Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa (Valladolid)
9 de octubre de 2010, a las 5:58
Gritando y bañado en sudor, Augusto trataba de incorporarse al tiempo que buscaba el interruptor de la luz. Lo consiguió tras varios intentos fallidos y, sin dejar de jadear, se sentó en la cama; acurrucado, abrazado a sus rodillas y con la cabeza metida entre las piernas, se balanceaba como tratando de acunarse. Desnudo, se quedó en esa postura el tiempo que necesitó para controlar la respiración. Apoyó los pies en el suelo y bajó la cabeza; se entretuvo unos minutos contemplando cómo le caían las gotas de sudor de la frente y formaban un pequeño charco en el parqué de su habitación. Miró el reloj de la mesilla, aunque tardó unos segundos en percatarse de que era la noche del viernes al sábado. Respiró hondo, posó las manos en la cabeza y se frotó despacio desde la frente hasta la nuca. Se incorporó, todavía alterado, para dirigirse a la ducha.
Con la placentera sensación del agua tibia golpeando su espalda, se atrevió a cerrar los ojos para enfrentarse a las imágenes que le habían vuelto a provocar ese miedo. Hacía ya bastante tiempo que no tenía esas pesadillas. Incluso, había llegado a pensar que lo había superado; estaba claro que no era así. Un sentimiento de rabia y temor recorría su cuerpo más rápidamente que el agua que resbalaba por su piel.
Con los ojos aún cerrados, pudo ver de nuevo la cajita de música de su madre. La recordaba tan bien que habría sido capaz de dibujar cada detalle del interior y del exterior de aquel objeto sin riesgo a equivocarse. Tenía unos diez centímetros de largo por seis de ancho, estaba hecha de madera y lucía pintadas unas flores rojas que, con el paso de los años, habían ido perdiendo el color. A pesar de las muchas capas de barniz que le había aplicado su madre, se apreciaban sensibles desperfectos si se pasaba el dedo por encima; algunos pétalos estaban muy deteriorados. El frontal de la caja tenía un pequeño cajón donde su madre guardaba los alfileres de su boda, rematados por tres bolas de nácar de distintos colores. Cuando se abría la cajita, aparecía una bailarina con tutú que daba vueltas al pausado ritmo de la música de El padrino. Tenía esa canción grabada en la cabeza. La primera vez que vio la película y reconoció esa melodía, se tiró al suelo y, tapándose las orejas con las manos, empezó a temblar. Por aquel entonces, ya estaba viviendo con sus padres adoptivos, pero nunca les contó nada sobre aquello; nunca se atrevió a hablar de ello con nadie.
De pequeño, era su juguete preferido. En aquel momento, vivía con su madre en un pequeño, oscuro y destartalado piso cercano a la estación de autobuses, al que se acababan de mudar para estar más cerca de las dos casas en las que limpiaba y planchaba. Su padre se había marchado de casa cuando todavía no habían cicatrizado los puntos del parto, y nunca más volvió a saber de él. Cuando ella no estaba o se quedaba dormida en el sofá del salón, Gabriel solía ir a su cuarto a hurtadillas y abría el primer cajón de la mesilla para entretenerse con ese asombroso artilugio. Le fascinaba descubrir el mecanismo, darle cuerda con la manivela y ver cómo giraba el tambor haciendo que las varillas emitieran distintas notas musicales. Se quedaba absorto durante muchos minutos, cautivado.
El día de su sexto cumpleaños, inmerso en el movimiento del mecanismo y ensimismado por la canción, no se percató del sonido de la puerta. Aquel día, había fingido estar enfermo para no acompañar a su madre a misa de doce, pero esta, guiada por la música, fue hasta su habitación. Allí, en el suelo, se encontró a Gabriel con la caja de música entre sus manos. Tenía tan recientes sus palabras que podía paladear el tono admonitorio con el que las pronunció: «¿Así que ahora nos dedicamos a mentir para coger las cosas del prójimo sin permiso? ¡No dirás falso testimonio ni mentirás! ¡No robarás! Vas a aprender a respetar los Diez Mandamientos como que me llamo Mercedes Mateo».
En la ducha, Augusto hizo un esfuerzo por enfrentarse a los siguientes fotogramas. Cerró los ojos con fuerza y apretó los puños.
