Que no sea todo mentira
o en su defecto no lo parezca

Jefatura Superior de Policía

Calle Felipe II

3 de noviembre de 2010, a las 9:40

Un fuego cruzado de miradas estaba teniendo lugar en la acristalada sala de juntas. En sus trincheras, los subinspectores Álvaro Peteira y Patricio Matesanz, el jefe de la Brigada de Investigación Tecnológica, Carlos Aranzana, el comisario Antonio Mejía, el comisario provincial Francisco Travieso, la juez Aurora Miralles, el inspector jefe de la Policía Científica, Santiago Salcedo, el forense Manuel Villamil, el subdelegado del Gobierno, Pablo Pemán, y el inspector del cuerpo de Homicidios, Ramiro Sancho, esperaban la llegada del psicólogo criminalista para iniciar las hostilidades.

Sancho examinaba desde su posición las del resto de contendientes mientras jugaba con los pelos de su barba. El subdelegado del Gobierno, de traje y corbata, hacía mención de un titular del periódico al comisario provincial Travieso y a la juez Miralles, visiblemente alterado. Peteira y Matesanz hablaban entre ellos en voz baja. Santiago Salcedo y Manuel Villamil intercambiaban observaciones sobre el último informe del forense y Carlos Aranzana se entretenía con su móvil de última generación. Mejía, por su parte, tenía la mirada perdida en la única ventana de la sala que daba al exterior.

—Buenos días, señores.

Todos, excepto Mejía, se volvieron hacia la puerta por la que apareció Carapocha con su peculiar balanceo y sonriendo sin enseñar más dientes que su colmillo. La juez Miralles no pudo ocultar su asombro por la discordancia entre la indumentaria del especialista y la edad que aparentaba. Cuando sus ojos se encontraron, se escrutaron antes de devolverse el saludo.

—Disculpen el retraso, pensé que el inspector Sancho tendría a bien pasar a buscarme por el hotel —declaró sin cambiar el gesto y guiñando el ojo izquierdo al aludido.

El inspector le devolvió el guiño tratando de encontrar el parecido con ese rostro que le venía persiguiendo desde el primer momento en que lo vio. Como en el resto de ocasiones, no obtuvo resultado alguno.

El psicólogo dejó la cartera encima de la mesa y ocupó la única silla vacía, entre Sancho y el comisario provincial Travieso. El subdelegado del Gobierno tomó la palabra para hacer las pertinentes presentaciones de los asistentes y continuó diciendo:

—Bien. Cumplido el trámite, creo que deberíamos acometer el asunto por el que nos hemos reunido hoy aquí sin perder un solo minuto. Tenemos con nosotros a Armando Lopategui, psicólogo criminalista y especialista en la investigación de casos similares al que nos toca enfrentarnos. En el dossier que tenéis delante, podréis comprobar su grado de formación y experiencia en la materia. Sin ánimo de parecer condescendiente, debo decir que tenemos la suerte de contar con uno de los mayores expertos del mundo en el estudio del comportamiento de los asesinos en serie.

Pablo Pemán acompañaba aquel discurso con un estudiado y oportuno movimiento de manos. Sentado, no lucía sus casi ciento noventa centímetros. De facciones casi rapaces y piel morena, trataba de endurecer el tono para cargar de solemnidad sus escogidas palabras. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y la mirada forzadamente oblicua, intentaba mostrar su preocupación por los violentos hechos acontecidos durante las últimas semanas en «su» ciudad.

Mientras, Carapocha centraba su atención en cada uno de los rostros que tenía ante sí esperando pacientemente a que el político dejara de hablar. Al cabo de unos minutos, Pemán cedió la palabra al comisario provincial Travieso. Su tono de voz, agrietado y titubeante, contrastaba con la solidez del subdelegado Pemán.

—Si les parece, voy a hacer un resumen de la situación en la que nos encontramos a día de hoy. Tenemos dos homicidios cometidos, a todas luces, por el mismo individuo; las víctimas, una joven de veinticinco años y una mujer de cincuenta y dos, presentaban mutilaciones y no hemos hallado las partes sustraídas de los cuerpos. En ambos casos, se han encontrado poemas que están siendo estudiados con el objeto de conseguir información que pueda conducirnos hasta el autor de los mismos, que entendemos que es el mismo sujeto que perpetró los crímenes. Tenemos un sospechoso que se hace llamar… —miró sus anotaciones— Gregorio Samsa, que es la persona que supuestamente encontró el cuerpo de la primera víctima y dio aviso a la policía. Según se ha probado ya —prosiguió Travieso—, mintió en su declaración y ni su nombre ni su empresa existen. Bueno, rectifico, el nombre sí existe como personaje de un libro de… Kafka —volvió a leer— y su empresa la bautizó con el nombre de su obra principal. Se ha cursado una orden de detención y se ha pasado la descripción física con el retrato robot elaborado a partir de la descripción de los agentes que le tomaron declaración. Según nos han informado esta misma mañana, un vecino de la segunda víctima asegura haber visto unos días antes por el barrio a un operario cuya descripción se corresponde con la del sospechoso. Este es el individuo.

Travieso levantó el retrato robot de un hombre de unos treinta años, rostro cuadrado, peinado con raya al medio, cejas pobladas y rectas, gafas de pasta negra, ojos claros, nariz ancha y respingona, labios gruesos, mentón cuadrado y perilla bien cuidada.

—Señor —intervino Sancho—, dudo mucho que ese sea el aspecto real de nuestro sospechoso.

—¿Por qué motivo?

—Porque normalmente, y a no ser que seas un experto en reconocimiento facial, los humanos no recordamos los rostros por partes, sino como un conjunto de rasgos. El problema es que un retrato robot se hace justamente por partes. Cabeza, ojos y cejas, nariz y labios, es decir, la suma de muchos elementos que no pueden ser recordados con exactitud. Además, no creo que un tipo que ha tenido los santos huevos, y disculpen la expresión, de venir a declarar a comisaría no haya tomado la precaución de montarse un buen atrezo.

—Eso, en el caso de que el sospechoso diera por hecho que íbamos a darnos cuenta del engaño. ¿No cree? —expuso Travieso levantando una ceja de forma ostensible.

—Señor, le puedo asegurar que este tipo está jugando con nosotros. Diría que conoce bien el procedimiento de investigación policial y que se mueve varios pasos por delante.

