Dormir estaba descartado, más aún desde que Linus Calder había llamado tres veces al móvil de Nick, y ahora Nick se encontraba otra vez en el patio explicándole a Calder todo cuanto había sucedido en la casa de Delia Cotton en The Chase.
Kate escuchó solo a medias las hipótesis sobre cómo podía haber ocurrido, cómo explicar aquellos dos incidentes sin traspasar la línea de lo conocido.
Su padre no estaba en su despacho ni en su vivienda, eso sí se sabía. El coche se hallaba en su lugar habitual en el aparcamiento del Instituto Militar. Kate había incluso abrigado la posibilidad de que simplemente hubiera optado por dar una larga caminata, o que se hubiera ido de juerga porque la idea de ir a verla y ponerse a hablar de Niceville le hubiera dado miedo.
Aunque sabía que no era el caso.
El coche seguía aparcado allí.
Su padre no había llegado a subir a él.
Resumiendo: oficialmente estaba desaparecido.
Pero Nick se ocupaba del asunto, y aquel inspector de Virginia, Linus Calder, parecía saber lo que se hacía. Además, Reed la había telefoneado para decirle que se encontraba en el Instituto e investigando también. Y luego ella había llamado a su hermana Beth, que por lo visto estaba otra vez en plena pelea con aquel individuo.
Kate le contó a su hermana lo que había pasado, aunque le pareció que ella no estaba escuchando apenas, lo cual era comprensible; intentó hacer que sonara como que el padre de ambas se había marchado de excursión sin avisar, y tuvo la impresión de que casi convencía a Beth.
Pero entonces Deitz se había puesto a chillarle otra vez, diciendo que el aire acondicionado no funcionaba y que qué coño hacía hablando todo el rato por teléfono, y Kate oyó a los niños llorando de fondo y decidió colgar, pensando que no podía hacer nada al respecto de nada. Salvo quizá una cosa.
Lo último que su padre le había dicho por teléfono.
Aquellos archivos que guardaba en el sótano.
Puesto que estaba otra vez despierta del todo, se levantó del sofá, se sirvió un tazón de café solo, recorrió el pasillo hasta la cocina y bajó por la escalera del sótano.
Arriba en el patio trasero, bajo las estrellas, los árboles del fondo iluminados por el fulgor amarillo de las farolas, Nick escuchaba pacientemente a Linus Calder, que estaba tan agotado como el propio Nick pero seguía en la escena del crimen, y Calder se lo estaba explicando todo de nuevo.
—En la zona de las manchas no hay ningún material orgánico. Quiero decir, si se tratara de… no sé, una combustión espontánea, digamos, habría algo orgánico. Bueno, no es que crea en la combustión espontánea, pero… ¿qué coño puede ser, si no? Te lo juro, Nick, como digas algo de abducciones extraterrestres, le pego un tiro al perro. La verdad es que no tengo perro, pero saldría ahora mismo a comprar uno y le pegaría un tiro.
—No diré nada de abducciones, ¿vale?
—¿Los del CSI han presentado algún informe?
—Se han marchado de la escena, pero por el momento no hay informe.
—¿Vas a venir a echar un vistazo, Nick? Como ya tenemos aquí al hermanísimo…
—¿Qué está haciendo Reed?
—Volviéndome loco, ha estado. Hasta que le he puesto en contacto con gente de la policía de carreteras. Tienen conocidos en común. Mira, no me interpretes mal, es un buen chico pero da un poquito de miedo, está un poco para allá, ya me entiendes. Me recuerda a esos compatriotas nuestros de mirada ida que estuvieron en Vietnam. En fin, corre por ahí con los de la estatal interrogando a todo el mundo, por si alguien vio algo…
—¿A estas horas?
—Bueno, estos chavales son militares. No les importa. Pero eso es trabajo de equipo, cosas que pueden hacer los agentes de a pie en vez de estar en el bar comiendo rosquillas bañadas en miel. Necesito a un inspector de verdad, no a otro amante de los esteroides.
—Está bien. Iré en helicóptero mañana por la mañana.
—¿Tendremos todo lo que tú sabes? Lo digo porque este profe era una persona muy querida aquí. Piensa que esto es el Instituto Militar de Virginia, no les gusta que pasen cosas raras.
Una pausa, un suspiro ronco.