Se vio con seis años, tembloroso sobre las rodillas de su madre, que estaba sentada en la cama. Augusto sabía que lo había vivido en primera persona, pero su sistema de autodefensa lo interpretaba como si le hubiera ocurrido a otro niño, un niño que trataba de hacerle entender a su madre que solo estaba jugando y que obtenía siempre la misma respuesta: «Gabriel, cierra la boca o será mucho peor. Esto es por tu bien».
Ella abrió el pequeño cajón de la cajita de música, sacó diez alfileres y los fue clavando uno a uno en un cojín mientras le adoctrinaba con artificiosa solemnidad: «Gabriel, tienes que aprender a respetar las normas para llegar a ser un buen hombre. Has violado lo más sagrado, solo podrás salvarte asumiendo tu penitencia. Arrepiéntete en silencio. Si gritas o te resistes, los clavaré más profundamente. ¿Entiendes?».
En la ducha, volvió a cerrar los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas. Augusto podía sentir la presión que ejercía su madre sobre sus muñecas y el dolor que le causaba cada pinchazo. Apretó los dientes mientras oía en su cabeza la voz de su madre recitando uno a uno los Diez Mandamientos. Se tomó su tiempo, y le obligó a mantener el puño cerrado para poder clavarlos mejor. Agarraba el alfiler con el índice y el pulgar, lo hundía en la carne ayudándose de un dedal, aproximadamente hasta la mitad.
«Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No robarás. No dirás falso testimonio ni mentirás».
Mientras su madre continuaba con el ritual, Gabriel trataba de no mirar. Lloraba sin emitir sonido alguno y cerraba los ojos con la esperanza de que aquello terminara pronto. Solo en ocasiones los abría y desviaba la mirada hacia sus manos. Esa impronta quedó grabada para siempre en su cabeza. Apenas sangraba, pero la imagen de los alfileres clavados le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Rememoró la forma en que su madre le hizo coger los dos últimos alfileres y, al no haber más espacio entre los nudillos, le obligó a clavárselos él mismo en las palmas. Al mismo tiempo, ella terminaba de recitar el noveno y el décimo mandamiento.
«No consentirás pensamientos ni deseos impuros. No codiciarás los bienes ajenos».
Cuando terminó, le forzó a ponerse de rodillas con los brazos en cruz mirando a un crucifijo que tenía en la pared de la habitación.
«Ahora repetirás bien alto y diez veces los Diez Mandamientos. Si te confundes una sola vez, vuelves a empezar, y ya puedes mostrar arrepentimiento o te quedarás ahí todo el día. Solo Cristo, Nuestro Señor, puede perdonarte. Estás en sus manos».
El niño se los sabía de memoria, no necesitaba hacer ningún esfuerzo para repetirlos de carrerilla; solo tenía que olvidarse del dolor. Cuando finalizó, su madre le retiró los alfileres uno a uno con la misma diligencia con la que se los había clavado. Después, le llevó al servicio y curó con cierto cuidado, pero sin remordimiento alguno, las pequeñas heridas.
Durante los meses siguientes, su madre repitió aquella práctica cada vez que consideraba que su hijo estaba violando uno de los Diez Mandamientos. Sin embargo, la «terapia», lejos de causar el efecto previsto por Mercedes, no hacía sino alimentar la rebeldía del niño. En cierta ocasión, ya durante las últimas semanas en las que vivió con su madre, a Gabriel se le ocurrió llamarla «bruja». Ella reaccionó con frialdad; le dio una bofetada que le hizo entender la expresión «te vuelvo la cara». Luego sacó los alfileres —esta vez se los clavó hasta las bolas de colores— sin que se hubieran borrado las huellas de la sesión anterior. Mientras, repetía una y otra vez: «Honrarás a tu padre y a tu madre». El desenlace no tardó en producirse, llegó otro domingo, cuando Gabriel supo aprovechar su ausencia para hacer pagar a Napoleón y Josefina —la pareja de canarios de su madre— con la misma moneda en forma de alfileres. Las vecinas intervinieron alertando a la policía cuando los gritos de aquella voz infantil se hicieron desgarradores. Aquel día fue la última vez que vio a su madre.
