sistema de Deutsche Telekom.

—Estupendo.

—Tengo algo más que contarte.

—Te leo.

—Erdzwerge está en apuros.

—Dame detalles.

—Lo único que sé es que necesita que montemos una operación contra la compañía de seguros que no quiso atender los compromisos de la póliza de su padre. El juicio ha salido a su favor, y Erdzwerge nos necesita.

—Entiendo.

—Ya hemos definido el protocolo, pero nos falta el constructor, y ahí es donde entras tú.

—Puedes contar conmigo.

—No va a ser fácil.

—Nunca es fácil. Hansel. ¿Erdzwerge está bien?

—Sí, pero necesita dinero para cubrir la hipoteca de su madre y también quiere que escarmentemos a esos malditos burócratas.

—Lo haremos, cuenta conmigo.

—Gracias, hermano.

—Por cierto, Hansel, algún día tendrás que explicarme por qué su nick no es Gretel.

Hansel tardó en escribir.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Casi desde el principio. También sé que Skuld es el mayor de todos nosotros y ni es alemán ni vive en Alemania. No tienes por qué preocuparte; saberlo no cambiará nada.

—En cierta forma, sí.

—¿Confías en mí?

La «jota» y la «a» tardaron en aparecer en la pantalla.

—En ese caso, no tienes que preocuparte por nada más. Pásame toda la información que tengas para ponerme a trabajar cuanto antes.

—De acuerdo.

—Convoca al resto a las 24:00 para empezar a planificarlo. Yo trataré de tener una idea para entonces sobre cómo hacerlo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. ¿Necesitas algo más?

—En realidad sí. Erdzwerge es experta en farmacología, ¿verdad?

Tras unos instantes Hansel se lo confirmó. Orestes sonrió.

Cuando cerró Höhle, dedicó los siguientes minutos a hacer balance de la situación. Las piezas del ajedrez estaban en las casillas correctas y la partida estaba bajo control. Solo debía esperar al movimiento de su rival antes de hacer el suyo. Calculó que la carta a los medios de comunicación con las poesías ya habría llegado el día anterior o lo haría ese mismo día, y quería disfrutar de esos momentos de gloria que se había ganado con tanto esfuerzo. En aquel momento, la sensación de dominio absoluto le estremeció recorriendo su cuerpo como un impulso eléctrico. Tenía que controlar la euforia, debía prepararse anímicamente para el último acto antes del descanso. Con esa emoción y el kit de postizos, se encerró en el baño.

Iglesia de Santa María de la Antigua

Carapocha había llegado a las 12:10 y se había sentado en un banco de la zona ajardinada que adornaba una de las parroquias más emblemáticas de la ciudad. Sin embargo, el motivo de su anticipación no era, precisamente, querer deleitarse contemplando la magnífica torre románica ni abstraerse con el estilo neogótico de la galería porticada. Su intención era examinar a todos y cada uno de los asistentes. Tenía la esperanza de que el sospechoso asistiera al funeral de su última víctima, que, según decían, se preveía muy concurrido. Había visto a Peteira en un coche camuflado, bien apostado para grabar a los asistentes, pero el psicólogo prefería el cara a cara en el caso de que se cumpliera su corazonada. Ya le funcionó para identificar a Antón Khryapa en 1982 en Moscú y a Lazlo Lantas en 2001 en Budapest. Las caras de los que se iban agrupando en la entrada eran objeto de minucioso análisis por parte del psicólogo. Buscaba a un varón de unos treinta años, de ojos oscuros, nariz ancha y rostro cuadrado. Por el momento, solo uno encajaba en esa descripción, pero iba del brazo de una señora de avanzada edad que, con toda probabilidad, sería su madre. Le descartó al instante.

