Disco Center
C/ Labradores, 24 (Valladolid)
10 de noviembre de 2010, a las 11:15
El viento y la lluvia se aliaron durante la noche para presentar su candidatura conjunta a día más desapacible del mes. Antes de empujar la puerta de Disco Center, Augusto se notó muy exaltado e inspiró hondo mientras hacía sonar sus nudillos. Para alcanzar ese estado, habían contribuido a partes iguales la molestia de tener que romper su rutina diaria, la irritación por la media hora que llevaba dando vueltas en busca de un aparcamiento, el fastidio de haberse empapado con el aguacero que estaba cayendo y la frustración por haber tenido que cambiar sus planes tras la anulación del concierto.
A pesar de ello, el cómputo de la semana había resultado más que favorable para sus intereses. El asalto a la supercomputadora Clara se saldó con un rotundo éxito. La acción se llevó a cabo a primera hora de la tarde del 3 de noviembre tras analizar que, dos días después de un festivo, los accesos al sistema casi se duplicaban; por lo tanto, contarían con más probabilidades de pasar desapercibidos. Penetrar a Clara fue coser y cantar gracias a que Pílades, tal y como había dicho, consiguió la llave de su cinturón de castidad. Una vez abierto, Hansel la convenció a base de caricias y susurros al oído de que sus intenciones eran legítimas y sinceras. Mientras, Skuld preparó el lecho de sábanas de seda en solo cuatro minutos y catorce segundos. Con todo dispuesto, Orestes se encargó de lubricar de forma remota a Clara sin moverse de su casa y, en apenas seis minutos más, llegaron al orgasmo. Sabía bien dónde tocar, y una vez fumado el cigarro de rigor, se marchó como lo hacen los amantes de una noche: sin dejar rastro alguno.
Así pues, ya tenían en sus manos toda la información que necesitaba sobre sus adversarios —el inspector de homicidios Ramiro Sancho, la doctora especialista en psicolingüística Martina Corvo y el enigmático psicólogo criminalista Armando Lopategui, cuyo expediente estaba marcado con acceso restringido de nivel 1—. Le había provocado un intenso placer leer el historial completo del inspector y comprobar la talla del jugador que tenía enfrente, con una hoja de servicios intachable construida durante su etapa en la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Allí participó activamente en la lucha contra la red de extorsión de ETA y, aunque no lo mencionaba de forma explícita, se podía leer entre líneas que había trabajado durante un tiempo como infiltrado en las filas de Jarrai[44]. En el plano personal, sin embargo, las cosas no le habían ido tan bien. Cuando vio su fotografía, le chocó bastante su aspecto; desde luego, no parecía muy español. No obstante, fue a la doctora a quien dedicó más tiempo. Tras anotar su nombre y dirección, buscó en Internet más información, y encontró varias tesis y trabajos firmados por ella que le resultaron de cierto interés. Leyó casi por completo las trescientas veinticuatro páginas de su tesis La influencia de Juan Ramón Jiménez en la génesis de la Generación del 27, y había empezado a zambullirse en Reflexiones sobre la extensión psicolingüística en las traducciones literarias. La idea de tener una larga charla con la doctora sobre literatura le atraía poderosamente.
Orestes empeñó buena parte de su tiempo en intercambiar información con Pílades. No obstante, el escenario había cambiado y no quiso desvelarle su siguiente paso. Él se percató de ello. Las últimas palabras de Pílades le hicieron pensar: «Si quieres que te acompañe, tengo que saber qué camino coges».
Algo más calmado, Augusto entró en la tienda. En el interior, un chico con rastas discutía airadamente con el dependiente. El tipo de la tienda, con mucho más peso del que podían soportar sus rodillas, hacía grandes esfuerzos por no saltar el mostrador y devorar a ese cliente.
—¿Tan difícil es que entiendas que no nos funciona el sistema? No es que no quiera devolverte el dinero, es que no puedo. Te lo he repetido ya unas cuantas veces.
Augusto aprovechó el momento para intervenir.
—¿Tan difícil es que entiendas tú que nos la suda que no te funcione el sistema? Mira, abres el cajoncito ese, me das mis cincuenta euros y yo te dejo aquí la mierda de entrada que tú me vendiste.