Augusto cerró el grifo, abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba llorando; sin emitir sonido alguno, como ella le había enseñado. Él nunca lloraba, no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Fue entonces cuando decidió que tenía que ponerle solución inmediata. Sabía bien cuál era el camino a seguir. En cuanto terminó de vestirse, bajó tan decidido como apresurado al despacho de su padre, que había permanecido cerrado e intacto desde su muerte. Estaba en la planta baja, la primera estancia a la derecha según se entraba por la puerta principal. Su padre acostumbraba a recibir a gente en casa y lo ubicó allí para ahorrarse tener que subir sus casi cien kilos escaleras arriba. Abrió la puerta con la misma cautela con la que se colaba cuando era un niño y entró. Las persianas no estaban bajadas del todo, y la luz del amanecer aprovechaba para colarse tímidamente tiñendo la sala de tonos añiles y violáceos. El olor a cuero, a papel envejecido y a madera se mezclaba con la falta de aire renovado. Si la cultura tuviera alguna esencia, sería esa.
Frente a él, la solemne mesa de despacho hecha de madera noble color caoba y corte clásico. La rodeó para sentarse en la butaca donde solía trabajar su padre; de estilo inglés, toda de piel, en tono ocre y con respaldo de capitoné hecho a mano. Sobre el tablero, tres protectores rectangulares de cuero negro. Algunas tardes, aprovechando la ausencia de su padre y la desidia de su madre, entraba en el despacho y se sentaba allí mismo imaginándose que, algún día, tendría uno igual. A la izquierda, estaba el ordenador personal. Lo encendió y, mientras esperaba, levantó la mirada hacia la librería que ocupaba toda la pared derecha de la estancia. Fabricada con la misma madera que la mesa, estaba repleta de cientos de libros perfectamente colocados, entre los que se alternaban bustos de grandes emperadores romanos objeto de culto y admiración por parte de su padre adoptivo. Reconoció enseguida los de Adriano, Marco Aurelio, Trajano, Tito Livio, Tiberio y, por supuesto, el de Octavio Augusto, primer emperador de Roma e hijo adoptivo de Julio César. Precisamente, fue en aquel nombre en el que su padre se había inspirado para borrar el pasado de Gabriel y completar su propio presente. En ese momento, sentado en la butaca, sonrió al recordar a su padre hablándole mientras sostenía con la mano el busto del primer y más grande emperador de Roma. Augusto tenía cientos de citas latinas grabadas a fuego de tanto escuchárselas a su padre, que insistía machaconamente en la obligación moral de los españoles —como uno de los pueblos herederos de Roma— de mantener vivo el idioma del que se amamantó el castellano. Luego, siempre terminaba la frase adornándola con la misma cita: «Ya lo dijo Cayo Julio César: Beati hispani quibus vivere bibere est[22]». Así fue como don Octavio Ledesma se ganó el sobrenombre de Emperador, como le conocían en el entorno político.
Augusto se levantó para echar un vistazo más de cerca a aquellos libros. Todavía se podían distinguir perfectamente las distintas secciones, bien separadas y señalizadas por temas: Enciclopedias y Diccionarios, Historia, Filosofía, Derecho, Novela clásica, Novela histórica y Poesía.
En su sitio de siempre, estaban los libros que habían marcado a Augusto durante su formación clásica: La Odisea y La Ilíada, de Homero; El Decamerón, de Boccaccio; La divina comedia, de Dante Alighieri; El Príncipe, de Maquiavelo; Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam; Utopía, de Tomás Moro; Hamlet y Macbeth, de Shakespeare; El Quijote, de Cervantes; El avaro y Tartufo, de Molière; Fausto, de Goethe; Guerra y paz, de Tolstoi; Hambre, de Knut Hamsun, o Crimen y castigo, de Dostoievski. Todos ellos y muchos más engullidos durante sus años de aislamiento. Amaba aquellas obras.
Cuando llegó al lomo de Ulysses, de James Joyce, detuvo su periplo visual para sacarlo de la estantería. Era un libro único, muy especial para Augusto. Al cumplir los diecisiete años, su padre adoptivo se lo dejó encima de la cama con una nota que todavía tenía guardada y que decía: «Si consigues digerir este libro, sabrás cómo se comporta el ser humano y estarás preparado para dirigir tu vida». Estaba escrito en inglés y, aunque tenía un buen nivel en ese idioma gracias a las clases particulares que recibía en casa desde los diez años, la primera vez le costó varios meses terminarlo. Sabía que Joyce estaba considerado como uno de los escritores más importantes del siglo XX, creador del lenguaje literario moderno, inventor de nuevos estilos que marcaron tendencias y sublime retratista de la realidad humana a través de sus personajes singulares, pero era mucho más que todo eso para Augusto. Le consideraba su padre literario. Hojeó algunas páginas recordando algunos de los pasajes que más le habían marcado.