Normalmente, el psicólogo reaccionaba de forma gélida ante la muerte. Estaba tan acostumbrado a convivir con ella que era incapaz de recordar la última vez que se había visto afectado por la dama de la guadaña, con quien compartió tantas jornadas en los Balcanes. Tampoco era la primera ocasión, ni mucho menos, en la que alguien perteneciente a su entorno afectivo era asesinado. Por la pasarela del doloroso recuerdo desfilaron su hermana Yelena, su compañero de quinta en El Centro Misha Nikolevich Kozlov, su fiel amigo Andrey Alexandrovich Zirianov y la pérdida más dolorosa de todas, la de su enlace en la Stasi, amante y madre de su única hija, la dulce e impulsiva Erika Eisenberg. El rostro del general Ratko Mladic volvió a adueñarse de su memoria y tuvo que apretar los dientes para volver al presente. Mientras observaba detenidamente, trataba de cargarse de razones para evitar que la muerte de Martina perjudicara su capacidad de análisis. En realidad, solo habían coincidido aquella noche y en otra ocasión en la que, aprovechando la coyuntura proporcionada por el manos libres del coche de Sancho, se coló en su conversación. No era sino otra víctima que había sido incluida dentro del programa de una mente retorcida, pero lo cierto es que tardó más de lo normal en reaccionar cuando se enteró de los hechos. Se preguntó cómo estaría Sancho y si su última conversación habría surtido el efecto que buscaba. Salvar vidas era su único objetivo. Con una última mirada a una gárgola, Carapocha se levantó para buscar en el interior un lugar propicio donde montar su centro de vigilancia durante la ceremonia. Cogió aire como si no fuera a respirar dentro del templo. Hacía muchos años que no pisaba un edificio religioso, y para cargarse de la energía necesaria entró repitiendo tantas veces «aprender para salvar vidas» que bien podría haberse ganado el derecho a ser guionista de Dora, la exploradora.

Pisó suelo sagrado. Culpó a la baja temperatura del interior por el escalofrío que recorrió su columna con billete de ida y vuelta. Había poca luz, y un rumor de susurros rebotaba en los muros de piedra del templo. El aroma de la cera derretida intensificado por la fría humedad ambiental se imponía en la atmósfera del lugar. Se detuvo para hacerse una composición de lugar. Entraba luz natural por las ventanas ojivales del ábside central y a través de los dos grandes rosetones que remataban el crucero. También contaba con la luz artificial que nacía de las columnas que separan la nave central de las laterales. Tenía que buscar una zona escasamente iluminada y con el ángulo correcto para tener acceso visual a los rostros afligidos de los que ya empezaban a ocupar los primeros bancos de la iglesia. Se desplazó hacia la nave lateral situada frente a la puerta de entrada y se apoyó contra una pared desnuda. Las velas que tenía a su izquierda le distrajeron durante unos instantes. Una vela, un alma. Ora pro nobis.

Sancho no había dormido. A decir verdad, no había conseguido conciliar el sueño en estado sobrio más de dos horas seguidas desde la noche que pasó en casa de Martina. Dormía cuando el cuerpo claudicaba al desgaste neuronal o al alcohol, pero no descansaba. Había estado tratando de escapar del sentimiento de culpabilidad que le perseguía mañana, tarde y noche con la imagen de Martina atada en la cama y tapada con la almohada. El alcohol era su combustible. Cuando repostaba lo suficiente, conseguía sacarle bastante distancia, pero la carrera empezaba de nuevo al despertar. No tuvo el coraje de asistir a la autopsia, pero el propio Villamil le había llamado para intentar venderle la certeza científica de que no había sufrido; Sancho vació sus bolsillos y la compró. El lunes había sacado fuerzas para ir a comisaría, pero Peteira y Matesanz le rogaron que se fuera a casa; no tuvo valor para discrepar. El bueno de Peteira le dio un abrazo y juró por sus gemelos que iría con él a la cárcel de Villanubla para mearle en la cara a ese jodido mamón. Con un beso en la Cruz de Santiago del escudo del Celta de Vigo de su llavero, lo certificó. También supo que Áxel Botello había ido varias veces a buscarle a su casa para diluir las penas en cervezas, pero no había superado nunca la primera fase y no había podido pasar del portal. Por su parte, el subinspector Matesanz le acompañó hasta el coche y le puso al día de los avances. Ni rastro de Gabriel García Mateo tras la adopción; ninguna coincidencia del retrato robot con la base de datos de fichados y ni una sola huella en el escenario del último crimen. Nada. Sin embargo, no todo eran malas noticias. Habían encontrado a un vecino que aseguraba haber chocado con el sospechoso durante la persecución y que después le había visto retirar el coche que tenía aparcado frente a su portal. No pudo distinguir la matrícula desde el balcón del primero, pero el profesor jubilado lo describió con detalle: «Un todoterreno negro con los cristales tintados y un gran “TOYOTA” escrito en la rueda de repuesto». Luego fue el agente Botello quien encontró el nombre de Leopoldo Blume Dédalos cruzando el listado de propietarios con el de Correos. Con un «aquí me tienes para lo que necesites», Matesanz le estrechó la mano y forzó una sonrisa que no obtuvo respuesta en la cara del inspector.

