Byron Deitz ata cabos sueltos

Deitz y Holliman estaban sentados en sendas sillas plegables junto a la piscina. Un viento cálido hacía restallar el toldo y, a pesar de la hora temprana, el sol que les daba de lleno encendía el aire.

A Holliman se lo veía fresco y relajado en su traje de cloqué, camisa blanca y finas zapatillas italianas, pero Deitz parecía acalorado y tenía la cara toda roja y húmeda. Deitz se sirvió más ginebra, añadió varios cubitos al vaso y empinó el codo hasta apurarlo, engullendo con su cuello de toro.

—Tío —dijo Holliman—, qué mala pinta tienes.

Deitz dejó el vaso con rabia y fulminó a Holliman con la mirada: sus iridiscentes gafas de sol, unas Fly Shades, reflejaron la imagen distorsionada de Holliman. Este hizo un gesto hacia atrás, señalando una furgoneta blanca con las palabras COMISIÓN DE SERVICIOS NICEVILLE escritas en el costado.

—Anoche hubo un apagón, la puta que los parió. Todo el sistema se fue a la mierda, quiero decir el ordenador y qué sé yo. Hay un tipo intentando arreglarlo.

—¿Dónde están Beth y los críos?

—Ella se ha ido.

Holliman no preguntó por qué.

Se lo imaginaba perfectamente.

—¿Dónde está? ¿En casa de su hermana?

—Se ha largado a un hotel. Con los críos. Anoche el calor nos puso a parir y a ella le dio un pronto porque resulta que el mamón de su padre, el del Instituto Militar, se ha largado por ahí y nadie sabe dónde para, y yo no estuve… —gesto irónico para indicar comillas— compasivo, será zorra. Creo que le di fuerte. Sí, ya sé, pero es que llevo una semana de aúpa. Total, que le doy un par de palos y ella se lleva el Cayenne y a los críos. Y encima se carga la puerta al salir a la calle.

Holliman detectó algo en la cara de Deitz.

—¿Te dejó señales?

—Nada que no puedan disimular unas gafas de sol. En fin, como Kate es la mujer de Nick, ese poli ya está al corriente y dice que tenemos que vernos.

—Uf. Esto parece un duelo.

Deitz miró hacia la piscina.

—Ya, bueno, le he dado largas hasta mañana para no liarlo todo, pero cuando nos veamos le voy a dejar las cosas muy claras. No pienso permitir que el puto cuñado, por más héroe de guerra que sea, meta las narices en mis asuntos domésticos. Si hace falta, le parto la cara, entiendes, y sabes muy bien que soy capaz de hacerlo, Phil, porque estoy hasta los cojones de aguantar putadas de la gente, así que me da igual empezar por él o por cualquier otro.

Holliman, siempre diplomático, tomó un sorbo de gin-tonic. Si Deitz y Nick Kavanaugh iban a liarse a hostias, necesitaría meditar con calma a quién apostar su dinero.

—Te comprendo, Byron. Tú avísame cuando eso pase, no me lo quiero perder. Bueno, jefe, volviendo al asunto. He llamado a los chinitos para organizar la recogida de la… cosa. Me sale el buzón de voz.

—Bueno —dijo Deitz—, no pasa nada. Es temprano. Habrán bajado a desayunar.

—¿A desayunar? Sí, claro. Todos a la vez. Ya me los imagino. Los chinos esos van siempre en manada, ¿no?

—Ya, entiendo. Tú insiste. Quería que vieras otra cosa, para decirme qué opinas.

Alcanzó una sección del Niceville Register, la abrió delante de Holliman y la alisó con una palma sudorosa.