—¡Otro que tal! —exclamó el dependiente, exasperado—. Como le estaba diciendo a él, para poder devolver el dinero, tiene que funcionar el sistema. Si no, la organización no nos lo abona a nosotros.
—¡Es que me importa una mierda que os lo abonen u os regalen un saco de estiércol y os abonéis vosotros mismos! ¡Yo no me voy de aquí sin que me devuelvas mi dinero!
Augusto le sostuvo la mirada al dependiente, que inspiraba y espiraba profusamente por la nariz como un búfalo acorralado. El chico de las rastas dio un casi imperceptible paso atrás cediendo la iniciativa a su nuevo aliado. Justo en aquel momento una voz femenina a su espalda hizo que ambos se volvieran.
—Pues vas a tener que ir sacando más billetes, porque yo te traigo otras dos entradas.
—¡Tócate los huevos! —se lamentó.
Lo primero que le llamó la atención fue el color rojo intenso de su pelo bien cortado y el piercing que llevaba en la nariz, pero aquellos ojos se apropiaron inmediatamente de todo su interés; entre azules y grises, ovalados y algo saltones. Distintos. Ella dulcificó el semblante y le regaló un gesto de complicidad que alimentó su ímpetu reivindicativo.
—Parece que esto se te va a ir poniendo cada vez más feo. Lo más inteligente es que nos devuelvas la pasta antes de que se te empiece a acumular gente en la tienda. Ya me habéis estropeado media mañana para venir hasta aquí, y te aseguro que no pienso volver otro día a comprobar si te funciona o no el sistema. Incluso un tipo como tú debería entenderlo.
—¿Qué coño has querido decir con eso?
El dependiente se apoyó sobre el mostrador y se inclinó hacia delante estrechando la distancia con Augusto que, lejos de achantarse, hizo lo propio antes de responder:
—Quiero decir que, si hubieras estudiado, te acabarías de levantar hace media hora para llegar a tiempo al Consejo de Ministros, y tu mujercita estaría planchándote la corbata y limpiando tus zapatos negros, pero como preferiste leer tebeos a estudiar…, aquí estás, jugándote la carita por unos euros que ni siquiera son tuyos.
Cuando entraron otras dos personas por la puerta, el dependiente claudicó golpeando el mostrador con la mano extendida. Abrió la caja, sacó varios billetes de cincuenta euros y los estrelló contra el mostrador como si fueran piezas de dominó.
—¡Tomad vuestro dinero y desapareced de aquí de una puta vez!
—¿Ves como no era tan difícil? —dijo ella cogiendo su parte.
El chico de las rastas se fue sin decir esta boca es mía, mientras Augusto aguantó la mirada del búfalo durante unos cuantos segundos más. Luego agarró sus cincuenta y se encaminó a la puerta, que ya sujetaba la chica del pelo rojo intenso. En la calle rebotaban con fuerza las gotas que, como kamikazes, se lanzaban en picado y en escuadrón dejando por único legado el sonido de sus colisiones contra el suelo.
—Muchas gracias —le dijo ella—. ¿Me dejas invitarte a un café?
Augusto reparó en su boca. Dientes perfectos, labios gruesos.
—Claro —respondió sin pensarlo.
—Aquí cerca está El Géminis. Habrá que correr.
Los apenas treinta segundos que tardaron en llegar fueron suficientes para que lo hicieran completamente calados.
—¡Qué forma de llover! —renegó secándose la cara con unas servilletas de papel—. Por cierto, me llamo Violeta.
Dudó en la respuesta, pero finalmente, sin saber muy bien el motivo, decidió no esconderse bajo ningún seudónimo.
—Yo soy Augusto.
—Muchas gracias por echarme una mano con ese troll.
Ella todavía jadeaba ostensiblemente.
—Yo también venía calentito, así que me uní a la causa cuando te vi peleando por lo tuyo.
Violeta le devolvió una sonrisa y llamó la atención del camarero con la mano.
La fragilidad de su físico contrastaba con la fuerza que transmitían sus gestos. Vestía un jersey de lana y unos pantalones vaqueros ajustados que delataban su escaso pero bien distribuido volumen. Esa cara de no haber roto un plato debía de tener más edad de la que aparentaba. Unos veintiocho, se figuró Augusto.
—Para mí, un café solo.
—Yo, un cortado con sacarina.
—Te cuidas, ¿eh?