Abrigado con gabardina y arropado por el agotamiento, Sancho llegó a la puerta de La Antigua maldiciendo por no haber encontrado sus malditas gafas de sol en la guantera. Eran las 12:40, y se sentó en el último banco de la derecha. A su lado, tomó asiento, tan solo unos segundos más tarde, su culpabilidad. Recordaba muy bien esos muros. Prácticamente, no había cambiado nada con respecto a esos días en los que, junto a su madre, iba para ver la salida y la llegada de la Cofradía de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, de la que su padre formaba parte; siempre era el último capuchón de la fila de la derecha. Solo salía los Jueves y Viernes Santos, pero no hubo año que dejara de hacerlo. Con ocho años, su madre le compró el hábito rojo y negro de terciopelo, aunque solo se lo puso una vez para la foto. El joven Ramiro no entendía el sentido que tenía recorrer a pie las calles de la ciudad acompañando a una talla religiosa por la que no sentía devoción alguna. El disgusto de su padre duró semanas. Entonces, recordó que seguía sin llamarle.

Las palabras del oficiante del funeral asegurando que todos teníamos que ir al encuentro del Señor y que la fe cristiana era el único remedio contra la desesperación ante la pérdida de un ser querido le hicieron cortar la comunicación definitivamente con el exterior. Inclinó la cabeza, cerró los ojos y se pasó la mano por la barba para hablar desde el estómago:

«Si supiera por dónde empezar… Si pudiera levantar la cabeza para mirarte… No sé qué hago aquí. Sé que no quiero estar. Maldita sea, Martina, maldita sea mi puta vida. Nunca te dije que fuera un tipo valiente. No lo soy. No sé cómo decirte que lo siento, que ojalá nunca te hubiera conocido. No, eso no. Ojalá no me hubiera cruzado en tu camino, ahora estarías viva. Necesito que me creas. Martina, quiero volver atrás, quiero despertar. No estoy preparado para tragar toda esta mierda. ¿Sabes que perdí la oportunidad de cogerle? Corrí tras él con todas mis fuerzas, pero se me escapó. Sí. No tengo ni puta idea de cómo enfrentarme a esto. Si pudiera volver atrás… Quiero tener la oportunidad de despertarme. Joder, Martina, ¿tenías que abrirle la puerta así, sin más? Perdona, perdona, no es culpa tuya. Puta mierda. Estoy perdido, dame un momento. Ojalá hubiera ido a por mí, ojalá pudiera cambiarme por ti. Nos chocamos, ¿sabes?, pero no podía imaginarme que acabara de… ¡Era él! Le tuve al alcance de la mano y se me escurrió. Algún día cometerá un error y ahí estaré yo. Te lo aseguro, Martina, no va a salirse con la suya. Tienes que confiar en mí. ¿Confías en mí? No sé cómo seguir, pero voy a poder con esto. Estoy acojonado. No sé cómo castigarme. Tengo que reaccionar. Tengo que borrar tu recuerdo, pero no tengo fuerza. ¿Sabes qué? He estado pensando en el último beso, fue en la cocina. Conservo tu sabor guardado y me llevo tu olor. He decidido quedármelo; tendrás que perdonarme por esto también, pero lo necesito. También tengo tu voz. Me odio por no haber cogido el teléfono cuando me llamaste, ahora estarías viva. ¿Qué descubriste? Se llevó toda la documentación. Se lo llevó todo y no dejó nada. No tengo intuición, no sé por qué me hice policía. Si pudieras perdonarme… Si pudieras creerme… ¿Y ahora cómo continúa esto? Estoy solo. Joder, Martina. ¿Tenías que abrirle la puerta? No se abre la puerta a desconocidos. ¡Me cago en todo, Martina! Lo siento tanto… Si pudiera mirarte a la cara… No sé cómo decirte que te voy a echar de menos. Que necesito que creas en mí. Que me gustaría acompañarte. Que no soy un tipo valiente, pero que voy a poder con esto. Te lo aseguro, necesito que me creas. Confía en mí».

El sollozo ahogado de Sancho no pasó desapercibido para el subdelegado Pemán que, con un codazo, advirtió de la escena a Travieso.

—¿Qué más te hace falta para darte cuenta? —le susurró con airado desprecio.

—Dame tiempo, buscaré el momento.

—No tenemos tiempo. Es por el bien de todos.

—Ya. Se lo comunicaré esta misma semana.

—Así me gusta. Bragado ya debe de estar fuera. Salgamos a hablar con él.