HALLAN UN CADÁVER EN EL BOSQUE

Agentes de la policía estatal que estaban efectuando un registro en los alrededores del histórico almacén de Belfair, donde el viernes pasado se produjo un incendio, descubrieron el cadáver parcialmente descompuesto de un hombre al pie de un árbol, no muy lejos del lugar del siniestro. Se trata de un hombre de raza blanca, cuarenta y tantos años, y el cuerpo tenía señales de haber sido parcialmente devorado por coyotes u otros carroñeros. Se calcula que la muerte debió de producirse entre las cuatro y las seis de la tarde del viernes. En un principio se pensó que podía haber muerto de hipotermia, pero un examen preliminar en el lugar de los hechos reveló varias heridas de bala: en la parte inferior de la espalda, que le rasgó una arteria; una segunda que le cercenó la oreja izquierda; y una tercera en pleno cuello, que le produjo graves daños cerebrales y una hemorragia letal. El departamento de reconocimiento de huellas dactilares del FBI ha podido identificar a la víctima. Se trata de Merle Louis Zane, un ex presidiario que cumplió condena por intento de homicidio en la penitenciaría de Angola (Luisiana). El capitán Martin Coors, de la policía estatal, ha informado de que la investigación está tratando de determinar si existe alguna conexión entre la víctima y el robo a mano armada que tuvo lugar unas horas antes en la sucursal del First Third Bank, en Gracie. Durante la persecución subsiguiente, cuatro agentes de policía resultaron muertos a tiros.

La investigación continúa.

—El tercer hombre —dijo Phil—. Tiene que ser él. Da la impresión de que discutieron entre ellos, después del robo de los cojones.

—Los indeseables siempre discuten —sentenció Deitz—, la cuestión es con quién discutió ese tipo. Ahora mira esto —dijo, mostrándole una doble página a todo color—. Es una foto de lo de Saint Innocent Orthodox.

Holliman la estudió detenidamente. Se veía un montón de coches patrulla, a dos polis metiendo a un tipo con camisa verde en la trasera de un vehículo, a más polis y gente de paisano charlando alrededor, todos muy sonrientes.

—Sí, lo había visto. El tipo de pelo blanco y traje gris es Coker, el francotirador. Esa con pinta de tortillera es Mavis Crossfire. Y el otro, el que está mirando, ese que parece Wyatt Earp, es Charlie Danziger. El resto, todos polis. Jimmy Candles.

—Fíjate en Danziger. ¿No te llama algo la atención?

Holliman se levantó las gafas de sol para ver mejor la foto.

—Claro. Lleva botas vaqueras de marica.

—¿Marica? ¿Por qué?

—Joder, Byron, ¡son azules! ¿Quién coño lleva botas vaqueras azules? ¿Richard Simmons?

—¿Y no te dice algo, eso?

Holliman se echó hacia atrás y sostuvo la página a la luz del sol.

—¡Hostia!

—Exacto.

—¿El tío de las botas azules? ¿El del banco?

—Danziger. Y ese hijoputa de Coker.

—Imposible.

—Piénsalo, Phil. Danziger sabe que va a llegar la nómina. Busca a un conductor, Merle Zane, un profesional que conoce de cuando estuvo en la poli. Coker es el tirador apostado en la carretera 311 esperando a que lleguen esos pobres diablos. Utiliza un rifle Barrett, lo limpia bien y lo guarda antes de que nadie pueda reaccionar.

—Coker es poli. Danziger lo fue. ¿Cómo se iban a cargar a cuatro colegas?

—Yo, por dos millones y cuarto, me cargaría a tu madre. Incluso a la mía. Y ese Coker es un cabronazo con mucha sangre fría. Danziger tiene una cuenta pendiente con la poli estatal, por algo que ocurrió hace mucho.

Holliman se quedó contemplando la foto mientras asimilaba la información.

—Eso quiere decir que ellos dos son los tíos que…

—Me hicieron perder el culo ayer por la tarde, sí, y soltar la pasta para recuperar el trasto de Raytheon. ¿Quién si no iba a tener huevos de hacerlo? Son ellos, Phil, me juego lo que quieras. Son ellos.

Holliman le miró.

—La leche.

—Sí. Eso mismo pienso yo.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Yo voy a casa de Charlie Danziger y lo atornillo hasta que ese cabrón me diga dónde está mi puto dinero, y después lo remato bien rematado.

—No puedes hacer eso, Deitz. A ver, tenemos un asunto en marcha, nos sacamos una pasta por no hacer casi nada. ¿Para qué echarlo todo a rodar?

—Vaya, hombre. ¿Y qué propones tú?

—Yo llamaría a Boonie Hackendorff y a Marty Coors y les diría lo que piensas. Mierda, hombre, si Thad te dijo lo de las botas azules, seguro que el FBI lo sabe también. Puede que estén a punto de cazarlo.