—En este punto, yo debería informar a los presentes de algo importante —expuso con timidez Carlos Aranzana, de la BIT, ajustándose las gafas con el dedo índice— que podría reforzar esa teoría. Ayer de madrugada terminamos el diagnóstico de los sistemas que, como ya saben, han sido vulnerados en las últimas horas. No tenemos buenas noticias, el ataque es serio y puedo asegurar que no ha sido perpetrado por un aficionado. Hemos seguido el rastro y, aunque nos va a resultar casi imposible dar con el origen, hemos cortado el acceso y colocado señuelos por si se les ocurre volver a entrar. Cosa que dudo —añadió.

—¿A qué información han accedido? —preguntó la juez Miralles.

—Destruido —matizó el informático—. El ataque tenía como objetivo eliminar cualquier dato relacionado con el número del DNI de la segunda víctima, su nombre y el de su hijo. Todos esos documentos fueron infectados con un virus que inutiliza el archivo en el momento en que se ejecuta. Lamentablemente, solo nos quedan los datos custodiados en Clara; exclusivamente, el DNI de la difunta.

—Veo que nos enfrentamos a un rival muy complicado —intervino de nuevo la juez—. Capaz de violar nuestros sistemas, de falsificar documentos oficiales, de escribir poesía y con los arrestos de mostrarse físicamente ante nosotros.

—¡Está riéndose de nosotros! —exclamó Pemán.

—Ahí se equivoca, señor… —participó el psicólogo haciendo una mueca exculpatoria.

—Pemán, Pablo Pemán.

—Eso. Le puedo asegurar, señor Pemán, que su propósito no es otro que obtener información sobre su rival. Es decir, sobre nosotros. Él sabe bien que no gana nada mofándose. La burla es, precisamente, el hecho de que siga actuando con impunidad. Si cometemos el error de menospreciarle, estaremos dándole más ventaja. Todavía más ventaja —precisó.

—Bueno. Quizá sea el momento de que nos dé su punto de vista sobre el caso, señor Lopategui —sugirió el subdelegado del Gobierno.

—Con mucho gusto, pero, por favor, señor Lopategui no. Armando o Carapocha, como figura en el informe. De señor tengo poco o nada —aclaró mientras se frotaba los ojos con las manos y se acomodaba en la silla—. Me van a disculpar si no me encuentran hoy muy brillante, he dormido pocas horas porque he estado estudiando el caso.

Sancho esbozó una tenue sonrisa que fue malinterpretada por Pemán y por Travieso.

—Lo primero que tengo que decirles es que mi único papel aquí es el de elaborar un perfil psicológico que nos ayude a conocer a quien está cometiendo estos crímenes con el objeto de que los investigadores puedan anticiparse a su siguiente movimiento. Dicho esto, y ya que se ha mencionado el término, me gustaría aclarar que aún no podemos calificar al sujeto de asesino en serie, ya que, hasta la fecha, pensamos que solamente ha cometido dos asesinatos, y no se le puede considerar como tal hasta que no cometa el tercero en un lugar y período temporal distinto.

—Parece que da por hecho que va a seguir matando —intervino la juez Miralles.

—Es más que probable. Antes, hizo mención a los arrestos que tuvo Samsa y, sin querer quitarle mérito, le diré al respecto que es frecuente que un asesino en serie participe en la investigación, bien como testigo o incluso ayudando a la familia en la búsqueda de la víctima desaparecida durante semanas o meses, por poner un ejemplo. Les gusta regocijarse de la desgracia ajena desde dentro.

—Ha dicho antes que es muy probable que vuelva a matar. ¿Podría establecer algún porcentaje? Creo que es importante que podamos cuantificar los riesgos —solicitó Travieso.

Carapocha se giró a su derecha para contestar al comisario provincial y, con gesto solemne, aseveró:

—Exactamente, del cincuenta por ciento.

—¿Exactamente?

—Eso he dicho. Puede que vuelva a matar o puede que no.

En la sala se hizo un silencio incómodo, como si alguien hubiera pulsado el pause. Solo se movían las miradas, transitando en la misma dirección, buscando una reacción en el comisario provincial que llegó en forma de evolución cromática. Pasó con más vergüenza que gloria por toda la paleta del rojo: rojo fresa, rojo llama, rojo cereza, rojo ladrillo, rojo carmín, rojo burdeos y granate antes de teñir su rostro con el color purpurado cardenalicio. Sancho puso todo su empeño en retener la carcajada que se estaba criando en su interior, cuya presentación en sociedad estaba a punto de producirse. Carapocha retomó la palabra para alivio del inspector:

—Disculpe la broma. No se puede establecer ningún porcentaje aproximado, aunque yo me inclino a pensar que volverá a intentarlo basándome en los informes de la investigación y en mi propia experiencia. Lo que no podemos saber es cuándo lo hará ni qué tipo de víctima seleccionará.

Travieso no pareció satisfecho con la disculpa, lo cual fue advertido por el psicólogo criminalista que aparentaba estar disfrutando.

—No obstante —continuó—, si lo que me pide son números, yo tengo unos cuantos que seguramente le resultarán de interés. Mire, los asesinatos en serie suponen el uno por ciento del total de crímenes violentos del mundo. Casi el noventa por ciento de los mismos es cometido por varones con una horquilla de edad comprendida entre los veinticinco y los treinta y cinco años. En la actualidad, más del noventa por ciento de los asesinatos en serie se produce en países altamente desarrollados; tres de cada cuatro, en los Estados Unidos. Más datos: el sesenta y cinco por ciento de las víctimas de estos serial killers son mujeres, y casi el noventa por ciento son de raza blanca. No obstante, hay notables excepciones, como los más de treinta asesinatos perpetrados entre 2006 y 2009 por una brasileña de diecisiete años con un cuchillo; todos hombres. Para terminar, del total de asesinatos en serie cometidos en Estados Unidos, el cincuenta por ciento, es justo la mitad —remató.

—¿No te encanta este tipo? —cuchicheó Sancho al oído de la juez Miralles.

—Ahora bien, ¿de qué nos sirve conocer estos datos? De muy poco, diría yo. Creo que deberíamos centrarnos en otras cuestiones más importantes, señor.

A pesar de su marcado acento, Carapocha hablaba con tal firmeza y de forma tan convincente que los asistentes permanecían inmóviles con sus miradas fijas en los ojos grises del psicólogo. Era como si estuvieran disfrutando de un proceso hipnótico.

Al no existir respuesta ni objeción en el foro, siguió hablando:

—Entonces —dijo retomando la palabra—, ¿qué información es la que realmente nos interesa y nos urge conocer? —Alargó la pausa como esperando una respuesta que sabía que no iba a llegar—. Aquella que nos aporte datos específicos sobre el individuo al que nos enfrentamos. Más concretamente, de los motivos por los que mata. Si entendemos esto, podremos ser capaces de llegar a la tipología de la víctima y tendremos alguna oportunidad de anticiparnos. De otra forma, solo podemos esperar a que cometa algún error que, dicho sea de paso, suele ser la forma habitual en la que terminan las carreras de los asesinos en serie.