—Dira necessitas[23]. Otro día, amigo, hoy no dispongo del tiempo que te mereces. Ya sabes que tengo pendiente ir a verte —le prometió al libro volviéndolo a dejar en su sitio con sumo cuidado.
Reemprendió su recorrido por las estanterías hasta llegar a la sección de poesía, que era de las más visitadas por Augusto. Reconoció al instante la selección de autores de la generación del 27 que guardaba su padre: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y sus predilectos: Federico García Lorca y Miguel Hernández, de los que poseía su obra completa. Mientras hacía la ruta por las estanterías, rozaba con los dedos algunos de los libros que tantas y tantas veces había leído por recomendación de su padre: Canciones, Romancero gitano, Poemas del cante jondo, El rayo que no cesa, Viento del pueblo… ¡Tantos! De todas esas obras, Augusto había memorizado los versos que más le impactaron, pero solo se aprendió de memoria un poema completo que le estremecía cada vez que lo leía o recitaba para sí: Elegía a Ramón Sijé. En el centro de la biblioteca, destacaba un apartado con llave que siempre había permanecido cerrado y que, de pequeño, le gustaba pensar que era donde su padre guardaba terribles secretos que nunca deberían ser desvelados a la humanidad. No mientras no estuviera del todo preparada.
Volvió a la mesa y se sentó frente al ordenador, que ya mostraba ese escritorio de Windows que tanto odiaba. Pinchó en Inicio, Buscar, Archivos o carpetas y tecleó la palabra «adopción». Esperó unos segundos hasta que apareció una carpeta con ese mismo nombre. Hizo doble clic y se sumergió en toda aquella documentación en busca de algún expediente que saciara su hambre de información.
Transcurrieron veinte minutos durante los que no encontró nada interesante. Se trataba, en su mayoría, de documentos posteriores a la incorporación de Augusto a la familia Ledesma Alonso. Ningún número de expediente o informe anterior del proceso, nada. Algo frustrado, empezó a revisar las notas que había ido cogiendo sobre fechas y datos que podrían resultar de interés. De entre todas ellas, hubo una que llamó especialmente su atención: la fecha de una carta escrita por su padre a la Gerencia de Servicios Sociales de Castilla y León en la que manifestaba su interés y el de su esposa por iniciar los trámites de adopción nacional. Diecisiete de mayo de 1985. Es decir, apenas dos meses después de cumplir los siete años, la edad a la que fue adoptado.
—No puede ser.
Aquello significaba que su padre había conseguido la adopción en solo unos meses. De haber seguido los cauces habituales, el proceso se habría dilatado más en el tiempo. Mucho más de lo que el Emperador estaba dispuesto a esperar.
—Muy propio del señor delegado del Gobierno, utilizar su cargo político para acelerar los trámites —se dijo orgulloso.
Entonces, Augusto supo que no conseguiría nada de lo que estaba buscando en el equipo informático de su padre, ya que él nunca habría dejado constancia electrónica del proceso. No obstante, también estaba seguro de que el Emperador habría requerido multitud de informes y antecedentes antes de tomar la decisión; de eso, no le cabía duda alguna. Tenía que encontrar los documentos físicos.
Empezó revisando los seis cajones del escritorio. Vació todos encima de la mesa y examinó cada papel a conciencia. Nada. Volvió a colocar todo en su sitio, y abrió los otros tres que formaban parte del tablero. Material de oficina, bolígrafos, plumas, folios en blanco, tarjetas. Nada. Airado, cerró con fuerza el cajón y clavó su mirada en el apartado de la librería cerrado con llave. Tardó algunos segundos en decidirse. Cogió un abrecartas que había sobre la mesa y se levantó con el convencimiento de que encontraría esos documentos. Metió el abrecartas en el espacio que dejaban la cerradura y la moldura del mueble y, haciendo palanca, lo abrió. Tan sencillo como eficaz, solo dejó una pequeña marca en la madera.