—Ahí está el problema, Phil. Si los federales llegan a Danziger antes que nosotros, tarde o temprano él cantará lo de Raytheon para no salir tan mal parado.

—Dudo que consiga nada, siendo cómplice de liquidar a cuatro polis. Candidato a inyección letal, y Coker otro tanto. Por lo de Raytheon no le darían ni una rosquilla.

—¿Quieres correr ese riesgo, Phil?

—Mira, Byron, por mí puedes ir a darle una paliza a ese Danziger, pero yo no te voy a acompañar.

—No te he dicho que vengas. Tu deber es recuperar esa cosa que está en manos de los chinos. Es preciso que esté de vuelta en Slipstream mañana a última hora.

—Disculpen… ¿Señor Deitz?

Ambos levantaron la cabeza y vieron a un joven de negro con un blusón de la CSN. Estaba junto a la puerta de la terraza y sostenía en la mano una caja grande de herramientas. Pelo negro, cara pálida, Fly Shades iguales que las de Deitz.

—Sí… Ah, Bock. Hola, Bock, ¿cómo le va?

Bock hizo una especie de saludo militar y esbozó una sonrisa todo dientes. «Quizá un listillo que está en el ajo», pensó Holliman, observándole.

—Todo arreglado, señor Deitz. Lo he comprobado a fondo. Era la placa madre del módulo SensoMatic que…

—Estupendo, Bock, estupendo —le cortó Deitz—. ¿Le debo algo?

—No, señor. —Bock le sonrió—. Está todo en garantía. Sentimos los inconvenientes que esto haya podido causarles a usted y a su familia.

—Bah, tranquilo. Gracias.

Bock dio media vuelta, pero Deitz le llamó.

—Espere. Una cosa —dijo, y las rodillas de Bock empezaron a fundirse—. Esto es para usted. —Deitz le tendió un billete de cincuenta dólares.

Bock se mostró indeciso.

—Verá, señor, no se nos permite aceptar…

—Al carajo. Te has tirado dos horas ahí dentro, muchacho. Con esto podrás desayunar a lo grande.

Bock se acercó, cogió el billete, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo del blusón.

—Así que ¿ahora funciona todo? —dijo Deitz.

—Oh, sí. Sí, señor. Todo funciona.

Vieron marchar a Bock por el camino particular, subir a su furgoneta y alejarse despacio.

—Mira, Phil —dijo Deitz, inclinándose hacia delante—. Vamos a hacerlo así. Tú recuperas la cosa de manos de los chinitos y la llevas enseguida a Slipstream, para qué demorarlo más si…

—Es temprano. Hasta el mediodía no tienen que entregarla.

—Muy bien, pues vas y esperas en el vestíbulo del hotel hasta el mediodía. Tómate un gin rickey y una ensalada Waldorf. Lo que importa es que recuperes eso y lo devuelvas a su sitio.

—¿Qué vas a hacer tú?

—No pongas esa cara de acojonado, Phil. Seguiré tu consejo. No voy a hacer ninguna locura. Me presentaré en casa de Charlie como quien pasaba por allí, en plan colega, le haré unas cuantas preguntas y por mis huevos que me las va a contestar todas.

—¿Y qué me dices de Coker? Esos dos son uña y carne, y Coker está aún más majara que el otro.

—Coker me preocupa menos. En cuanto le saque a Danziger lo que necesito, tendré a Coker cogido por las pelotas. Mira, si lo hago bien y consigo recuperar mi dinero, a lo mejor hasta dejaría que se quedaran algo de lo que se llevaron del banco. Si me camelo a Charlie Danziger, los tenemos pillados a los dos, entiendes, ahora y siempre. Nosotros ganamos y los demás pierden. Ese es mi lema. Vamos, en marcha. Yo tengo que hacer unos preparativos.

Phil se puso de pie, parecía nervioso.

—Deitz, creo que deberías esperar y no hacer nada hasta que yo vuelva. Tendríamos que hablarlo un poco más.

—Déjate de chorradas —dijo Deitz—. Trabajas para mí, Phil. Ve a ganarte el sueldo.

Holliman se ajustó las gafas, saludó con un gesto de cabeza y se alejó hacia su vehículo. Deitz, viéndolo marchar, pensó: «Qué desastre, son todos iguales».

Estaba al volante del Hummer y a medio camino del rancho que Danziger tenía al norte de la ciudad cuando le sonó el teléfono OnStar.