—Bonito panorama —concluyó Pemán.

—¡Y tanto! —refrendó Travieso.

«Como canta el abad, responde el sacristán», juzgó Sancho.

—No nos alarmemos. Con el tiempo, estos sujetos se sienten más cómodos y dejan de tomar tantas precauciones; en ese momento, la probabilidad de que cometan un error aumenta considerablemente.

—En resumidas cuentas, que lo más probable es que, hasta que no cometa un error, no vamos a dar con él —intervino por primera vez Mejía.

—Eso es, comisario. Para no haber hecho otra cosa que estar mirando todo el rato por la ventana, ha entendido usted perfectamente —expuso el psicólogo adoptando la sonrisa del joker.

Mejía paladeó la acusación y le devolvió una mirada gélida antes de replicar:

—Siendo así, será mejor que saquemos unas cartas y no perdamos el tiempo con estas chorradas. ¿Reparte usted?

—Si no hay alcohol, no juego a las cartas. Lo siento, pero permítame que le diga algo: que seamos conscientes de que un error del asesino sea la forma más probable de detenerle no quiere decir que tengamos que entretenernos jugándonos las nóminas al póquer. Tenemos que hacer todo lo posible para forzarle a cometer ese error cuanto antes. Esta es la clave, señores, y el resto no es más que abono para el campo.

La juez Miralles asintió la primera y su entusiasmo se contagió al resto como una ola en el Estadio Azteca.

—Bien —intervino Sancho cuando le llegó la ola—. Por tanto, no difiere mucho de cualquier investigación criminal.

—¡Exacto! —contestó Carapocha señalando con el índice al inspector—. Tenemos que centrar nuestros esfuerzos en establecer el móvil para clasificar a nuestro sujeto como asesino visionario, misionario, hedonista, lúdico o dominador. Según mi criterio, y basándome en los poemas que «nos dedica», yo diría que tiene mucho de hedonista, pero normalmente están presentes más de una de estas características. Una de ellas, eso sí, más marcada que las demás. Es posible que tenga algo de lúdico también.

—¿Quiere decir que la diversión es lo que le mueve a matar? —preguntó Pemán.

—Es muy probable, sí. O puede que el hecho de matar le inspire para elaborar sus poemas. En estos momentos es difícil de asegurar pero lo cierto es que se arriesga a dar la cara, aunque sea disfrazado, y que viola los sistemas de seguridad de la policía sabiendo que cabe la posibilidad de dejar rastro. Si planteamos esta investigación como una «cacería», tenemos que asumir que nuestra «presa» conoce mejor el terreno que nosotros y que nos lleva bastante ventaja, aunque esto no quiere decir que no podamos atraparle. Ya sabemos algo importante sobre su comportamiento, lo cual nos va a permitir soltar a nuestros perros en las zonas en las que pensamos que podría moverse.

—¿Puede explicarse mejor? —pidió la juez Miralles.

—Desde luego. Tenemos los informes de la Policía Científica sobre los escenarios, del forense sobre el tratamiento a las víctimas y de la investigación policial sobre su modus operandi, todo lo cual nos permite clasificar al sujeto como un criminal organizado. La mala noticia es que enfrentarse con este tipo de asesinos requiere más ingenio que en el caso de los desorganizados, ya que es menos probable que cometa errores. ¿Qué sabemos? Primero, que actúa con premeditación. El último asesinato es una prueba irrefutable, porque sabemos que planificó el asalto a la vivienda y que esperó pacientemente a que llegara su víctima.

—Sin embargo —objetó Sancho—, no tenemos tan claro que la elección de la víctima fuera premeditada en el primer asesinato; es más, todo parece indicar que no fue así.

—Es posible, pero la premeditación en estos casos se entiende como el deseo o la necesidad de matar. El caso de John Wayne Gacy, el payaso Pogo, es un ejemplo muy esclarecedor. Este sujeto se disfrazaba de payaso para amenizar fiestas de niños, y era reconocido por todos cuantos le rodeaban como un hombre afable y con mucha mano para entretener a los más pequeños. Pues bien, cuando tenía la necesidad, salía de su casa con la intención de matar; algunos días lo conseguía, y otros no. La víctima era lo de menos, el fin último era su secuestro, tortura, violación y asesinato. Total, treinta y tres jóvenes, de los cuales veintiocho enterrados en el sótano de su casa. Por cierto, le cazaron al comprobar el origen del hedor que inundaba el vecindario.

—Treinta y tres, ¡carallo! —repitió Peteira.

—Continúo. Segundo, el asesino organizado tiene dotes para la persuasión y el engaño, por lo que suelen ser personas que cuidan su aspecto físico y sus modales para no generar rechazo en sus futuras víctimas. Tercero, dispone de sus propios medios para perpetrar los asesinatos; en nuestro caso, la pistola paralizante, las herramientas para el cuidado de bonsáis, la cinta adhesiva y la bolsa de plástico, que sepamos hasta ahora. Esto nos lleva a pensar que, con el tiempo, nuestro asesino saldrá de casa bien pertrechado por si le surge la oportunidad; el coche suele ser el sitio perfecto para tal fin. Cuarto, se preocupa por ocultar pruebas incriminatorias; prueba de ello es que no se recogieran restos de ADN en ninguno de los escenarios ni en las propias víctimas. Quinto, suele ocultar los cadáveres. No es así en nuestro caso, y esto me preocupa bastante. —Hizo una pausa esperando alguna reacción que encontró en la elevación de cejas del subdelegado Pemán—. El hecho de que no le importe que encontremos los cadáveres es un claro indicador de la seguridad con la que él cree que actúa, y esto favorece que aparezcan más víctimas. Sexto, trata de conservar a la víctima con vida durante el mayor tiempo posible. Sabemos por el informe forense que torturó a la segunda. Con respecto a la primera, no podemos asegurarlo. Decía Carl Gustav Jung, una eminencia en psicología analítica, que el hombre sano no tortura a otros; por norma, es el torturado el que se convierte en torturador. Es más que probable que nuestro sujeto haya sufrido malos tratos durante su niñez. Sexto… —remarcó antes de hacer una nueva pausa.

—Séptimo —corrigió Mejía sin dejar de mirar al exterior.

—Me alegra comprobar que todavía hay alguien que sigue atento. Gracias, comisario.