En su interior, encontró varias carpetas. Cogió todas con el ansia de un ave carroñera hambrienta y las colocó encima de la mesa. Tardó poco en dar con la que estaba buscando, tenía que ser la de color marrón con gomas en la que estaba escrito «Augusto».
Abrió la carpeta y comenzó a revisar documentos: Certificado de idoneidad de Octavio Ledesma Gallego y Ángela Alonso del Campo, Expediente de adopción familia Ledesma Alonso, Informe médico de Gabriel García Mateo, Informe psicológico de Gabriel García Mateo. Allí estaba todo lo que necesitaba saber.
—Veritas filia temporis[24], ¿verdad que sí, Imperator?
Decidió empezar por el expediente de adopción, en el que pensaba que podría encontrar la información que buscaba sobre su madre. No se equivocaba.
Estaba fechado el 26 de diciembre de 1985, y sellado por la Gerencia de Servicios Sociales de Castilla y León. El documento otorgaba la adopción plena a favor de sus padres adoptivos de un niño varón nacido el 22 de marzo de 1978, de nombre Gabriel García Mateo, hijo de Santiago García Morán y Mercedes Mateo Ramírez.
—Mercedes Mateo Ramírez. Ya te tengo, bruja —sentenció Augusto dejando caer su puño con fuerza encima del informe.
Pasó unas cuantas hojas hasta que se detuvo en el apartado de antecedentes, firmado por el Juzgado de Instrucción N.º 4 de Valladolid el 17 de septiembre de 1984. Augusto leyó en alto el texto que estaba subrayado con lápiz:
Habiendo sido confirmados los malos tratos sufridos de forma continuada por el menor en el informe médico que se adjunta en el Anexo n.º 3, y habiéndose probado la autoría de los mismos en la persona de su madre natural, Mercedes Mateo Ramírez, certificada su incapacidad en el informe psicológico adjunto en el Anexo n.º 4 y probado el abandono del hogar del padre Santiago García Morán, se resuelve retirar la custodia y patria potestad de la madre con efecto inmediato. El menor ingresará en un centro de acogida hasta que se nombre un guardador o sea reclamado en adopción por otra familia.
Algo más calmado, Augusto buscó el Anexo n.º 3 y leyó el párrafo que también estaba subrayado.
El menor, de seis años de edad, presenta múltiples heridas en las manos, localizadas en su mayoría entre los nudillos y en las palmas. Se aprecian daños en los nervios cubital, radial y mediano que han provocado agarrotamiento y pérdida parcial de movilidad en ambas manos. Las lesiones están originadas por la repetida incisión de objetos punzantes tales como alfileres.
Augusto se miró las manos y recordó entonces que su madre adoptiva le había comentado en alguna ocasión que no pudo recuperar la movilidad total de los dedos sino hasta los diez años de edad, y que fue gracias a que su padre no había escatimado recursos en la rehabilitación. Nunca hablaron de las causas, ese asunto era considerado tabú. Con el tiempo, desapareció todo rastro físico de aquellas lesiones, pero todavía podía sentir el dolor de cada pinchazo en sus sueños. Respiró profundamente y buscó el Anexo n.º 4.
La paciente, Mercedes Mateo Ramírez, presenta claros síntomas de padecer un trastorno crónico en la percepción de la realidad. Reconoce haber clavado alfileres a su hijo en repetidas ocasiones con el pretexto de educarle en la fe cristiana y hacerle ver la diferencia entre el bien y el mal. Se aprecia en la paciente el deseo de hacer pagar a su hijo Gabriel por la muerte de su hermano gemelo tras el parto. No muestra arrepentimiento alguno de sus acciones, y no es consciente del daño causado. Se recomienda internarla en un centro psiquiátrico con el objeto de tratar una posible esquizofrenia paranoide.
—Solo espero que aún estés viva, mamá —masculló mascando odio al tiempo que cerraba el informe.
Se sentó en la butaca de su padre y continuó leyendo toda la documentación. Cuando terminó, ya era mediodía; recogió todo antes de salir del despacho de su padre y subir de nuevo al suyo.