No supo bien qué contestar, y fue en ese momento cuando se percató de que llevaba algunos meses sin hablar con alguien que le pareciera interesante.
—¡Qué putada la suspensión del festival! Me apetecía mucho ir —dijo al fin.
—Pues sí, aunque yo principalmente había comprado las entradas por ver a Iván Ferreiro.
—Se sale, aunque me gustaba más en su época de Los Piratas. También tenía ganas de ver en directo a Lori Meyers, he oído que son buenos.
Augusto sacó un purito y, en lo que encontró el mechero para encenderlo, ella ya se había liado un cigarro perfecto.
—Son muy buenos en directo, sí. Yo les vi en el Sonorama de este año. ¿Te gusta la música indie[45]?
—La verdad es que me gusta casi todo tipo de música. Devoro todo lo que cae en mis manos. La música y la lectura son mis dos grandes pasiones —aseguró él—. Por cierto, no consigo ubicar ese ligero acento tuyo.
—Mi madre es sueca, y se empeñó en que aprendiera a hablarlo desde pequeña.
—¡Qué suerte!, siempre me han llamado la atención las lenguas nórdicas.
—Que se empeñara no significa que lo consiguiera —aclaró ella—. Creo que podría entenderlo si me hablan despacio, pero no soy capaz de pronunciar ni una sola palabra.
Sus ojos, acompasados con unos sutiles e intencionados movimientos de cejas, decían mucho más de lo que expresaba con palabras. Aquellas señales no pasaron desapercibidas para él.
—Seguro que te gusta Love of Lesbian —aventuró ella cambiando de tercio.
—¡¡Muy buenos!! Aquí los llevo, siempre conmigo —dijo mostrando su iPhone—. Sus tres discos, pero con 1999 he de reconocer que estoy algo obsesionado; tiene canciones cojonudas: Allí donde solíamos gritar, Algunas plantas o Segundo asalto.
—Muy buenas todas, sí.
—De Cuentos chinos para niños del Japón, me quedo con La niña imantada, y La parábola del tonto me pone los pelos de punta.
—¿Sensible?
—Solo con las buenas canciones y los grandes libros.
—Interesante.
—¿Has escuchado a Vetusta Morla? —pregunto él.
—Conozco la de… espera.
Violeta se mordió el labio inferior antes de empezar a tararear la canción. Augusto tuvo que controlar el impulso que le empujaba a abalanzarse sobre ella.
—Al respirar.
—¡Esa, esa! —gritó ella apuntándole con el índice.
—Tienes que hacerte con el disco Un día en el mundo, es realmente bueno —sugirió soltando el humo—, y se supone que el año que viene publican un nuevo disco.
—Ahora si me dices que te gusta Bunbury, te llevo al altar —aseguró Violeta.
Augusto emuló a la mujer de Lot en la huida de Sodoma y tardó unos segundos en recomponerse antes de sentenciar:
—Bunbury es el maestro de maestros.
Violeta se limitó a sonreír cediéndole la palabra.
—Héroes fue el primer grupo con el que me obsesioné en mi vida; en la gira de 2007 estuve en los dos conciertos de Zaragoza y en el de Valencia. Al de Sevilla intenté ir, pero al final no pude.
—Yo también estuve en el segundo de Zaragoza. ¡Fue increíble!
—Acojonante, sí. Ahora también me hago con todo lo que saca en solitario.
—¿Sabes qué? Creo que voy a darle un abrazo al troll por haber provocado este encuentro. Hacía tiempo que no me encontraba con alguien como tú.
Augusto solo pudo sostener su mirada. Terminado el segundo café, Violeta dejó la taza de forma repentina sobre la barra.
—¡Por cierto, por cierto! Ya te habrás enterado de que Joe Satriani toca el día 21 en el Polideportivo de Huerta del Rey, ¿no?
Augusto buscó en sus archivos mentales sin éxito. Ese nombre le sonaba mucho, pero no aparecía en los resultados de búsqueda.
—Joe Satriani… —repitió dejando patente su desconocimiento.
—¡No me digas que no has oído a Joe Satriani!
—Pues no te lo digo.
—Yo no me lo pienso perder a pesar de que la persona que iba a ir conmigo me haya dejado tirada. Es uno de los mejores guitarristas de rock del mundo —afirmó—. ¡Aquí, en Valladolid! Es una ocasión única. La revista Total Guitar le colocó en el puesto número siete entre los mejores guitarristas de la historia. Es un fenómeno del tapping, a una y a dos manos.