—De nada.

El comisario provincial Travieso hizo un gesto de desaprobación que fue inmediatamente respondido con un guiño de Carapocha antes de proseguir:

—Séptimo, suele llevarse «recuerdos» de sus víctimas. Trocitos de carne. Que no se hayan encontrado los restos amputados genera una serie de incógnitas. ¿Por qué mutila? No parece que sea por sadismo, ya que lo hizo post mórtem en ambos casos. ¿Necrofilia? Podría ser, aunque yo me decantaría más por factores de desfeminización de sus víctimas, ya que deja los cuerpos a la vista de cualquiera. ¿Y qué hace con los trocitos de carne que se lleva? ¿Canibalismo? Hay muchos más casos de los que pensamos. ¿O son solo souvenirs? Al margen, en la segunda poesía nos dice que ha arrebatado un tesoro a su segunda víctima. ¿Qué es? No sabemos. Como habrán comprobado ya, hay muchas cosas que no sabemos, pero también hay algunas importantes que sí.

—Aquí, la cuestión es saber cómo sacar provecho de la información que tenemos —apostilló Sancho.

—Eso es. Hay que ir encajando piezas, el objetivo es poder anticiparnos. Prosigo para no perder el hilo. Si partimos del hecho de que es un asesino organizado, podemos afirmar casi con total seguridad que nos encontramos ante un psicópata o un sociópata o, como escriben ahora algunos afamados colegas míos en sus manuales superventas, un sujeto que sufre un trastorno de la personalidad antisocial: un TPA —dijo como sacando un cartel invisible con la mano y mirando al infinito.

—¿Podría decirnos cuáles son las diferencias entre uno y otro? —preguntó Pemán.

Carapocha clavó sus ojos grises en el techo y cogió aire.

—Temía que fuera a llegar esta pregunta. Verán, podría hablarles de las distintas teorías que existen sobre las diferencias que hay entre los psicópatas y los sociópatas, pero estaríamos desviándonos del meollo de la cuestión. Sin embargo, no quisiera dejarle sin su respuesta, así que podría decirle de forma esquemática que la diferencia principal radica en el camino que siguen unos y otros. Me explico, parece ser que la psicopatía tiene un común denominador en la herencia genética. Es decir, el psicópata sufre un funcionamiento deficiente de su actividad cerebral que le empuja a tener comportamientos antisociales. En la sociopatía, por el contrario, parece no existir esa componente genética, y es el entorno social el que hace que el sujeto se rebele en su contra de forma violenta.

—¿Parece ser? —recalcó Manuel Villamil—. Cuando yo estudiaba se aseguraba que la psicopatía iba siempre asociada a la herencia genética.

—Efectivamente, y por eso he hecho énfasis en esa palabra porque, bajo mi criterio, estas teorías no están lo suficientemente probadas; depende de la «eminencia» a la que leas. Se supone que un psiquiatra debería tratar a un psicópata y un psicólogo a un sociópata, pero esto tampoco se cumple. Cuando yo lo estudié, y creo que somos de la misma quinta aunque de distinta escuela —sostuvo mirando al forense—, les denominábamos a todos psicópatas y punto.

—Cierto —confirmó Villamil.

—Por tanto, como decía antes, esta distinción carece de importancia para la investigación, ya que, en ambos casos, los comportamientos son coincidentes. Así, vamos a obviar ambos términos y vamos a referirnos a ellos como los definió un colega y buen amigo mío cubano, el doctor Sanz Marín, que no es ninguna eminencia pero sí muy brillante con la dosis adecuada de ron; los TPA: trastornados pero astutos —expuso tratando de imitar el acento cubano—. ¿De acuerdo?

Nadie se opuso. Bebió agua directamente de la botella y prosiguió:

—Lo primero que habría que considerar es que ni todos los TPA son asesinos en serie ni todos los asesinos en serie son TPA. Les puedo asegurar que hay muchas clases y subtipos. En ambos casos, se trata de un proceso evolutivo que puede manifestarse antes o después. Tenemos asesinos en serie muy prematuros, como es el caso del Petiso Orejudo en Argentina, o los cada vez más habituales de menores que, una mañana, acuden al instituto armados hasta los dientes y se llevan por delante al mayor número de compañeros posible antes de ser abatidos o suicidarse. Los hay también muy tardíos, como el reciente caso de la Reme, que asesinó a cuatro ancianas en Barcelona. No constaban antecedentes hasta que empezó su carrera de asesinatos a los cincuenta años, si no recuerdo mal. En el caso que nos ocupa, nuestro sospechoso ha decidido empezar su carrera ahora, con unos treinta o treinta y cinco años según la descripción de los agentes que le tomaron declaración. Muy joven. Muy peligroso —recalcó.

—¡Y tanto! —dijo la juez.

—¿Ustedes saben quién era Manolito Delgado Villegas? —preguntó Carapocha.

No hubo respuesta.

—Lo suponía. ¿Y si les digo que es uno de los mayores asesinos en serie de la historia contemporánea y que nació en Sevilla en 1943? —El psicólogo hizo de nuevo una pausa con tintes cinematográficos—. Me van a permitir que les ilustre; y también voy a pedirles disculpas. Seguro que algunos habrían levantado la mano si les hubiera preguntado por el Arropiero. Lo que les puedo asegurar es que, si este tipo hubiera nacido al otro lado de los Pirineos, se habrían escrito cientos de libros sobre él y se habrían rodado varias películas contando su historia, y tendría millares de admiradores si llega a tener pasaporte norteamericano. Pero ustedes, los españoles, por no saber valorar lo suyo, no aprecian ni a sus asesinos en serie más distinguidos.

Un murmullo generalizado se adueñó de la sala.

—Este hombrecillo de apenas un metro sesenta y bigote a lo Cantinflas que, además, era analfabeto, tartamudo y disléxico, fue capaz de asesinar a más de cuarenta personas en apenas diez años. Cuando le echaron de la Legión, donde por cierto aprendió el golpe en la tráquea con el que mató a la mayor parte de sus víctimas, se dedicó a recorrer la geografía española viviendo como un mendigo y ganándose la vida como… ¿Cómo llaman aquí a los prostitutos?

—Chaperos —apuntó Peteira acertadamente.