—Ahora en serio, Kavanaugh, ¿qué vamos a hacer? He sido poli toda mi vida y jamás había visto nada igual. Aparte de las pelis de terror, claro. ¿Tienes algo para mí?
Nick meditó la respuesta y luego le dijo a Calder lo que estaba pensando. El otro le escuchó hasta el final y luego dijo:
—Santo Dios. Entonces no andaba yo desencaminado. Estás más loco que una cabra.
—He intentado advertirte. ¿Y tu hipótesis, cuál es?
—Allá va. Una cosa, esta Delia Cotton está forrada, ¿no?
—La familia Cotton es seguramente la más rica de Niceville. Por no decir de todo el estado.
—Bien, pues a eso voy. Haggard, sin embargo, es solo un pobre jardinero, y además muy amigo de nuestro Dillon Walker, estuvieron juntos en la playa de Omaha y bla, bla, bla, así que deciden quitarla de en medio y…
—Los Walker y los Haggard también están forrados.
—De acuerdo. Entonces se trata de una misteriosa vendetta, algo relacionado con un secreto del pasado. Solo que la cosa está a punto de saltar, o sea que secuestran a la vieja y se hacen desaparecer al mismo tiempo. Consiguen unos fragmentos de metralla, consiguen unos clavos sobrantes…
—¿De dónde? ¿de la tienda de la esquina donde venden clavos de segunda mano y bolsitas de metralla?
—Luego tiran acetona en el suelo, la extienden con un mocho, arrancan el barniz dejando la forma de un cuerpo humano, puede que empleen un soplete para secarlo todo bien…
—¿Y por eso estaba caliente el suelo?
—Sí, señor. Esparcen los trocitos de metal y listo: todo el mundo los da por desaparecidos, cosa de fantasmas, bueno, quiero decir todo el mundo que está chiflado para creer en eso, pero de hecho se han largado a Costa Rica con toda la pasta de Delia Cotton. O sus secretos. O qué sé yo.
—Tiene más sentido que mi hipótesis.
—Claro que sí, amigo. Eso no quita que estés como una cabra. Te conviene dormir un poco. Nos vemos mañana.
Nick colgó, miró hacia la casa a través del cristal del invernadero y vio a Kate en el salón, sacando cosas de una caja grande de cartón, el pelo cayéndole sobre la frente, sus bien cinceladas manos blancas a la luz y una expresión resuelta y concentrada.
Kate le miró con una expresión extraña. Tenía en la mano un fajo de fotografías antiguas.
—Nick, esta es la caja donde mi padre archivaba las cosas de esa investigación que nunca llegó a terminar. Él me dijo que echara un vistazo. ¿Quieres que te enseñe una cosa interesante?
—Claro —dijo Nick, sentándose al lado de ella en el sofá. Kate olía a cartón viejo y a telarañas y tenía la camisa llena de polvo.
Kate buscó entre algunas fotos descoloridas, encontró una de tamaño grande, quizá de veinte por veinticuatro, y la puso sobre la mesita baja.
Era una foto de un tono sepia pero bastante bien conservada todavía, una instantánea del típico grupo familiar, cincuenta personas o más posando en una amplia escalinata de piedra delante de una imponente arcada, rodeados de robles con colgaduras de musgo, caballos en primer plano, un grupo próspero y atractivo, los hombres y los chicos con traje negro y cuello almidonado, las mujeres y las chicas con peinados altos a la moda de entonces, cuellos de encaje y pecheras prominentes, los talles muy ceñidos, los remilgados pies visibles bajo sus enaguas de encaje.
La foto estaba impresa sobre cartón rígido y enmarcada en sinuosos grabados art nouveau. Al pie de la imagen la empresa de tarjetas, Martin Palgrave & Sons, había impreso en delicada letra inglesa:
Kate le dio la vuelta a la tarjeta.
En el reverso, alguien había anotado con florida caligrafía los nombres de todas las personas fotografiadas, empezando por la esquina superior izquierda hasta llegar a la esquina inferior derecha. Había un solo nombre subrayado: Abel Teague.
Al lado del nombre, con una letra diferente, estaba escrito: «vergüenza».
—Vale —dijo Nick, mirando a Kate—. Abel Teague es el hombre que Rainey pidió ver cuando despertó del coma.
—Sí. Me lo dijo Lacy. Hay más. Y no quiero que pienses que estoy…
—¿Como una cabra loca?
—Eso. Hay una cara que me gustaría que vieras.