Tenía muy claro el siguiente paso y, para ello, despertó a Orestes. Necesitaban la ayuda de sus colegas de Das Zweite Untergeschoss. Más concretamente, la de Skuld, el especialista del grupo en apoderarse de información. Oculto entre sus aplicaciones de escritorio, ejecutó Höhle, un programa creado por Hansel para contactar de forma segura con los miembros del grupo. Tras identificarse, accedió al panel principal, en el que no aparecía conectado ningún miembro. Pinchó en el perfil de Skuld, y escribió en alemán: «Necesito que salgas de la madriguera, es importante. A las 16:00 volveré a conectarme para darte los detalles. Hasta entonces».
Algo malhumorado, cerró la aplicación y bajó a prepararse la comida. No comió y cuando volvió de nuevo a su despacho eran las 16:02. Skuld ya debía de estar allí; accedió al panel y pudo ver el icono en verde de su colega. Se apresuró a teclear.
—Buenas tardes, hermano.
—Buenas tardes, Orestes. Tu mensaje me ha dejado intrigado. Hacía tiempo que no contactábamos, ¿todo en orden?
—No. Necesito la ayuda del grupo. Tengo que encontrar a alguien.
—Cuenta conmigo. Dame información.
—Mercedes Mateo Ramírez, española. Tienes que entrar en la base de datos de la Seguridad Social, necesito saber cuál es su última dirección conocida.
—¿Nada más?
—No, no tengo nada más.
—No me refiero a más información, pregunto si no necesitas nada más.
—Todo lo que encuentres sobre ella me será de utilidad.
—SpyDZU-v3 cazará todo lo que exista con su nombre o con su DNI en formato electrónico en servidores de la administración pública. Solo es cuestión de tiempo.
—Tenemos tiempo.
—Lo primero que tengo que hacer es comprobar si está latente en servidores afines. Será más rápido si ya están infectados, así solo tendré que despertarlo; si no, es posible que necesite la ayuda de Hansel.
—Podemos contar con él.
—Lo sé. Y esto, exactamente, ¿para qué es?
Orestes meditó la contestación.
—Es mejor que no lo sepas. Confía en mí.
—Confío en ti.
—Gracias, hermano.
—Cuídate, yo te aviso.
A las 22:00, Augusto decidió que tenía que salir a tomar el aire, necesitaba colocarse un poco. Se duchó de nuevo y se arregló de sábado noche; el plan era ir directamente al Zero, a escuchar música y tomarse unos cuantos gin-tonics. Necesitaba estar solo, ese día no soportaría ni cinco minutos las vacías conversaciones de sus artificiales amigos. Decidió llamar a un taxi para evitar problemas a la vuelta en algún control de alcoholemia. Antes de salir de casa, se preparó un gin-tonic y se puso una generosa raya de coca para ir calentando motores. Una vez en el taxi, no cruzó ni una sola palabra con el taxista; detestaba los diálogos de besugos con desconocidos. Tardaron quince minutos en llegar a la plaza de Poniente desde donde caminó hasta el Zero Café. Un latigazo de frío le recorrió la espalda anunciándole la inminente llegada del otoño a Valladolid. Se animó. Era su estación favorita, esa en la que todo transita de la vida a la muerte, ideal para afrontar cambios profundos. Se subió el cuello de la cazadora y aceleró el paso.
Cuando entró en el local, apenas se contaban diez personas distribuidas por la barra. Buscó un hueco y llamó la atención de Luis.
—¿Qué pasa, Luis? Si me pones un gin-tonic en condiciones, es probable que hasta te lo pague.
—Hombre, Augusto, se agradecen las buenas intenciones. Muy pronto vienes hoy, ¿no?
—Ya ves, tengo mono de buena música —contestó mientras se encendía un purito.
—Ahí tienes a Paco a los mandos, hoy ha venido eufórico. ¿Hendrick’s con Fever Tree?
Asintió. Luis preparó la bebida como le gustaba a Augusto. Copa de balón, hasta arriba de hielo, poco cargada, sin fruta dentro ni limón exprimido. La tónica, vertida despacio y sin remover los hielos.
—Aquí tiene el señor, su gin-tonic en condiciones.
—No merezco otra cosa, ya lo sabes. Bueno, y ¿qué te cuentas?
—Poca cosa, poca gente, se nota la crisis un huevo. Los viernes, esto ya no es lo que era, y los sábados, depende.
—Si te soy sincero, yo me alegro de que no haya gente. Huyo de los rebaños de borregos que abarrotan los bares con su basura musical y su mierda de garrafón.
—Ya, macho, pero si esto sigue bajando, tendrás que buscarte otro sitio para escuchar tu música.