—Premio. Este chapero, que fue sembrando de cadáveres su periplo, nunca levantó sospechas. Llegó a matar incluso en Francia, y digamos que no tenía una motivación especial ni una tipología de víctima marcada. Hombre o mujer, de cualquier edad y condición, todos eran perfectamente válidos. Mataba por notoriedad. Básicamente, para ir sumando víctimas a su currículum y convertirse así en uno de los mayores asesinos en serie de la historia. El único problema, insisto, es que era español; si no, lo habría conseguido. Cuentan que, en cierta ocasión, fue con un amigo al cine a ver El estrangulador de Boston, esa película protagonizada por Tony Curtis. Salió indignado de la sala porque él ya había matado a más de veinte personas mientras que el otro «solamente» había acabado con la vida de trece; encima, prostitutas. Abrevio: Manolito, como le llamaron los investigadores con los que recorrió el país durante dos años reconstruyendo sus crímenes, relató con pelos y señales todas sus «hazañas», y se constató entonces que su mente criminal había ido evolucionando hasta convertirse en la de un auténtico necrofílico. En Barcelona, mató a una anciana y guardó su cadáver bajo un puente para abusar de él cuando le apeteciera. No obstante, como la mayor parte de los megalómanos, era patológicamente pulcro.

—Un tanto paradójico en alguien que mantiene relaciones sexuales con cadáveres —expuso Manuel Villamil haciendo visible su repulsa.

—¡Exacto! —exclamó marcando cada sílaba con un golpe en la mesa—. Justo ahí quería yo llegar. La mente de un asesino en serie resulta en sí misma una gran paradoja. No podemos ponernos en su lugar. Por tanto, si queremos anticiparnos a sus movimientos, tenemos que tratar de pensar de forma muy distinta a como nos dicta la razón. Fíjense, en aquellos años, llegaron a justificar sus actos por el cromosoma cuarenta y siete, ese del que se llegó a asegurar que era el causante de la agresividad. Tonterías. A lo que iba: finalmente, detuvieron a Manolito por asesinar a su novia en el Puerto de Santa María. ¿Saben por qué la mató?

Nadie articuló palabra alguna.

—Porque le pidió practicar sexo oral, y eso le repugnaba. Ese fue su error, matar a alguien de su entorno. Así, cuando le preguntaron por la desaparición de la chica, lo confesó todo; porque «había llegado el momento de hacerse famoso», dicho con sus propias palabras.

Carapocha hizo un pequeño descanso para beber agua antes de continuar.

—Cada caso debe ser estudiado de forma particular, aunque también es cierto que estos sujetos presentan características comunes entre sí. Por ejemplo, la falta de empatía. Son individuos incapaces de conectar con otras personas; mucho menos, con sus víctimas. De esta forma, cometen atrocidades contra la vida de otros por el simple hecho de considerarlos seres inferiores. Cuando los TPA se proponen algo, harán todo lo que esté en sus manos para conseguirlo, y los medios necesarios carecen de importancia. Por eso, muchos terminan por delinquir antes o después. Además, suelen abusar del alcohol y las drogas en el momento de perpetrar los crímenes, lo que les ayuda a evadirse de la realidad. En contrapartida, esto incrementa las probabilidades de que cometan errores. Tienen la necesidad de ejercer el control en busca de esa sensación de poder que desemboca en el placer. Muchos, no todos, disfrutan causando dolor a sus víctimas, razón por la que las armas de fuego no suelen ser sus preferidas.

—Enfermos —murmuró Pemán con palpable desprecio.

—¡No, no, no y no! ¡En absoluto! —Carapocha se levantó de su silla y se dirigió al subdelegado del Gobierno casi de forma amenazante—. ¡¡En absoluto!! —repitió alzando más la voz—. Estos individuos diferencian con total y absoluta claridad lo que está bien de lo que está mal, el único problema es que ¡¡¡se la suda!!! —dijo remarcando cada sílaba y elevando aún más el tono—. No cometamos el error de considerar a este sujeto como un enfermo mental, porque no lo es.

El tiempo volvió a congelarse en la sala.

Carapocha buscó en los gestos faciales de algunos de los asistentes las reacciones a su salida de tono. La juez Miralles, con el ceño fruncido y rictus severo, como Margaret Thatcher en la Bombonera[41], incómoda; el subdelegado Pemán, amarrado a la silla con los ojos extremadamente abiertos, como un monje franciscano en un tuppersex, absorto; el comisario provincial Travieso, mordiéndose los interiores de los carrillos, como Hitler en una celebración del Janucá[42], irritado; y el comisario Mejía, con la mirada perdida en la inmensidad eterna, como un californiano en un partido de pelota vasca, indiferente. El inspector le dio al play con un golpecito en la mesa y un gesto de complicidad hacia el ponente que le bastó para que este retomara la palabra.

—Les pido sinceras disculpas a todos, y particularmente a usted —expresó dirigiéndose a Pablo Pemán—. Tengo que reconocer que, en ocasiones, haber vivido tan de cerca casos similares a este y haber tratado directamente con personas que han sido capaces de contarme sin titubear sus «hazañas» me hace perder el control. Me van a permitir que les cuente una historia.

Carapocha volvió a su sitio, pero no se sentó. Terminó con el agua que quedaba en la botella y se tomó unos segundos antes de comenzar.

—En 1991, casi recién instalado en Plentzia, un viejo amigo que trabajaba en la Fiscalía de Henao, en Bélgica, me pidió que viajara a Charleroi para examinar a un convicto condenado a trece años de prisión por violar, junto a su compañera sentimental, a cinco niñas. Había cumplido solo dos años, pero barajaban la posibilidad de darle la libertad condicional por buen comportamiento. La verdad es que estuve a punto de decirle que no, pero le debía una al bueno de Aarjen. La primera vez que me entrevisté con aquel tipo ya me transmitió una sensación extraña, se esforzaba demasiado por parecer un pobre hombre. Hablaba muy bajo, casi entre dientes, evitaba mirar directamente a los ojos y elevaba continuamente los hombros como si no supiera que el sol sale y se pone todos los días. Durante las siguientes entrevistas, le hice preguntas mucho más comprometedoras sobre los hechos en sí, y le recordé detalles escabrosos de aquellas violaciones para comprobar cuál era su reacción. Únicamente conseguí lágrimas, montones de lágrimas. Parecía ciertamente afectado, avergonzado por haberse dejado llevar por su compañera sentimental. Nunca trató de exculparse, todo lo contrario; asumía su culpabilidad y mostraba arrepentimiento. Eso fue lo que, definitivamente, convenció tanto al psiquiatra de la prisión como al juez; a pesar de mi informe. Nunca terminé de creerme su papel, pero lo cierto es que no tenía más ganas de aguantar el horrible clima de la región valona y no me opuse lo suficiente. —Apoyó los nudillos en la mesa y cerró los ojos—. Aquel pobrecito se llamaba Marc Dutroux, ¿lo recuerdan?