Kate giró la tarjeta y señaló a una muchacha muy guapa, de cabellos claros peinados con permanente, un cuello largo y elegante, una figura generosa bajo el corpiño, grandes ojos de mirada franca, pálidos de color, labios gruesos entreabiertos. Casi todas las representantes del sexo femenino en la foto eran muy guapas. Esta en concreto llamaba la atención con aquel aire de casi desafiante sensualidad que más de un siglo después aún era patente y que parecía, incluso entonces, mirar a los ojos a Nick.
—¡Uau! Es de infarto.
—Y que lo digas. Pero además resulta que es idéntica a la chica que he visto esta tarde al fondo del jardín.
Kate lo dijo sin exagerar pero con la callada certeza que Nick había aprendido a tomarse en serio. Y eso hizo.
—Entonces ¿es algún pariente? ¿un antepasado?
—Tiene que serlo.
—¿Y se llama…? ¿Sale ahí su nombre?
—Sí. Clara Sylvia Mercer. La famosa Clara de la que hablaba mi padre. Él piensa que podría ser pariente lejana por la parte de los Mullryne y los Walker. Mamá era una Mullryne y su madre una Mercer.
Nick volvió a mirar la fotografía.
«Cómo se parece a Kate».
—Oye, Kate, no estarás pensando que es la misma chica, ¿eh? Esta foto es de 1910 y ahí no puede tener más de quince o dieciséis años. Si viviera, ahora tendría… ciento diecisiete tacos…
—¿Lo dices para ver si estoy como una cabra?
—En absoluto.
—Claro que no es ella, ya lo sé. No puede serlo, pero se parece muchísimo a la de la foto.
—¿Abel Teague sale en este grupo?
Kate desplazó el dedo con el que señalaba hasta ponerlo sobre el torso de un joven de buena planta y ancho de espaldas, con una frente alta y despejada y unos ojos tan pálidos que solo podían ser azules o gris claro.
A Nick le pareció guapo, con una cara que traslucía inteligencia y sentido del humor, quizá incluso cierta arrogancia, pero eso era común a todos. No llevaba chaqueta, solo la camisa y lo que parecía ser un pantalón a rayas de corte militar.
—¿Y eso que pone ahí, la vergüenza?
Kate le lanzó una de sus miradas.
—Papá me dijo que te había hablado de lo que pasa en Niceville. Las desapariciones. Y que a Clara la habían encerrado en Candleford House.
—Sí. La policía estatal no empezó a investigar el centro hasta 1935, pero alguien le prendió fuego antes de que consiguieran descubrir gran cosa.
—Fue el mismo año del incendio en el ayuntamiento de Niceville —dijo Kate—. Casi como si alguien hubiese querido borrar el rastro…
—¿De qué?
—No lo sé, Nick. ¿El rastro que conduciría a Rainey?
—¿A Rainey?
—Papá me hizo muchas preguntas sobre la adopción.
—¿Qué, concretamente?
—Para empezar, cómo fue que Miles encontró a Rainey en Sallytown. Cómo habían muerto sus padres biológicos…
—Los Gwinnett. Se incendió un granero, ¿no es eso?
—Sí. Otro incendio, ya ves. Luego desaparecen sus padres de acogida.
—¿Cómo? Eso no me lo habías dicho.
—Bueno, al menos yo no pude dar con ellos. Después, la abogada que se ocupó de gestionar la adopción (Leah Searle) va y se ahoga un año más tarde.
Nick notó que el poli que llevaba dentro se ponía alerta.
—Resumiendo, incendios y ahogamientos en 1935…
—Y más de lo mismo hace siete años.
—Todo ello relacionado con la familia Teague.
—Sí.
Nick miró la caja con los papeles que había en el suelo y de nuevo a Kate.
—Mañana podría investigar todo esto, ¿quieres?
—Mañana es domingo.
—El enlace del FBI funciona los domingos. Los ordenadores están en marcha. Registros de censo, todo está…
Sonó el teléfono.
Kate contestó. Después de unos treinta segundos de intensa conversación, miró a Nick y formó con los labios las palabras «Lemon Featherlight».
Nick asintió, volvió a examinar la tarjeta del aniversario (la lista de nombres en el reverso) y dio con lo que estaba buscando.
Estaba hacia la mitad de la tercera fila de nombres.
