Morgan Littlebasket hace que todo encaje

Morgan Littlebasket estaba a bordo de su Cessna, planeando como un águila en un arco perfecto sobre el borde de Tallulah’s Wall, tan cerca de las copas de los árboles que las puntas de sus alas se rasguñaban con el ramaje, y poniendo muy furiosos a los cuervos. Llevaba puesto su atuendo preferido, la cazadora de los Flying Tigers y las Ray-Ban del Ejército del Aire, y había colocado el espejo de la cabina de forma que pudiera verse a los controles del aparato. El motor ronroneaba a placer con su tono grave y las manos de Morgan Littlebasket no temblaban en absoluto.

El sol estaba allá arriba encaramado al cielo azul sobre Niceville y el río Tulip parecía una cinta de luz dorada serpenteando por el centro urbano, mucho más abajo del ala de estribor. Una bruma compuesta de humo, gases de escape y neblina cubría todo Niceville, pero a sus ojos de piloto eso le daba a la ciudad un aire muy de años cuarenta que casaba realmente bien con su indumentaria. Se sentía como un piloto de caza persiguiendo a nipones sobre el mar de la China meridional, con Van Johnson de copiloto y Betty Grable esperándole en el campo de aviación. Se ladeó hacia la izquierda y descendió para seguir un rato el curso del río a unos muy ilegales mil pies de altitud, pero enseguida tiró de la palanca de mando y el avión se elevó nuevamente con tal brusquedad que pudo notarlo en las mejillas y en los muslos, y puso otra vez rumbo a Tallulah’s Wall, el acantilado de caliza ocupando casi todo el parabrisas. En la visera llevaba una foto de su familia. Levantó la mano para rozar la mejilla de Lucy, pensando en la suerte que había tenido de conocerlo a él. Bajó un grado el mando, estabilizó el rumbo y lanzó el Cessna contra el peñasco a una velocidad que, según cálculos posteriores, debió de rondar los trescientos cincuenta kilómetros por hora.

La colisión hizo explotar los depósitos de combustible, llenados hacía apenas una hora, y una flor roja y negra brotó de Tallulah’s Wall llamando la atención de los ciudadanos. La onda expansiva barrió los tejados de la ciudad y sacó a la gente de su sueño dominical; hizo temblar las ventanas del piso de Brandy Gule con suficiente violencia como para despertar a Lemon Featherlight, que por fin acababa de dormirse mientras ella le contemplaba; sacudió con fuerza el cristal del invernadero donde Kate y Beth estaban manteniendo una larga, íntima y sincera conversación sobre Byron Deitz; e hizo traquetear las ventanas del piso de Tony Bock, distrayendo brevemente a Coker y a Twyla Littlebasket de la interesante historia que Tony Bock les estaba contando, e iba solo por la mitad.

Pero la onda expansiva era ya apenas un rumor lejano cuando alcanzó la casa de Charlie Danziger, el cual se hallaba sentado en su porche con un vaso de Pinot Grigio y un Winchester cargado sobre las rodillas, casi esperando que Byron Deitz o Boonie Hackendorff, o hasta el mismo diablo, irrumpieran motorizados en su camino particular disparando a diestra y siniestra.

La violenta sacudida hizo salir a medio Niceville a sus porches, jardines y balcones, todo el mundo mirando hacia Tallulah’s Wall, donde el tremendo fuego provocado en la pared de roca había ahuyentado a la gran bandada de cuervos que allí vivía. La masa alzó el vuelo como un enorme enjambre negro y se dirigió hacia el oeste sobrevolando la parte alta de la ciudad, cuyos pobladores, casi sin excepción, siguieron su trayectoria con la vista.

La bandada, que según cálculos posteriores ascendía a unos tres mil ejemplares, penetró en el espacio aéreo del aeródromo de Mauldar unos diez minutos después de que el avión de Morgan Littlebasket (lo que quedaba del mismo), con Morgan Littlebasket (lo que quedaba de él) dentro se precipitara hasta el pedregoso pie del acantilado dando repetidas volteretas.

La negra masa de cuervos, cuyos movimientos recordaban los de un banco de peces, viró al sur-sudeste rumbo a Mauldar Field poniéndose así en el camino de un Learjet que acababa de despegar de la pista tras una breve demora provocada por la llamada telefónica de un maniático desconocido a la torre de control.

El avión, ladeándose hacia el costado derecho en su ascensión, alcanzó la misma altitud que la bandada de cuervos, contra la cual se precipitó a seiscientos cincuenta kilómetros por hora. Los dos reactores absorbieron cuervo suficiente como para que el amasijo de carne, sangre y hueso cerrara las turbinas, y como el parabrisas estaba tan sucio de sangre y tripas de cuervo que ninguno de los pilotos podía ver nada, el Learjet entró en un picado en espiral y ni siquiera el arcángel Miguel habría podido impedir que pasara lo que pasó sesenta y cuatro segundos más tarde, a saber, que el Learjet se hincó quince metros bajo tierra a casi setecientos kilómetros por hora, convirtiendo al señor Zachary Dak y a todo cuanto había a bordo, incluido el frisbee cósmico, en una bola de fuego volcánica que salió despedida barriendo todo el green del hoyo 14 del Campo de Golf Anora Mercer.

La explosión, derramando metralla fundida en un arco de trescientos sesenta grados, a punto estuvo de alcanzar a un individuo flaco como brizna de hierba, ojos enrojecidos y vendaje ancho sobre la nariz rota, que se disponía a golpear una pelota hundida en un hoyo de arena a unos sesenta metros del hoyo 14, pero, caprichos del destino, la bola de fuego optó por incinerar a su amada esposa, Inge, que se encontraba justo en el centro del green sosteniendo la banderita y bramando como una sección de metales: «¡Por el amor de Dios, Thad, dale de una maldita vez a esa pel…!».

Acto seguido la bola de fuego se redujo a una imponente columna de humo negro con un capirote en llamas. La bandada de cuervos, diezmada pero razonablemente compacta todavía, cerró filas de nuevo formando un solo ente, denso y frío y negro e impenetrable, curvo como una guadaña.

La cosa voló a ras de tejados y campanarios, oscureciendo la ciudad a su paso. Luego se elevó hacia el cielo azul, viró repentinamente hacia el noroeste y puso rumbo de nuevo hacia la cresta de Tallulah’s Wall para posarse en el círculo de árboles centenarios que rodeaba Crater Sink. Los cuervos se congregaron allí en palpitantes filas, distribuidos por el ramaje sin dejar de graznar y parlotear, brillantes los amarillos ojos, haciendo entrechocar los picos como tijeras, todos con la vista puesta en la dolina.

Y allí se quedaron durante rato y rato, hasta bien pasada la puesta de sol, inmóviles y en misterioso silencio, casi dos mil cuervos contemplando con absoluta fijeza el círculo perfecto de agua negra y fría, como si estuvieran esperando a que, por una vez, algo volviera a salir de Crater Sink.