Nadie contestó, pero todos asociaron ese nombre con el de un monstruo.

—En el verano de 1996, Aarjen volvió a llamarme para contarme que habían detenido a Dutroux como principal sospechoso de una serie de desapariciones de unas niñas de ocho años, y que se estaba confesando coautor de esas desapariciones y muchos más delitos aderezados con torturas, violaciones, abusos grabados en vídeo y, cómo no, asesinatos. —A Carapocha se le notaba visiblemente afectado—. Un año antes yo había perdido a mi esposa y aquello significó otro duro golpe para mí; casi definitivo. En cierto modo, me sentí culpable de todo el sufrimiento que Dutroux había causado estando en libertad. Ya en 2004, me llamaron para declarar en el juicio. Lo gracioso es que, a pesar de los cargos que se le imputaban, muchos le seguían considerando un pobre hombre, un enfermo mental, un desgraciado. Yo les puedo asegurar que Marc Dutroux era un psicópata con tendencias pederastas que sabía lo que hacía en todo momento. Por eso, no podemos caer en el error de menospreciar, ni mucho menos compadecer, a nuestro enemigo. No debemos tratarle como a un enfermo mental, porque no lo es. Lamento de nuevo haberme extralimitado.

—Disculpas aceptadas —mintió Pemán.

—Gracias. Si les parece, continuaré con algunas apreciaciones importantes.

—Por favor —pidió la juez Miralles.

—Algo que tenemos que considerar es la alta probabilidad de que la persona que estamos buscando esté perfectamente integrada en la sociedad. Por las capacidades que nos ha demostrado poseer, no parece ser un delincuente con una carrera delictiva que vaya a resultarnos fácil desenmascarar. Les puedo asegurar que hay muchos más TPA de los que estamos dispuestos a admitir públicamente. Viven entre nosotros tratando de pasar desapercibidos, y muchos llegan o han llegado a ocupar altos cargos en las capas más altas de nuestra sociedad. Créanme. Los yanquis, que son muy amigos de los estudios sociodemográficos y que, dicho sea de paso, tienen registrados más de mil trescientos casos de asesinos en serie, aseguran que el dos y medio por ciento de la población presenta algún grado de TPA. Seguro que si nos ponemos a pensar en nuestros conocidos, surge alguna que otra candidatura.

—O varias —intervino Carlos Aranzana sin levantar la cabeza del móvil.

—Debemos pensar que se trata de un individuo que, por las circunstancias que sean, ha decidido emprender una «cruzada» —enfatizó el término haciendo el gesto de las comillas con los dedos— contra la sociedad. Normalmente, se caracterizan por ser personas con un talento especial para la persuasión y la manipulación. Mienten de forma patológica; incluso, a sí mismos. Insisto, no tienen la capacidad de empatizar y, por tanto, carecen absolutamente del sentimiento de culpabilidad o arrepentimiento. Suelen considerarse superiores al resto, y eso les licita para cometer sus crímenes, que pueden ir desde el fraude o la extorsión hasta la violación o el asesinato en serie. Un ejemplo muy claro de este tipo de sujetos sería el de Ted Bundy; seguro que a muchos de ustedes les suena. Hasta le hicieron una película, y su recuerdo aún provoca admiración en algunas personas.

Carapocha buscó el móvil en el bolsillo de su pantalón, miró el identificador de llamada y la rechazó.

—Disculpen. Ted Bundy, el hombre por el que se acuñó por vez primera el término «asesino en serie». Un tipo de buen aspecto físico, con mucho encanto y buen estudiante hasta que, en 1974, con veintisiete años, decidió que el remedio para luchar contra sus depresiones y sus frustraciones sexuales era violar y matar a mujeres, y no obligatoriamente en ese orden. En solo dos años, hasta su arresto, asesinó al menos a veinticinco mujeres. Hagan ustedes cuentas del promedio. Su método era convencerlas para que se subieran a su coche utilizando distintas artimañas, o bien, colarse en sus apartamentos. Actuaba con total impunidad dejando su estela de muerte por varios estados, y estaba tan seguro de sí mismo que ni siquiera utilizaba un seudónimo. La primera vez que le arrestaron fue en un control rutinario de carretera. Se escapó durante unos días antes de ser arrestado de nuevo, pero volvió a fugarse; esta vez de una prisión. Durante ese período, no trató de esconderse, aunque ya era uno de los criminales más buscados del país; no, siguió asesinando hasta que le detuvieron por conducción temeraria. En el segundo juicio, decidió defenderse a sí mismo, a pesar de no tener terminada la carrera de Derecho, y consiguió aplazar una y otra vez su ejecución a cambio de proporcionar información relevante sobre otras desapariciones y asesinatos que permanecían sin resolver. Se le imputaron hasta treinta y tres asesinatos, aunque muchos piensan que llegó a terminar con la vida de más de cien jóvenes; la mayoría, con el pelo largo y castaño, como su madre. Finalmente, murió en la silla eléctrica en 1989, diez años después de ser condenado a muerte. En sus últimos años, incluso colaboró en la investigación de otro caso de un asesino en serie. Ahora mismo no recuerdo su nombre. Concedió entrevistas a los medios, a periodistas y escritores; se convirtió en el primer criminal mediático de la historia. Hasta tal punto que recibió cientos de cartas de admiradoras en los meses previos a su ejecución.

—Disculpe, señ… perdón, Armando —intervino Matesanz por primera vez—. ¿Por qué se empeña en contarnos esos casos? ¿Qué tienen que ver con el nuestro?

—Este en concreto tiene mucho que ver, se lo aseguro. Miren, tenemos una gran ventaja con respecto a otros muchos casos de asesinatos en serie. En algunos como el que les acabo de contar, o como en el del Arropiero, las autoridades no relacionan las desapariciones ni los asesinatos con un único autor hasta que se detiene al criminal. En el que nos atañe, él mismo se ha ocupado de hacerlo. Por eso, tenemos que actuar con cautela para tejer una red en la que podamos atrapar a ese tal Gregorio Samsa sin generar alarma social.

—¿Una red? ¿A qué te refieres? —preguntó Sancho.

—No lo sé exactamente. Todavía. Necesitamos tiempo para estudiar el terreno, pero si pretendemos atraparle, tenemos que hacerle ver que en este territorio, en Valladolid, todavía puede cazar con libertad, si me permiten la comparación. Si estrechamos mucho el cerco, se marchará a otra ciudad y continuará allí su carrera. Cuanto mayor sea su ámbito de actuación, más complicado será atraparle y el coste en vidas humanas será también mayor. ¿Recuerdan el caso de Volker Eckert?