Giró la tarjeta y buscó en la tercera fila. Allí estaba, una mujer alta, de facciones fuertes y porte aristocrático, con una reluciente melena negra sujeta mediante una cinta que dejaba ver el cuello largo y bien torneado.
Su mirada era penetrante, directa. En la foto de tono sepia sus ojos se veían claros; Nick pensó que podían ser verdes.
Aunque tenía cierto aire de sensualidad, Glynis no sonreía en absoluto, como si se encontrara incómoda por algún motivo en medio de aquella gente.
Mirándola, Nick pensó que habría sido una buena amiga y una buena esposa pero que no le sería fácil perdonar una afrenta, y que probablemente tenía esa especial sensibilidad de los sureños para el honor, para la vendetta.
Estudió una vez más la palabra escrita junto al nombre de Abel Teague.
Algo en la caligrafía.
¿De qué le sonaba?
Kate seguía al teléfono.
Nick subió a su estudio y se puso a buscar en el armario, que estaba lleno de uniformes antiguos y no tan antiguos, el azul de gala con sus medallas y sus galones dorados.
Encontró el paquete al fondo de todo y lo sacó. Era rectangular, pesado y compacto, estaba envuelto en una colcha y atado con cinta amarilla. Lo desenvolvió con mucho cuidado.
Era el espejo en el que Rainey Teague había estado mirando, supuestamente, al menos, cuando desapareció como por ensalmo. Tenía un marco recargado, el azogue estaba chapado en oro y el cristal del espejo no era el original pero sí mucho más viejo que el marco, un tipo de cristal plateado que, según decía Moochie, se remontaba a mediados del siglo XVII y procedía posiblemente de Irlanda.
Nick miró su propio reflejo, como si quisiera desafiar al espejo a cobrar vida propia.
Su rostro se veía distorsionado y extraño; el cristal estaba picado y combado, parte del revestimiento de la cara posterior estaba desconchada. Era un objeto pesado, y aunque Nick solía mantener el estudio fresco temiendo por el ordenador, el marco parecía estar caliente, de hecho casi quemaba.
Giró el espejo y examinó la tarjeta de lino de la parte de atrás, la rúbrica.
Había subido la fotografía del aniversario. La puso al lado para comprobar la letra de ambas cosas.
No era experto en caligrafía, pero hasta él pudo ver que se trataba de la misma letra. Si Glynis Ruelle había escrito la nota en el reverso del espejo, era también ella quien había escrito «vergüenza» al lado del nombre Abel Teague.
Kate le estaba llamando.
Cuando volvió a bajar y entró en el salón con el espejo, se encontró a Kate tecleando en su portátil.
Ella alzó la vista hacia él.
—Era Lemon. Dice que las farolas de Garrison Hills están todas apagadas.
Nick se sentó, repentinamente cansado.
—¿Y las de dentro, las de la casa?
—Funcionan. Él dice que es como si algo estuviera presionando los cristales.
Fue el instinto lo que le hizo pronunciar a Nick las siguientes palabras:
—Dile que no abra ninguna puerta ni ninguna ventana.
Kate le miró, sorprendida.
—¿Por qué?
—Es solo un presentimiento. Vamos, llama y dile eso. Por favor.
Kate cogió el teléfono y marcó.
Silencio.
Un minuto largo.
Colgó.
—No contesta.
Pausa.
—Será un fallo eléctrico.
—Sí, supongo. Le llamaré al móvil —dijo Kate.
Lo hizo, y le salió el buzón de voz.
—No lo coge.
—¿Para qué te llamaba Lemon?
—Ha encontrado algo en el ordenador de Sylvia. Me lo acaba de enviar en un archivo adjunto.
Kate giró el ordenador para mostrarle la pantalla, y Nick pudo ver dos imágenes, aparentemente copias escaneadas de un documento antiguo; y una tercera, una columna de periódico, también escaneada y muy antigua a juzgar por su aspecto.
Nick se inclinó para ver mejor los documentos.
—¿Qué son?
—Notificaciones del servicio militar obligatorio. Son de junio de 1917. Hay dos. A nombre de John Hardin Ruelle y de Ethan Bluebonnet Ruelle. Fíjate en la firma del empleado.
—¿Jubal? Ese era tu abuelo, ¿no?