Era Andy Chu.

—Chu, ¿qué ocurre? Estoy ocupado.

—Solo será un minuto, jefe.

—Si se trata de ese puto correo, Andy, más vale que cuelgues.

—No, señor, no es eso.

—Entonces ¿de qué coño va?

—Quizá convendría que aparcara usted un momento.

—¿Por qué cojones tengo que aparcar?

—Mario LaMotta. Desi Muñoz. Julie Spahn. Arthur Desoto.

«Mierda.

»Mierda, mierda y mierda».

—Oye, Andy… ¿se puede saber de dónde has sacado esos nombres?

—Aparque.

—Pero…

—Con el debido respeto, señor Deitz, si quiere usted llevar a término su trato con el señor Dak y no acabar en una prisión federal con cadena perpetua, le aconsejo que se avenga usted a mi petición.

Deitz cerró la boca y aparcó.

Estaba escuchando aún las explicaciones de Andy Chu sobre el nuevo día que acababa de comenzar y sobre el nuevo socio silencioso de Byron Deitz cuando alguien le llamó al móvil.

Deitz miró la pantallita: era Phil Holliman.

—Esto… Andy, ¿te importa esperar un momento? Tengo otra llamada. ¿Vale, no te importa?

—Por supuesto. Adelante. Espero.

Deitz abrió el móvil.

—Sí, Phil, qué demonios p…

—Se han largado.

—Que se han largado ¿quiénes?

—Zachary Dak y compañía. Hace media hora que han pagado la cuenta del hotel. Están de viaje.

—Cielos. ¿Y el artículo?

—Estoy ahora mismo en su habitación. Aquí no hay nada de nada. Se han llevado la cosa. Esos no la van a soltar nunca, Deitz.

—¡Cristo Jesús y su puta madre!

—Ya, vale, pues los llamo a los dos, si crees que nos van a echar un cable.

—Espera, espera… el Lear. Está en Mauldar Field. Queda a media hora del Marriott. Llama al jefe del aeródromo y dile que no autorice a ese Lear a despegar hasta que yo llegue.

—Oye, Deitz, que solo soy un guardaespaldas…

—Pues cuéntale lo que quieras, pero asegúrate de que ese puto avión no levante el vuelo. Venga. Cagando leches.

Deitz cerró el móvil.

En su cabeza sonaba de tal forma aquel ruido de nueces que pensó que era todo el puto universo quien lo producía, que el universo estaba hecho de ruido de partir nueces, una consecuencia del Big Bang.

—Andy, lo siento pero he de dejarte…

—Tenemos mucho de que hablar.

—Lo sé, lo sé. Te entiendo, de veras, pero se trata de una emergencia, es algo que afecta a la empresa y…

—Es decir, a lo que ahora es nuestra empresa, ¿verdad?

—Oh, por supuesto, Andy, la empresa de los dos, la cosa ha cambiado por completo, no hay ningún problema por mi parte. Además, el negocio es el negocio, ¿no? Podemos concretar los detalles más tarde, pero ahora la verdad es que…

—Lo entiendo perfectamente. Que pase un buen día. Y, recuerde, conduzca con cuidado.

—Vale. Sí, de acuerdo. Lo tendré en cuenta. Bueno, te dejo.

Pulsó el botón de desconectar y al momento estaba dando media vuelta, haciendo que el Hummer se inclinara sobre dos ruedas. Con el acelerador a fondo y sin dejar de rechinar los dientes, trató de decidir qué ruta era la más corta para ir a Mauldar Field («todo recto por la 366, torcer a la izquierda en Pewter y atravesar a la altura de Shiloh»). Iba hacia el sur por Arrow Creek Road con el motor aullando de mala manera y pudo ver el tráfico en el cruce de Arrow Creek con la 366. Miró el reloj y pensó en el día de locos que estaba teniendo. «Qué astutos son esos malditos asiáticos».

Tenía una mano en el móvil para hacer él mismo una llamada al aeródromo («que ese maldito Lear no levante ni un palmo de la pista») cuando tomó la curva a más de ciento cuarenta, estuvo a punto de volcar, recuperó el equilibrio, pisó otra vez a fondo metido ya en la recta de la 336, se puso a doscientos diez, agarró el móvil y marcó el número. Le salió la torre de control.