Mientras, Carapocha no se había movido de su sitio. Tenía la mirada clavada en un hombre de pelo liso color castaño claro, cejas anchas y ojos inexpresivos situado al final del quinto banco de la hilera de la izquierda. Le llamó la atención que rehuyera estrechar la mano a los que se la tendieron cuando el sacerdote dijo: «Daos fraternalmente la paz». Solo pudo verle durante unos instantes entre el constante movimiento de cabezas, pero su corazón dio un vuelco que le hizo tomar la decisión. Quedaba poco tiempo. Se encaminó hacia él todo lo rápidamente que le permitió su cadera pegado al muro y sin quitarle la vista de encima. En aquel momento, muchos de los presentes se levantaron para recibir la comunión y una leve presión en el brazo le hizo girarse. Detrás de una sonrisa de circunstancias estaban el bigote del forense Manuel Villamil y la juez Miralles.

—Armando —dijo él con voz trémula sin soltarle el brazo—, ¿has podido hablar con Sancho? Estamos algo preocupados por él.

—Disculpadme, ando un tanto atropellado —respondió azorado—. Sí, he hablado con él y saldrá de esta. Ese pelirrojo es un tipo duro. Precisamente iba a buscarle ahora, no quiero que se me escape —mintió con la mirada puesta en la multitud.

—De acuerdo, ya nos veremos —se despidió ella.

Carapocha buscó a aquel hombre, pero no le encontró en su sitio y se detuvo en seco. Trató de reconocerle entre las personas que formaban la fila aguardando su turno para comulgar, pero no estaba allí. Se giró bruscamente hacia la salida y le localizó justo en el momento en el que desaparecía por la puerta.

Chort vazmí[59] —escupió.

Casi podría decirse que corría en dirección a la puerta, pero el tiempo que invirtió en salir al exterior apartando a los asistentes que no habían encontrado sitio en los bancos fue suficiente para que el prófugo estuviera pasando, fuera de peligro, por delante del colegio de la Compañía de María, en la calle Juan Mambrilla. El ruso se quedó unos minutos fuera del templo dando vueltas en círculo a su frustración sin tener muy claro cuál era el siguiente paso que debía dar.

Terminada la séptima vuelta, decidió entrar de nuevo en la iglesia con la intención de hablar con Sancho. Retirados a unos metros de la entrada, reconoció las caras de Pemán y Travieso confabulando con un tercer hombre con aspecto de gorila. Aquella troika[60] le hizo pararse a pensar en la manera en que se distribuirían los papeles de Zinoviev y de Kamenev[61], ya que el de Stalin se lo asignó inmediatamente al subdelegado del Gobierno, que se separaba del grupo en aquel instante para hacer una llamada.

De nuevo en el interior, localizó al inspector, inmóvil, con la mirada vacía y perdida. El funeral había concluido, y los presentes desfilaban cariacontecidos manteniendo un respetuoso e incómodo silencio.

—Ramiro —bisbiseó al sentarse a su lado.

Sancho se tomó su tiempo para contestar.

—Camarada.

—¿Cómo estás?

—Estoy.

—Me vuelvo a casa. Aquí tengo ya poco que hacer. Aquí tienes mi número de teléfono personal y mi dirección. Te lo doy a ti, a nadie más. Cuando retomes el mando de la situación, me llamas. ¿De acuerdo?

El inspector giró la cabeza para encontrarse con la mirada de Carapocha.

—Gracias.

Carapocha le pasó la mano por la nuca antes de incorporarse con la firme esperanza de no volver a entrar en una iglesia en lo que le quedaba de vida.

Ya no quedaba prácticamente nadie en el interior de la parroquia, pero el murmullo que llegaba desde fuera era un claro indicador de que la ceremonia se estaba prolongando en el exterior. Desde su sitio, Sancho contempló a dos operarios de la funeraria que se disponían a sacar el féretro.

«Martina, tengo que marcharme ya. Voy a salir de esta como sea. Confía en mí. Esto no es una despedida, te lo prometo. Iré a verte allá donde estés para contarte cómo están las cosas. Le voy a atrapar, puedes estar segura. Tarde lo que tarde. Lo que aún no sabría decirte es lo que voy a hacer después. Creo que no lo sabré hasta que le tenga delante. Descansa, Martina».

Fuera, el sol lucía con la timidez de quien se encuentra en una fiesta a la que no ha sido invitado y busca el momento propicio para esfumarse. Sancho maldijo de nuevo por no haber cogido sus gafas de sol, más para protegerse de las miradas impertinentes que de la tenue luz del exterior. Inspiró lo suficiente para poder llegar hasta donde se encontraban los padres de Martina. Él era un hombre de pelo negro y porte distinguido que, con expresión abatida y distante, recibía las condolencias de familiares y amigos. La madre, por su parte, era el reflejo ajado de Martina, pero con el rostro más recortado y anguloso. Se notaba claramente que tenía cautivo el llanto a la espera de poder liberarlo en soledad. Con un «lo siento mucho» y un apretón de manos, pasó el trago ante la figura del padre; quiso tragar saliva estando frente a ella, pero engulló barro.