—Claro —aseguró el subinspector Peteira—, el camionero alemán que se cepilló a más de veinte prostitutas en sus rutas por Alemania, Francia y España. De hecho, le pillaron no hace mucho gracias a las investigaciones de los Mossos d’Esquadra.

—Efectivamente, a partir de la grabación de una cámara de seguridad en la que podía verse la marca de su camión cuando estaba deshaciéndose de un cadáver. Este tipo empezó matando en su círculo de conocidos; su primera víctima fue una compañera de trabajo. Tras cumplir la condena, decidió que la mejor forma de satisfacer su necesidad de matar era siendo un asesino itinerante. Resultado, como bien apunta el subinspector, más de veinte víctimas. ¿Entienden por qué es tan importante cazarle aquí y ahora?

—Perfectamente, aunque hubiera preferido que eligiera otro territorio —confesó el comisario provincial.

—¿Que actúe en Valladolid es indicativo de que conoce bien la ciudad? —preguntó Sancho.

—Es probable que sí. Normalmente, cometen los primeros asesinatos en el medio en el que se encuentran más cómodos, y aquí pesa mucho el criterio de cercanía. Luego, como decía antes, van ampliando su territorio de caza en la medida en que van ganando experiencia. En estos momentos, yo me inclino a pensar que ambos asesinatos responden a un motivo concreto, pero es probable que con el tiempo mate de forma indiscriminada, solo por el placer de matar.

—Bueno, ¿y no habría forma alguna de acelerar el proceso? Me explico, tenemos un retrato robot que, si bien puede que no sea totalmente fidedigno, podría llevar a la identificación del sujeto —propuso Pemán.

—Pablo, ¿estás sugiriendo que se difunda en la portada de El Norte de Castilla el rostro de un posible asesino en serie? —preguntó Mejía levantando un ejemplar de El Día de Valladolid—. ¿Te haces una idea de la alarma social que eso provocaría?

—Me hago a la idea, pero, si tenemos la certeza de que va a volver a actuar, ¿no sería mejor prepararnos y combatir las consecuencias del pánico antes que soportar la carga que supondría para nuestras conciencias una nueva víctima?

—Apelar a la prensa en el caso que nos atañe, tal y como dicen en mi país, es como eyacular contra la pared: placentero, pero ineficaz. Una práctica muy habitual en los Estados Unidos… lo de crear alarma social —puntalizó—. Mis disculpas —le pidió a la juez.

El silencio se adueñó de nuevo de la sala hasta que Sancho se decidió a romperlo:

—No tenemos la certeza de que vaya a volver a actuar; si lo hace, no podemos saber cuándo ni dónde. Si hacemos sonar las alarmas, provocaremos cientos de llamadas de personas denunciando al vecino del tercero, y le aseguro que no contamos con los recursos suficientes para comprobar cada testimonio que nos llegue. Disculpen mi insistencia, pero no creo que debamos trabajar con ese retrato robot.

—Estoy de acuerdo —dijo la juez Miralles que jugueteaba con una Mont Blanc entre los dedos—, la histeria colectiva solo hará que desviemos la atención hacia otro sitio o, como dice nuestro experto, que se asuste y amplíe su ámbito de actuación.

—Buen apunte —avaló el psicólogo—. Alguien dijo que no hay nada tan común como el deseo de ser elogiado; en un psicópata de corte narcisista esto se convierte en algo prioritario. De ahí que sea él quien esté tratando de provocar esa situación. Pensé que ya se habrían percatado de esto. ¿Por qué creen que abandonó el primer cadáver en un lugar público? Con el segundo no lo hizo por el riesgo que conllevaba ser descubierto, pero dejó la puerta abierta para que lo encontraran rápidamente. ¿No es así? —preguntó al inspector.

Sancho lo corroboró asintiendo con la cabeza.

—Está tratando de provocar la alarma social —continuó—, ya sea para generar confusión o para conseguir notoriedad, como Manolito Villegas. No descartemos que él mismo llame al teléfono de un periódico identificándose como «el asesino de la buena pluma» y les proporcione detalles a cambio de una portada en la que se publiquen sus escritos. Por cierto, la prensa no ha relacionado los crímenes todavía, ¿verdad?

—No. De momento —aclaró Sancho.

—Siendo así, tratemos de que el momento sea eterno; es vital.

—Se intentará. Todo esto me supera —reconoció Pemán.

—Nos supera a todos —enfatizó Carapocha—, porque nuestro cerebro no está preparado para entender los motivos que empujan a un individuo a causar tanto dolor a los que le rodean. Cuando asumamos esto, habremos dado un gran paso.

Pemán resopló.

—Y poco más tengo que aportar por el momento. Estaré a su disposición durante algunas semanas de forma intermitente. Mi interlocutor directo será el inspector Sancho. Muchas gracias a todos por su paciencia y sus aportaciones —dijo clavando los ojos en Santiago Salcedo, que no había intervenido ni una sola vez.

—Bien, señores —concluyó el subdelegado mirando su reloj de pulsera—. Si no hay más cuestiones, nos ponemos manos a la obra. Muchas gracias por su valiosa información.

«Maldito comemierda» fueron las siguientes palabras que pasaron por la cabeza del subdelegado y, aunque no las pronunció entonces, se prometió a sí mismo que se las diría a la cara en algún momento. Esbozando una sonrisa por despedida, desapareció de la sala de dos amplias zancadas.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

Comunicado del Twoday Festival[43]

El Twoday Festival 2010 que tenía previsto celebrarse los días 5 y 6 de noviembre en Valladolid se aplaza por motivos técnicos. La organización lamenta los trastornos que este aplazamiento pueda suponer e informa de que se está trabajando para que se celebre en una nueva fecha que se anunciará en breve.

A todas las personas que hubieran adquirido sus entradas o abonos a través de los diferentes puntos de venta habilitados a tal efecto: www.ticketcyl.com y centros asociados y Red ticketmaster les será devuelto el importe íntegro, debiendo utilizar para ello el mismo sistema que hubieran utilizado para su compra. El plazo para la devolución de entradas se realizará a partir del próximo miércoles 10 de noviembre y hasta el día 30 del mismo mes.

Para más información: www.twodayfestival.com

—¡¿Qué cojones?! —gritó Augusto al terminar de leer el correo electrónico.

Apretó fuerte los puños y le chirriaron los dientes. No estaba acostumbrado a la frustración, y realmente le apetecía mucho asistir a ese concierto. Se lo anotó en la agenda del iPhone y, pensando en el lío que iba a montar en la tienda, volvió a centrarse en el trabajo.