—No jodas, hombre. Con la pasta que me voy a dejar esta noche, pagan tu sueldo.
—En ese caso, empieza por pagarme esta, no te vayas a colocar mucho y se te olvide después.
—¿Cuándo me he ido yo sin pagar?
—Espero que nunca, cabronazo.
—Ya sabes que me sobra la pasta, lo que no tengo es tiempo para gastármela.
—¡Olé tus cojones! Pues ya sabes dónde tienes que dejártela cuando tengas un rato.
—Claro, hombre, no encuentro mejor forma de invertir mis euros que en bonos de Zero. ¿Qué calificación os ha dado Standard & Poor’s?
—Triple… seco.
Augusto rio con ganas antes de reconocer el comienzo del vídeo de Stripped, una canción de Depeche Mode cantada por Rammstein. No podría existir un mestizaje musical más acertado que ese. Lo había visto decenas de veces, pero en cuanto llamó su atención, ya no pudo apartar la mirada. Empezaba con una panorámica del estadio en el que se agolpaban decenas de miles de seguidores en estado de éxtasis absoluto esperando a que el gigantesco cantante alemán, como surgido del mismo infierno, empezara a cantar con su voz de ultratumba. Augusto se sabía la letra, y empezó a imitarle.
Come with me
into the trees.
We’ll lay on the grass
and let hours pass.
Take my hand
come back to the land.
Let’s get away
just for one day.
Let me see you stripped.
Let me see you stripped.
Justo en ese momento, el escenario explotaba con efectos de luz y fuego real. A su lado, escuchó a una chica que iba vestida de gótica comentarle a su amiga:
—¡Mira la cara de psicópata que tiene el tío!
A Augusto le entraron ganas de patearles la cabeza, pero solo quería disfrutar del vídeo. Les dedicó una mirada rebosante de desprecio que no pasó desapercibida para ellas, que se apartaron de inmediato, y él siguió sumergido en las imágenes. Una toma panorámica del recinto hizo que Augusto se volviera hacia Paco y le confesara a gritos:
—¡Lo que daría yo por poder estar en un concierto de esos!
—¡Ya te digo! —refrendó Paco sin levantar la cabeza de su portátil.
Augusto se percató de que se estaba terminando la copa y volvió a llamar a Luis.
—¿Me la rellenas?
—¡Cómo no!
—Bueno, parece que se va animando esto.
—¡Pufff! A ver si es verdad. Créeme, la cosa está muy floja, y tampoco ayuda mucho que vengan polis de paisano a husmear por aquí.
Augusto se quedó paralizado con los labios pegados al vidrio. Dejó la copa sobre la barra y, forzando una expresión desinteresada, le preguntó:
—¿Sí? ¿Ha venido la poli? ¿Qué has hecho?
—No, en serio. Vinieron preguntando si había visto a la chica que encontraron muerta cerca del río. Me enseñaron una foto, pero les dije que por aquí pasa mucha gente y que solo me quedo con las caras de los clientes habituales y de los «pibones»; ella no era ninguna de las dos cosas.
—Claro, ¿y qué te dijeron ellos?
—Nada, que estaban preguntando por los bares de la zona a ver si algún camarero la había visto la noche en que fue asesinada. Me parece a mí que conseguir eso va a ser más complicado que encontrar a Wally en la grada del Frente Atlético —soltó Luis.
—Bueno, espero que agarren pronto al que lo hizo. No es bueno para el negocio que haya un tipo así actuando por la zona. ¿No te parece?
—Pues sí. A ver si le pillan de una vez y nos dejan en paz.
—Voy al baño, que me meo vivo.
Augusto subió las escaleras en dirección al baño; su corazón latía con una fuerza inusitada. Se mojó la cara y trató de tranquilizarse. En realidad, eran unas noticias excelentes, no había de qué preocuparse. Tras unos minutos, decidió que la solución pasaba por su nariz. Bajó algo más calmado, cogió su copa, se encendió un purito y se sentó en un sofá a mirar la pantalla de vídeo. Así pensaba quedarse hasta que cerraran o hasta que no pudiera mantenerse en pie. Sonrió tras saborear el sabor amargo del gin-tonic y la placentera sensación del humo en sus pulmones mientras pensaba en cómo y cuándo se produciría el ansiado reencuentro con su madre.