—Exacto. Estos documentos estaban archivados en el ordenador de Sylvia junto con una copia del censo de 1910. En el censo, John y Ethan Ruelle constan como «único sostén de la familia». Según Lemon, eso significa que de entrada ni siquiera deberían haber estado en una lista del servicio militar. Adivina quién consta como esposa de John Ruelle.
—Glynis.
—Premio. Lemon me ha mandado también una columna del Cullen County Record con fecha 27 de diciembre de 1921. —Kate abrió el archivo adjunto.
HÉROE DE GUERRA RESULTA MUERTO EN DUELO ILEGAL
Las autoridades están investigando la muerte por negligencia del teniente Ethan Bluebonnet Ruelle en un duelo a pistola que tuvo lugar la pasada Nochebuena frente al almacén y guarnicionería de Belfair. Según testigos presenciales, el señor Ruelle, héroe de la Gran Guerra, que perdió un ojo y el brazo izquierdo en Mons, fue abordado por el teniente Colin Haggard junto al almacén de Belfair. Se produjo una discusión y los dos hombres acordaron batirse en duelo allí mismo. En el intercambio de disparos el teniente Ruelle fue herido en la cara y falleció poco después. El teniente Haggard, asimismo veterano de la misma guerra, fue retenido por varios ciudadanos.
Al ser interrogado sobre la índole de la disputa, el teniente Haggard declaró que el teniente Ruelle había puesto en entredicho su honor en relación con un episodio de la guerra. No se le han imputado cargos todavía pero se está estudiando esa posibilidad.
La ciudadanía parece estar en contra del teniente Haggard. Muchos piensan que el teniente pertenece a lo que se conoce como el Bando Teague en una larga desavenencia entre la familia Ruelle y Abel Teague en relación con lo que los Ruelle consideran desde hace mucho tiempo una cuestión de promesa incumplida con respecto a Clara Mercer. Clara Mercer es la hermana pequeña de la cuñada del teniente Ruelle, Glynis Ruelle, viuda del capitán John Ruelle, muerto en la misma batalla en la que resultó herido el teniente Ethan Ruelle. La señorita Mercer se ha visto muy afectada por las consecuencias del choque entre familias y, en el momento de escribir esta crónica, se halla bajo el amparo de la familia Ruelle.
Según parece, el teniente Haggard ha estado involucrado en más de un duelo ilegal a lo largo de los años y está considerado un pistolero, cosa que ha suscitado la ira de los ciudadanos locales.
El jefe de policía del condado de Belfair, honorable Lewis G. Cotton, ha declinado por el momento intervenir.
—Están todos —dijo Nick después de leerlo dos veces.
Kate asintió.
—Fue mi propio abuelo quien firmó los papeles para mandarlos a los dos a la guerra. Para que así no pudieran seguir metiéndose con Abel Teague. No me lo puedo creer. Qué cosa más horrible.
Difícilmente se le podía llevar la contraria, y Nick optó por no hacerlo.
—¿Hay algún otro documento que pruebe que los Ruelle hicieron realmente eso, retar a Abel Teague?
—Lemon no ha podido encontrar nada, pero sigue buscando. Papá me dijo que, a juzgar por la época, es muy probable que ocurriese y que Abel Teague lograra escabullirse del duelo. Más de una vez.
—Así que John muere en la guerra. Y Ethan regresa…
—Herido. Lisiado.
—Y, claro está, el rencor sigue vivo —dijo Nick—. Probablemente mucho peor. Quizá Ethan lo intentó de nuevo.
—No le habría faltado razón. Su hermano ha muerto y Clara está otra vez en la granja enloqueciendo calladamente mientras Abel Teague se pasea por la ciudad con una sonrisa en los labios.
—Entonces alguien, seguramente el propio Abel, buscó un sustituto. Ese Colin Haggard.
—Ethan debería haber declinado pelear. Nadie se lo habría echado en cara.
—Salvo él mismo —dijo Nick.
Kate miró la foto de aniversario, todos aquellos rostros, aquellas vidas. La volvió a meter en la caja, puso la tapa y se recostó en el sofá.
—¿Hiciste hacer un mpeg de lo que visteis en el sótano de la casa de Delia?
—Sí. Beau me pasó un lápiz de memoria.
—¿Lo tienes aquí?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—¿Por qué?
—Porque soy tu mujer.
—Ah, y sientes… ¿curiosidad o algo?
—Enséñamelo, anda. Por favor.