—No sé qué decir —admitió.

La madre afiló el semblante y le retuvo la mano.

—Usted es el inspector Ramiro Sancho, ¿verdad?

Asintió hierático.

—Mejía nos ha asegurado que usted es un buen hombre y un gran investigador. Tiene que detener al responsable para que se pudra en la cárcel. Quiero que me prometa que atrapará al que se ha llevado la vida de mi hija. Prométamelo.

Sancho se lo prometió sin tener que mover los labios.

Mientras se dirigía al coche paladeando las palabras con acento extremeño de la señora, otra voz de mujer pronunció su nombre:

—¿Inspector Sancho?

—Creo que sí.

—Soy Rosario Tejedor, redactora jefe de El Norte de Castilla.

—Me tiene que disculpar, pero no es el momento.

—Yo creo que sí. Tiene que ver esto.

Museo Casa Colón

Decidió recuperar el aliento y no encontró mejor sitio para hacerlo que en el interior de la casa en la que se decía que había muerto el descubridor del Nuevo Mundo, a pesar de estar sobradamente demostrado que lo había hecho en el céntrico, aunque ya desaparecido, convento de San Francisco. En la taquilla, un hombre que bien podría ser descendiente directo del almirante le recordó que cerraban en cuarenta minutos. Aun así, pagó el euro de la entrada y buscó su móvil para marcar el teléfono de Pílades una vez dentro.

—¡La madre que te parió! —se anticipó su interlocutor.

—Sí, yo también te tenía controlado. Tenía que ir —se justificó.

—¿Tenías que ir con ese ridículo disfraz? ¿Que tenías que ir? ¡No digas bobadas, chavalín! ¡¡Lo que has hecho es una soplapollez!!

—Como perseguir palomas en una plaza.

—Exacto. Dime, ¿dónde estás ahora?

—Culturizándome —contestó con vaguedad.

—Muy bien, me parece estupendo. Ahora ni siquiera confías en mí. Solo te pido que me escuches con atención, por favor.

—Te escucho, hombre, te escucho.

—Tenemos que vernos.

—No sé si es buena idea, te noto demasiado tenso.

—Tenemos que hablar en persona. Lo sabes. Me lo debes.

—¡Yo no tengo ninguna deuda contigo! —dijo elevando la voz frente a un escudo de los Reyes Católicos tallado en madera.

—Vale —le apaciguó—. Orestes, no tengo mucho tiempo para hablar. Hay cosas importantes que tienes que saber y que me gustaría contarte en persona. ¿Hace cuánto que no nos vemos?

—¿Tengo que preocuparme?

—No. Ellos saben lo que queremos que sepan. Están mirando en una dirección equivocada, pero han identificado tu coche.

Orestes tardó en masticar y tragar la noticia.

—Bueno, no hay problema. Me desharé de él. La verdad es que necesitaba un cambio de vehículo.

—Tienes que parar o lo estropearás todo, estás siendo demasiado voraz.

—No voy a estropear nada, créeme. Tengo todo bajo control. Lo de hoy era algo que necesitaba hacer.

—¿Regodearte? ¿Pavonearte delante de tus enemigos?

—Llámalo como quieras. Escucha, estoy pensando que quizá tengas razón y haya llegado el momento de volver a vernos las caras.

—¡Claro, coño! ¿Qué te parece si nos vemos donde la Milagros?

—¿Donde la última vez?

—¿Conoces un sitio mejor?

—No me importaría ir al Mulberry Street Bar; me trae grandes recuerdos pero nos pilla un poco peor, ¿no crees?

—Sí. Además en esta época del año en Nueva York no hay quien ponga los pies en la calle —continuó con la broma.

—Muy bien. Solo te pido unos días para decirte cuándo.

—Avísame con tiempo. Con todo esto, ando de mierda hasta el cuello.

—Voy a desaparecer unos días, tengo algo importante entre manos.

Su interlocutor se calló lo que estaba pensando.

—Sin problema, espero tu llamada. Cuídate mucho, Orestes.

—Cuídate, Pílades.

Orestes terminó la llamada y se detuvo frente a las réplicas en miniatura de las carabelas con las que hizo su primer viaje el navegante genovés. Pensó que los grandes líderes saben cuándo y cómo sofocar un motín.

Había llegado el momento.