—Tiene que ser muy bueno, porque Matt Bellamy, de Muse, que está considerado como el mejor guitarrista de la década, está bastante más abajo. Eso sí, dicen que su riff al comienzo de Plug in Baby es uno de los mejores de todos los tiempos. ¿Sabes cuál te digo?
—No caigo, pero lo buscaré en cuanto llegue a casa. Me gusta Muse, pero soy más de Placebo. Brian Molko me provoca sensaciones que no sería capaz de describir.
—¡Pufff! —resopló Augusto—. Lo estás bordando, otro de mis grupos favoritos.
—¡Bueno! —Violeta cerró casi por completo los párpados hasta dejar solo una rendija por la que todavía se veía brillar su pupila color gris azulada—. Entonces, ¿qué? ¿Te apuntas?
Buscó alguna excusa que sonara convincente, pero su locuacidad estaba bloqueada. Acertó a decir «por supuesto» antes de que ella le agarrara por el brazo y tirara de él hacia la puerta.
—Genial. Pues ya que estamos aquí al lado, vamos otra vez donde el troll y le compramos tu entrada con su dinero.
Augusto no se percató de que le estaba tocando hasta que cruzaron la calle.
Ya llovía menos.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias
Con todo el grupo en la calle, Sancho trataba de exprimir al máximo el tiempo que Carapocha «había tenido a bien» concederle para actualizar sus informes y hablar con su gente antes de atender la visita de la madre de la primera víctima, que acudía a él en busca de esperanza. La garra seguía apretando por dentro y no dejaba de preguntarse cómo era posible que hubiera compartido tantos momentos intensos con ese desconocido en menos de una semana. Masajeándose el mentón, tuvo que reconocer que Armando Lopategui le estaba enseñando el sentido de la palabra «camarada».
Tal y como le había dicho, el psicólogo le acompañó a Gernika para ver aquel partido de rugby entre el Bizkaia Gernika RT y el Cetransa El Salvador. Durante las tres horas y media que duró el viaje por carretera, el tema principal de conversación fue, como no podía ser de otra forma, la investigación. Carapocha le relató otros casos con los que, según él, había cierto paralelismo y le habló de cómo trataba de superar la enorme frustración que suponía el fracaso cosechado en muchos de los sucesos en los que había intervenido en el pasado.
Las tonalidades amarillas, marrones y ocres de la planicie castellana se fueron transformando en una interminable gama de verdes en relieve a medida que ganaban kilómetros en dirección al norte. Una vez en la población vizcaína, ya no volverían a tocar el asunto; ni siquiera en el viaje de regreso a Valladolid. Comieron «de potes», y fueron tomando contacto con el ambiente que se vivía en la población antes de dirigirse al campo. Carapocha estaba ensimismado por la atmósfera festiva de la grada de Urbieta, pero sobre todo por la posibilidad de seguir bebiendo cerveza.
Durante el calentamiento, Sancho le hizo un resumen de la trayectoria de ambos equipos. El conjunto local había ascendido hacía solamente dos años, pero contaba con un equipo muy fuerte en delantera y un espíritu muy combativo que había sabido transmitirles su entrenador, un argentino llamado Jorge Giménez. El Salvador, tras hacer una primera vuelta desastrosa de la mano de otro tipo que, en palabras de Sancho, «sabía menos de rugby moderno que yo de cocinar con la Thermomix», estrenaba técnico: Juan Carlos Pérez. Dado que el inspector era seguidor del equipo visitante, Carapocha se hizo repentinamente hincha incondicional de los locales. Durante la primera parte, el inspector se dedicó a exponerle los aspectos clave del juego mientras Carapocha escuchaba con la misma atención con la que bebía. De vez en cuando, le hacía alguna pregunta sobre una acción concreta del juego o se levantaba de su asiento para aplaudir alguna jugada de «los suyos». Estaba disfrutando del partido como un aficionado local más.