Exteriores de la Jefatura Superior de Policía

Zona centro

—Mis pelotas en conserva por saber lo que piensas —expuso Carapocha.

—Me asombra tu capacidad para hacer amigos. Hasta Mourinho podría aprender de ti cómo fortalecer los lazos afectivos con el prójimo.

—¿Y quién coño es ese?

—Uno que siempre tiene una perlita guardada para el momento preciso. Vamos al coche.

—Sé quién es, te tomaba el pelo; por cierto, creo que tienes menos que ayer, y sí, efectivamente, la estrategia es la misma. Muchos de los presentes en la reunión que acabamos de tener solo van a tratar de que la mierda les salpique lo menos posible. Poco les importa cómo llevemos la investigación, te lo aseguro. Además, me voy a permitir darte un consejo: cuantos menos detalles conozcan de los avances, mejor. Te lo digo desde la experiencia, me he enfrentado en varias ocasiones a estas personas con distinto nombre pero con los mismos trajes, y no ayudan en absoluto. Por eso, trato de focalizar sus miedos hacia mi persona, así conseguirás trabajar con algo más de holgura. Con los políticos solo funciona el juego de medias verdades y mentiras aparentes porque las que son muy evidentes, ya se ocupan ellos de que no lo parezcan.

Sancho le dio las gracias con la mirada.

—Yo soy más de Guardiola.

—¿Políticamente correcto y bien vestido? No, gracias, yo me quedo con el «bocatrucha».

—De todos modos, yo paso de todo ese circo. Hace que no veo un partido de fútbol… ni me acuerdo.

—¡Esa es la prueba! Tú no eres español —clamó acusando a Sancho con el dedo.

—Donde esté un balón ovalado, que se quite uno redondo. El año que viene se disputa el Mundial en Nueva Zelanda; como me anime a ir, lo mismo ni vuelvo. De momento, este fin de semana tengo previsto agarrar el coche e irme a Gernika para ver a mi equipo. Buena comida, buena bebida y rugby.

—¡A treinta kilómetros de mi casa! Esa zona es preciosa. Si no tienes inconveniente, me voy contigo y te hago de guía turístico a cambio de que me invites a comer en una sidrería que conozco en Astigarraga.

—Conozco bien la zona, trabajé unos cuantos añitos en el País Vasco y me quedo con Nueva Zelanda.

—Bonito país, Nueva Zelanda —aseguró Carapocha.

—¿Lo conoces?

—No, demasiadas vacas. Aunque, a este paso, pronto llegaremos allí. ¿Dónde coño has aparcado?

Sancho se mordió el labio inferior.

—¡Señor, dame paciencia, porque si me das fuerzas… le reviento! —exclamó levantando las manos al cielo.

—¿Eres católico?

—No, gracias.

—Me alegro. Mucho —enfatizó—. ¿Te has dado cuenta de que no hay ni un solo país de mayoría católica que sea próspero? Italia, España, Portugal y tu querida Irlanda. Para los católicos todo se resuelve con la absolución.

—Interesante. Pero Alemania ya es un país de mayoría católica y yo creo que algo prósperos sí son, ¿no crees?

—Tienes razón, pero las almas compradas a raíz de la «elección» del cardenal Ratzinger como jefe del Vaticano no cuentan.

Sancho rio.

—¿Siempre tienes una respuesta en la recámara?

—Siempre; y también preguntas. Ahí va una: ¿La juez Miralles está casada?

—Lo estuvo.

Carapocha adoptó la expresión de una hiena que se encuentra con una gacela lisiada.

—Me ha gustado bastante. En todos los sentidos —precisó.

—Ya, ya. Te entiendo, camarada.

—Te estoy hablando muy en serio, soplapollas. De toda la mesa, yo solamente confiaría en esa mujer. El señor subdelegado actúa como si escondiera algo —dictaminó el psicólogo.

—Te equivocas. Peteira y Matesanz, aparte de ser dos buenos investigadores, son personas íntegras, y el comisario Mejía también.

—No lo pongo en duda, pero creo que tu comisario tenía asuntos en la cabeza que le preocupaban más que este caso.

—Sí, eso es cierto, yo también le he notado algo ausente.

—Y a tus chicos, más vale que les protejas de toda esa mierda burocrática si quieres que hagan bien su trabajo. Hablando de trabajo, voy a necesitar plantarme unas horas delante de un ordenador para revisar todo lo que tenéis hasta ahora.

—No te preocupes, hombre, yo te cedo el mío y así me dejas un poco tranquilo para que pueda hablar con mi gente.

—Me gusta la forma en que has dicho eso de «mi gente», parece sacado de Los intocables de Eliot Ness.

—Tus muertos…

—Repartidos entre Euskadi y Rusia. Como dicen en mi país, no creo que tu culo cague tan lejos. Anótatela para tu refranero.

—Prefiero esta: «El que mee lejos y cague fuerte, no debe temer a la muerte».

Carapocha se metió en el coche emitiendo un sonido que se quedó a medio camino entre la carcajada y el aullido.

Residencia de Martina Corvo

Zona centro

Eran casi las doce, y la noche anhelaba sumar cinco grados más de temperatura. El frío acumulado en las manos de Martina complicaba la búsqueda de la llave del portal en el caótico universo de su bolso. Había menos luz de lo habitual en el jardín de entrada al portal de la calle Santo Domingo de Guzmán. Martina había alquilado allí un apartamento buscando la tranquilidad y la quietud de una calle peatonal frente al convento de Santa Catalina. Era un auténtico oasis de paz en el bullicio del centro de Valladolid, y raramente se escuchaba un ruido a partir de las diez de la noche que no fuera el de los solitarios pasos de algún transeúnte.

Un leve escalofrío le recorrió la espalda cuando, por fin, encontró el manojo de llaves. Giró la cabeza, pero no se veía nada más allá de la puerta del garaje. Pudo dar con la llave, que introdujo en la cerradura en el primer intento, pero no conseguía girarla. Un olor que le resultó ciertamente familiar le hizo darse la vuelta de nuevo y retener la respiración. Antes de advertir que estaba utilizando la llave del trastero, identificó el aroma. Acertó con la llave a pesar del temblor de su mano y, cuando logró abrir la puerta, la empujó con tanta fuerza que se golpeó contra la pared. Cuando se cerró a su espalda, soltó el aire que tenía cautivo y se detuvo frente al ascensor.

Tabaco con aroma a vainilla, como el de los puritos que fumaba Jere, el celador de su facultad.