Nick dudó. Luego metió la mano en el bolsillo y extrajo un lápiz USB de Sony.
Kate lo conectó a su portátil. Al cabo de un rato apareció la ventana del reproductor y el clip empezó a correr de manera irregular, la imagen con mucho grano pero aun así lo suficientemente clara.
Nick se vio a sí mismo delante de una larga pared de piedra, iluminado por el fulgor procedente de lo que parpadeaba en la pared del sótano, un rielante campo, todo él verde, un resplandor azul por toda la base. La imagen dio un salto y se enderezó de nuevo. Beau había encontrado la manera de girar la imagen al hacer la copia de la cinta.
Ahora se veía una amplia hilera de pinos y robles, un bosque denso al borde de un campo arado, gente trabajando en él con palas, sacando de la tierra una cosa larga y oscura. Más allá una rastra tirada por un tractor.
—¿Puedes pararlo ahí, Kate?
Ella congeló la imagen.
—¿Puedes aumentar el tamaño?
Kate pulsó el zoom y la imagen se acercó, aumentada. Nick se inclinó para ver mejor la rastra, la pila de piedras blancas. Kate también estaba pegada a la pantalla y Nick pudo sentir su olor y el calor de su cuerpo. De pronto notó que se ponía rígida y se apartaba.
—¿Eso son cráneos, Nick?
—Sí —dijo él—. Es lo que yo pensé. Pásalo un poco más. Creo que ahora sucede algo. Quiero ver si yo tenía razón.
Kate puso el vídeo en marcha otra vez. En la pantalla aparecía aún Nick y de fondo se oía la voz de Beau.
«En serio, Nick, no lo toques».
«Solo voy a…».
Y luego como un siseo, un rumor intenso que llenó la habitación.
Nick se inclinó aún más hacia la pantalla.
Al cabo de un momento, la imagen de la granja parpadeaba y desaparecía para cambiar acto seguido a un trecho de césped, una cerca de hierro, un furgón de seguridad rojo y blanco aparcado junto al bordillo, un joven negro de uniforme.
—¿Qué era? —preguntó Kate—. ¿Qué pasó ahí? ¿Qué era ese ruido, ese siseo?
—El gato de Delia. La gata. Estaba debajo de la caldera. Lo que ocurrió fue que la imagen se… transformó por completo. Era un campo con gente trabajando, unos árboles al fondo…
—Una rastra cargada de calaveras.
—Sí. Y un momento después se ve la calle que hay delante de la casa de Delia.
Silencio.
—¿Tú qué crees que significa? —preguntó Kate.
—No tengo la menor idea.
—Era un lugar real, ¿no?
—Al menos lo parecía. ¿Tal vez un cementerio? En el Sur hay muchos así.
—Podríamos buscar en el archivo fotográfico, a ver si encontramos algo parecido. Los pinos, el campo, a mí me recuerda a la zona del Belfair Range.
—Los Ruelle tenían una propiedad al sur de Sallytown. Tu padre lo mencionó. Eso estaría justo en medio del Belfair Range. Solo ahí se encuentran pinos tan viejos. ¿Puedes guardar el vídeo en el ordenador?
—Sí —dijo Kate, y clicó «Guardar como».
Algo parpadeó en el exterior. Las farolas de la calle se apagaron.
—¡Fantástico! —dijo Kate—. Ahora vienen a por nosotros.
—Kate. Es un corte de suministro, ¿vale?
—Bueno, pues haz esas cosas que hacéis los hombres.
Nick se puso de pie y fue a la ventana del salón. Fuera estaba todo oscuro, pero en la casa seguía habiendo corriente. Entre los árboles alcanzó a ver luces, lo cual quería decir que las otras casas de la calle tenían corriente. Kate estaba sentada en el suelo y le miraba, muy pálida.
—Lo que yo te decía. Es un apagón.
—Entonces ¿por qué hay luz en casa?
—Las farolas van por otra acometida.
Nick levantó el teléfono, escuchó el tono y marcó el número de Sylvia. El teléfono sonó y sonó. Lo dejó correr y volvió a mirar hacia la calle. No pudo ver más que su reflejo en el cristal, una figura iluminada, Kate en el suelo a su lado, mirando hacia el exterior.
—Iré a comprobar el diferencial.
—En las películas de terror, el que baja al sótano para comprobar el diferencial es el primero al que matan.
—Pero esto no es una película de terror.