En el transcurso de la primera parte, ya se había quedado con los nombres de los jugadores locales más destacados —los argentinos Negrillo, Zabaloy, Bruno Mercanti o Poki Coronel y los de casa: Magunazalaia, Martitegui o los hermanos Urrutia—. De los franjinegros, preguntó los nombres de aquellos que más le llamaron la atención: el samoano Joe Mamea, el medio melé Pablo Feijoo, el calvo Murré y otro de grandes proporciones al que llamaban, indistintamente, Nava o Navas. El marcador parcial favorecía a los visitantes por 6 a 10. Carapocha, sin embargo, se imponía en latas vacías a Sancho por un claro 4 a 2. Cuando se reanudó el partido, ya sabía lo que era una patada a seguir, una touch o un maul, y distinguir entre un ruck y una melé. También le quedó claro que no se podía increpar al árbitro en el rugby, lo que aceptó a regañadientes. El partido se resolvió en los instantes finales por 14 a 13 a favor de los locales para júbilo de Carapocha, que también consiguió la victoria en cervezas frente al inspector por 6 a 4. Cuando el inspector le explicó en qué consistía el tercer tiempo[46], el psicólogo le confirmó que, a partir de ese momento, el rugby se había convertido en su deporte favorito; por delante, incluso, de la gimnasia rítmica. Ya en la sede del club, Sancho se encontró con ilustres veteranos y excompañeros, con quienes compartió mesa y bebida. Mientras, su acompañante aparecía y desaparecía entre la muchedumbre departiendo con los parroquianos sobre quién sabe qué. Incluso, se encontró con un vecino suyo de Plentzia que resultó ser el gerente del club y que le aseguró que algún día el nombre de Gernika se pasearía por Europa. Luego insistió en que se quedaran a cenar con ellos y no supieron decir que no. Aguantaron hasta las tres de la mañana, momento en el que tuvieron que batirse en retirada después de haberse dejado llevar por los excesos. Eso sí, se fueron sin hambre y sin sed.
El domingo, Carapocha insistió en enseñar a Sancho todos los recovecos de su Plentzia, alternando conversaciones sobre el rugby y la idiosincrasia y gastronomía vascas con preguntas sobre las relaciones amorosas de Sancho. Nagore y Martina subieron a la palestra para bajar de ella con distinta suerte. En el viaje de vuelta, el psicólogo se adentró en los dominios de Morfeo cuando aún no habían salido de Gernika. El policía condujo dando rienda suelta a sus cavilaciones y antes de llegar a Burgos ya había llegado a la conclusión de que no recordaba un fin de semana tan bien aprovechado y divertido en los últimos años.
Sancho volvió al presente rescatando su mirada, que tenía perdida en el monitor, para repasar las últimas anotaciones que acababa de hacer en su cuaderno. Tenía que reflejar los escasos avances de la investigación en el informe que iba dirigido a Mejía y Travieso. Nada se sabía del origen de la pistola Taser, y las averiguaciones sobre el proceso de adopción de Mercedes Mateo estaban en punto muerto. La principal línea de avance en el caso se centraba, en ese momento, en la detención de un sujeto cuya descripción plasmada en un retrato robot había sido corroborada por un vecino como la del operario que había sido visto merodeando cerca de la casa de la segunda víctima.
Sin embargo, la realidad era bien distinta, pero no la dejaría por escrito en un equipo al que tenía acceso el principal sospechoso. Peteira había elaborado un listado con cuarenta y tres nombres a partir de la información proporcionada por la central de Correos. Se les había requerido información sobre los propietarios de apartados de correos en Valladolid que hubieran recibido algún envío procedente de los veinticuatro países en los que se podía comprar, vía Internet, una pistola Taser X26. Esos nombres se cruzaron posteriormente con la base de datos de fichados, y se habían obtenido cinco resultados. Por su parte, Matesanz había conseguido averiguar en el Registro Civil que Mercedes Mateo Ramírez y Santiago García Morán habían tenido un hijo el 22 de marzo de 1978: Gabriel García Mateo. En el Juzgado N.º 1 de Valladolid, encontró documentación con fecha 17 de septiembre de 1984 sobre la retirada de la custodia y patria potestad a la madre por malos tratos. Cuando leyó que el niño tenía lesiones en las manos causadas por alfileres, acudió al segundo poema y encajó las piezas.
Tropiezo en mi vida, cuando era niño,
me mató tu aguja, tu odio con saña.
Enterraste mi alma; yo, mi cariño.