—Sí, hola, póngame con el controlador.

—¿Quién llama?

—Byron Deitz. Soy el jefe de Securicom. ¿Hay un Lear chino a punto de despegue?

—Es el cuarto de la cola. ¿Por qué?

—Tenéis que detenerlo, ¿vale? Que no despegue.

—¿Quién ha dicho que es usted?

Deitz trató de no perder los nervios.

—El jefe de Securicom para todo Quantum Park…

—Oiga, ¿usted es agente de la ley?

—No, mire, bueno, sí. Soy del FBI. Yo…

Una sirena.

Deitz oyó sirenas.

Miró por el retrovisor.

Un coche de la estatal le estaba besando el culo, venía con las luces encendidas, todo el mogollón encima del techo, como un coche de payaso.

«Oh, no, mierda».

—¿Me permite su número de carnet, señor?

—Mi número de ca… Oiga, capullo…

El coche patrulla se había situado a su lado y la ventanilla empezaba a bajar.

—Disculpe, pero sin identificación no puedo detener ningún vuelo.

—Claro que puede, estúpido, será gilip…

La línea se cortó.

Deitz miró a su izquierda y lo que vio fue a una poli negra, joven, haciéndole enfáticas señas de «arrímate-al-puto-arcén».

Deitz pulsó el elevalunas para bajar la ventanilla.

—Mire, oiga, soy del FBI…

Pero el viento se comía sus palabras.

Ella le miró meneando la cabeza y repitió el gesto de que parara.

El agente que conducía habló por el megáfono.

«Arrímese a la derecha y detenga el vehículo.

»Inmediatamente».

Deitz pensó en darse a la fuga. También pensó en matarlos a los dos y después darse a la fuga. No podía creer que estuviera teniendo tan mala suerte.

¡Pum!

Pegó un salto en el asiento, el volante se le fue de las manos, y al mirar a su izquierda vio a la poli negra con una Remington calibre 12 apoyado en el marco de la ventanilla, el cañón apuntando a la rueda delantera izquierda.

El Hummer iba de un lado para otro y Deitz tuvo que ingeniárselas para impedir que volcara, tales eran los bandazos que estaba dando. Pisó el freno, el morro bajó hasta rozar la calzada, y por fin pudo estabilizar el vehículo lo suficiente como para subir al arcén.

Deitz apagó el motor y al levantar la cabeza vio a dos polis apoyados en el capó del coche patrulla, dos polis tan cabreados como para encañonarlo, respectivamente, con una Remington calibre 12 y una Glock 17.

Se dispuso a abrir la puerta mientras pensaba la manera de calmar a la parejita, e incluso de pedirles que detuvieran el avión de los chinos… pero no, porque entonces iba a tener que explicar el motivo y ellos…

—No salga del vehículo —le estaba gritando la agente—. Saque ambas manos por la ventanilla. ¡Rápido!

Deitz obedeció.

—¡Me han acribillado el puto coche!

—Permanezca donde está.

El agente varón se movió hacia la izquierda para cubrir a la agente mientras esta se acercaba al lado del conductor. Venía con el arma en ristre, pero ahora el cañón apuntaba al suelo.

—¡Ha disparado contra mi coche, agente!

—No sé de qué me habla. Ha tenido usted un reventón mientras conducía a toda velocidad, señor… Ditz.

—No. Deitz, agente, me llamo Deitz.

La agente miró el carnet de conducir y se lo metió en el bolsillo del uniforme.

—Seguro y documento de matriculación, señor Ditz.

—Le he dicho que es Deitz, no Ditz. Mire, agente, siento que…

—Los documentos. Pero ya.

Deitz se inclinó a un lado para abrir la guantera. Al hacerlo, notó que lo encañonaban otra vez. Estaba claro que aquella poli era muy competente. Deitz rebuscó en el compartimento procurando que sus movimientos fuesen muy pausados. Finalmente sacó el título de propiedad del vehículo y la carpeta de la aseguradora.

Ella no dejó de observarle las manos en todo momento; cuando él le dio los documentos sus ojos se desviaron un instante hacia algo que había en el reposavasos. Su expresión se volvió aún más dura.

Deitz miró lo que ella estaba mirando.

Vio el frasco de pastillas.