Tenía muy claro que Gabriel García Mateo era Gregorio Samsa, pero la pista del niño se perdía con la adopción y no encontraron nada sobre sus padres adoptivos. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Mientras se preguntaba quién podría hacer desaparecer no solo archivos electrónicos, sino también físicos sobre una adopción, sonó su teléfono móvil. No tenía el número registrado, pero algo le hizo aceptar la llamada.
—Sancho.
—Soy Bragado. —Acto seguido, se autentificó con un sorbido nasal.
El inspector maldijo en el acto haber hecho caso omiso a su presentimiento.
—Bragado. ¿Qué tripa se te ha roto ahora?
—Vamos a dejarnos de tonterías, por favor. Necesito hablar contigo, estoy donde Luis.
—¡Joder, Bragado!, ¿no te dejé claro que te quería fuera del caso? No tengo tiempo para darte más explicaciones. Ya sabes, a buen entendedor…
—Pocas palabras bastan —completó su predecesor—. Ya me lo conozco, pero vas a tener menos tiempo aún si hago una llamadita a mis amigos de la prensa para contarles que tenemos un posible asesino en serie en la ciudad.
La amenaza no encontró respuesta.
—No pretendo dificultar las cosas. Creo que ya te he demostrado que solo quiero ayudar, nada más.
—¡Una puta mierda, Bragado, tú siempre buscas algo a cambio! ¿Qué quieres de mí?
—Quiero demostrar al cuerpo en general, y a Mejía en particular, que se confundieron conmigo. Sigo muy jodido por todo aquello. Únicamente te robaré unos minutos. Vamos, Sancho, me la debes.
—¡Yo no te debo absolutamente nada! —voceó justo antes de advertir que tenía la puerta abierta—. Bragado, dame quince minutos.
—Aquí te espero.
Sancho golpeó el móvil contra la mesa y se masajeó las sienes con los ojos cerrados. Se levantó maldiciendo y se dirigió al despacho de Mejía. A los ocho minutos, salió de allí compungido, cariacontecido y con un nudo marinero por estómago. El comisario le había comunicado con aparente sosiego que tenía que ingresar en el hospital Río Hortega al día siguiente para someterse a un tratamiento de quimioterapia y radioterapia por unas manchas en el pulmón que le habían detectado hacía un par de semanas y de las que ya tenían el veredicto: cáncer de pulmón en estadio IIIA extendido por los bronquios y el diafragma. Nunca sabía qué decir en ese tipo de situaciones, pero consiguió balbucear:
—Antonio, no te preocupes por nada de lo que ocurra aquí dentro, solo concéntrate en salir de esta.
Cuando le estrechó la mano para despedirse, Sancho percibió algo distinto en la mirada de ese hombre que acumulaba sudor frío en las palmas y al que le temblaba el pulso. Era miedo.
Antes de entrar en El Mesón Castellano, tradicional centro de operaciones de los tiempos muertos de los habitantes de la comisaría, se prometió que no le contaría nada a Bragado sobre la enfermedad de Mejía. Apenas hubo empujado la puerta, el olor de la tortilla de patatas y el de los torreznos hicieron que su estómago se activara. Apalancado en la barra pudo distinguir el volumen de ese hombre con apariencia de homínido dispuesto a amargarle los siguientes minutos de vida. Bragado estaba enterrando su penúltima colilla entre los cadáveres de lo que, hacía menos de cuatro horas, había sido un paquete de Winston. La barba sin afeitar de casi una semana y reconocer la misma ropa que llevaba puesta el día en que le destapó lo de Samsa fueron alarmas que obligaron a Sancho a guardar una más que prudente distancia de seguridad olfativa.
—Gracias por venir. ¿Qué vas a tomar?
—Café solo. Todavía no sé qué hago aquí, pero estoy seguro de que, cuanto más tiempo pase contigo, más probabilidades tengo de meterme en un gran lío. Te agradecería que fueras muy concreto, no tengo mucho tiempo.
—Mira, a mí me retiraron antes de lo debido, lo sabes. Necesito que comprendas que he dedicado toda mi vida al cuerpo, y que es lo único que sé hacer. Llevo años levantándome por la mañana sin saber a qué coño dedicar las horas. Mi hija voló del nido hace ya tiempo, y con mi ex no tengo más trato que la llamada mensual para recordarme que le haga el ingreso de la pensión.
Sancho le escuchaba atentamente, sin interrumpirle, tratando de detectar algún signo que le indicara si estaba siendo sincero o no. Hasta el momento, no pudo apreciar nada delatador.
—Es cierto que me salté ciertas normas en mi última etapa como inspector, pero, sobre todo, me salté a Mejía —confesó—. Desde que se plantó con su saco de huesos y su cara amarillenta en el despacho del comisario, trató de imponer sus normas, pero ya había unas normas, y funcionaban.
«Bragado’s rules», pensó Sancho.
—Siempre fue muy burocrático, seguía el maldito manual de procedimientos punto por punto, y eso ralentizaba mucho el avance en mis casos. Los primeros meses conseguí amoldarme a duras penas, pero fue a los dos años cuando tuvimos el primer desencuentro importante en un caso muy claro de violencia doméstica en el que no éramos capaces de encontrar el arma del crimen para incriminar al marido. Te aseguro que era tan culpable como la peste bubónica. Al poco tiempo, apareció la maldita arma en un contenedor de obra a tres calles del domicilio del matrimonio.
—¿Apareció?
—Apareció, sí. El caso es que el marido terminó confesándolo todo, y nos indicó dónde la había tirado. Una figura de bronce con la que le abrió la cabeza por tres sitios.
—Confesó. Ya me han hablado de tus métodos en los interrogatorios.
—Confesó y punto —precisó aspirando el contenido de su nariz—. Era culpable y no podía permitir que se fuera de rositas, ¿vale?
—Y Mejía se enteró.
—Así es. Puso el caso en manos de Asuntos Internos, pero yo tenía un buen amigo ocupando un alto cargo político que consiguió que solamente me abrieran expediente disciplinario.
—Muy bien, Bragado, pero ¿qué tiene que ver este caso con rencillas del pasado entre Mejía y tú?
—Mejía es un hombre muy testarudo, ya le conoces. No pararía hasta que consiguiera largarme y, al final, lo consiguió. De no ser así, todavía me quedarían tres años de servicio y estaría al frente del caso más importante al que me hubiera enfrentado en toda mi carrera. ¿Lo entiendes? —Agitó su paquete vacío y alargó la mano para coger un Camel ajeno que reposaba desprevenido en la barra—. Solo quiero ayudar, sentirme partícipe de la investigación, aunque sea off the record.
—¿Crees que vas a conseguir algo amenazándome con ir a los medios? —cuestionó Sancho estrechando la distancia de seguridad y verificando que el del tabaco no era el único olor que despedía Bragado.
—Siento haberlo hecho, pero necesitaba hablar contigo. Dime a quién estamos buscando y no te molestaré más. Yo me moveré al margen, te aseguro que me quedan muchos contactos en la calle que podrían ayudarnos.
Escuchar a Bragado expresarse en la primera persona del plural le produjo un escalofrío que le obligó a encogerse de hombros. El inspector inspiró al tiempo que se frotó con saña la barba antes de contestar. Valoró la probada capacidad de su predecesor como investigador frente a los riesgos de hacerle partícipe del caso.
—Dos normas: solo hablarás conmigo y me contarás al instante todo lo que averigües. ¿Está claro?
Bragado asintió. Sancho terminó su café y pagó.
—Vamos a dar una vuelta.
Una vez fuera, Sancho le contó, mientras trataba de no meter el pie en alguno de los charcos que había dejado la lluvia caída esa mañana, que habían comprobado que, efectivamente, Gregorio Samsa era una identidad falsa y que estaban seguros de que la descripción física no se ajustaría a la del sospechoso. Casi tenían la absoluta certeza de que la segunda víctima era su madre natural, pero la pista del niño se perdía en el momento en que fue entregado en adopción. No le pasó desapercibida la expresión de Bragado cuando le reveló el nombre del niño, pero no entendería la razón sino hasta muchas semanas después.
Se despidió de él con un «recuerda lo que te he dicho», y puso rumbo a su despacho sin saber muy bien si se arrepentiría antes o después de lo que le había contado. Culminó la mañana entre medias verdades y mentiras piadosas tratando de sembrar confianza en el terreno de angustia de María Santos, la madre de la primera víctima. No lo consiguió. Luego dedicó la tarde a tratar de encontrar nuevas vías de investigación con Carapocha. Tampoco lo consiguió.