Las Cápsulas de la Felicidad de Thad Llewellyn.

—¿Toma usted alguna medicación, señor Ditz?

Deitz miró el frasco y después a ella.

—No. Ah, eso es de un amigo.

—¿Me permite el frasco, por favor?

«Registro ilegal —pensó él—. Solo me han parado por exceso de velocidad. Esta tía no tiene ningún derecho a registrar el Hummer. No tengo por qué enseñarle nada de nada».

—Oiga, mire, agente… —leyó el nombre en la etiqueta—. Agente Martinez. Soy el jefe de Securicom (estuve un tiempo en el FBI), lamento mucho lo ocurrido y le pido disculpas por conducir a tanta velocidad. Se trata de un asunto muy urgente y supongo que se me ha ido un poco el pie, pero si le parece bien póngame una multa y deje que…

—El frasco, señor Ditz.

—Oiga, señora. Yo también soy poli, por si no se ha enterado, y resulta que no tengo por qué enseñarle nada aparte del puto carnet de conducir y la puta…

—Está a la vista, señor Ditz. El frasco. Si le he parado, tengo derecho a examinar cualquier objeto que esté a la vista en su vehículo. ¿Se niega usted a enseñarme ese frasco?

Deitz suspiró, sacó el frasco del reposavasos y se lo pasó a ella. La agente Martinez lo cogió con la mano izquierda y leyó la etiqueta.

—Este medicamento no se lo han recetado a usted, señor Ditz. Aquí pone T. Llewellyn.

—Ya lo sé. Es el gerente de mi banco. Supongo que se lo olvidó en el coche el otro…

No terminó la frase al ver que ella desenroscaba el tapón y miraba dentro del frasco.

Hecho lo cual le miró a él otra vez.

—¿Usted sabe qué son estas pastillas, señor Ditz?

Deitz sintió un vuelco en el estómago y los músculos del cuello se le pusieron tensos. Le acometía una duda terrible. Debió de notársele en la cara.

—Creo que son Ativan, agente.

—Y yo creo que es éxtasis, señor Ditz. Una droga ilegal. Haga el favor de salir del vehículo.

Deitz expulsó el aire.

—¡Pero qué coño, será hija de perra…!

Lo cual no ayudó mucho.

Diez minutos más tarde estaba en el asiento de atrás del coche patrulla, rasguñado y contusionado y rociado con gas pimienta, las manos esposadas a la espalda. Habían llegado tres coches de policía más y él los estaba observando hacer el ganso y pasárselo bien mientras la agente Martinez, que a todas luces era una auténtica tarada, ponía el Hummer patas arriba desde la parrilla hasta las luces de freno, a saber qué coño le había entrado, claro que (no en vano él entendía de polis) probablemente buscaba algún otro cargo que añadir a la lista, además de exceso de velocidad e incumplir la orden de detenerse y estar en posesión de una sustancia de uso no reglamentado.

Lo del éxtasis era lo que menos preocupado le tenía. Hasta un abogado novato podía cargarle ese mochuelo al banquero Thad sin que le entrara un sudor frío.

Lo que sí le preocupaba era el puto Learjet, que a esas horas ya habría recogido el tren de aterrizaje y estaría subiendo hacia el cielo a mil kilómetros por hora para llevarse de vuelta a China el GPS de Raytheon. Algo gordo habría que hacer al respecto. Qué, exactamente, tendría que pensarlo un poco.

Mientras tanto, la observaba a ella hurgar en todos los rincones, concentrada y resuelta, como lo expresaba su cuerpo compacto.

«Quién coño te mandaría hacerte poli…

»Todas las polis tías son unas…»

El lenguaje corporal de la agente Martinez experimentó un cambio.

Deitz oyó que llamaba a los otros.

La agente se acercó a zancadas a la ventanilla de atrás del coche patrulla, decidida y siniestra a la vez, y golpeó el cristal al tiempo que sonreía a Deitz como un tiburón. Lo que tenía en la mano era un fajo grueso de billetes de cien dólares. Nuevecitos. En la faja se podía ver el logotipo del First Third Bank.

Los otros agentes se habían acercado ya y estaban hablando muy deprisa y conectando las radios, y no fue sino entonces cuando Byron Deitz empezó a sospechar que esta vez estaba total y absolutamente jodido.