—Bueno, pues un cuento de fantasmas.
—Creo que necesitas beber algo.
—Es verdad. Y tú también.
Nick fue por el pasillo hasta la cocina y desde la ventana miró hacia el invernadero. Un cálido fulgor amarillo lo iluminaba, las luces del patio estaban encendidas bañando de luz suave el césped de la parte de atrás de la casa y los tilos que había al final de la cuesta.
Estaba sirviendo dos vasos de beaujolais Louis Jadot cuando oyó el timbre de la puerta. Dio media vuelta y regresó por el pasillo. Allí había alguien. Una mujer con un burka negro.
Oyó a Kate yendo hacia el vestíbulo.
—No abras —dijo Nick alzando la voz.
La figura de negro permanecía en el pasillo, cambiante y borrosa, pero supurando peligro.
Kate había llegado a la puerta. Por los vidrios laterales vio una imagen familiar, bañada en el resplandor ambarino de la luz del porche; gabardina, bufanda, la fatiga escrita en todas sus arrugas. Y una voz también familiar.
—Kate. Cariño, soy papá. ¿Estás en casa?
A Kate se le paró el corazón.
—Nick, es papá.
—Kate —dijo él—, ese no es tu padre.
Sin poder evitarlo, Kate avanzó hacia la puerta y su mano, como si no le perteneciera, se posó en el tirador de latón.
Nick tuvo que hacer un gran esfuerzo para moverse. Lanzándose derecho hacia la figura de negro, la atravesó como si fuera de aire (una sensación fugaz de calor intenso, como estar demasiado cerca de una bomba casera al detonar, una oleada de ira ciega, y la sensación de que algo le tironeaba la piel como si quisiera comérselo), y una vez al otro lado corrió hacia la puerta. La encontró abierta de par en par.
Algo negro e informe parecía flotar en el vestíbulo, llenándolo por completo y expandiéndose hacia Kate. Nick tiró de ella y la apartó. La forma pareció detenerse, se reconfiguró, se estremeció y, de repente, fue como si explotara ante ellos. Una voz sonó a espaldas de Nick y Kate, una voz de mujer.
—Clara. Detente.
Al volverse vieron a una mujer en mitad del salón, una mujer alta y ajada con un rostro bello, de facciones fuertes, hundidos ojos verdes, curvas agradables, larga y lustrosa melena negra. Iba descalza y llevaba puesto un vestido blanco de verano.
Estaba justo enfrente del espejo antiguo con su firma detrás. El cristal del espejo resplandecía con una luz verde claro iluminando la figura, dotándola de un halo lo bastante intenso como para que se viera su cuerpo desnudo a través de la fina tela del vestido.
—Clara. No. Ven a casa.
Nick y Kate miraron de nuevo hacia atrás, pero la figura de negro ya no estaba. Una mujer joven con vestido verde de tirantes parecía indecisa en el pasillo, era guapa y tenía unos amables ojos castaños y el pelo abundante y rojizo. Clara Mercer.
Clara meneó la cabeza y dio un paso hacia atrás poniéndose a la luz de la lámpara que había sobre el porche. Su figura perdió consistencia. La otra mujer, Glynis Ruelle, volvió a hablar, con más énfasis y cierta impaciencia, suplicando a la otra.
—Clara. Abel ha muerto. Lo tengo conmigo. A punto para la cosecha. Todo ha terminado. Vuelve.
La tensión entre ambas se convirtió en una vibración claramente audible. La vibración cobró volumen, subió de frecuencia hasta alcanzar una nota aguda, penetrante y dolorosa, en el umbral mismo del ultrasonido. El espacio se llenó de la luz verde que emanaba el espejo de Glynis Ruelle.
Clara habló.
—¿Abel está muerto?
—Sí.
—¿Se enfrentó a tu hombre?
—Sí. Y hemos recibido la debida satisfacción.
Clara dudó. Por momentos la imagen se volvía borrosa; la nube negra regresó y finalmente se desvaneció en la negrura del exterior.
Clara dio un paso al frente, atravesó sin más los cuerpos de Nick y Kate en el pasillo; ambos lo notaron: tristeza, desconsuelo, pérdida, rabia. Entonces se situó dentro del aura verde y encaró a Glynis.
La luz procedente del espejo creció, fluctuó y de repente se extinguió por completo. Se quedaron solos en el vestíbulo, con la puerta abierta y el resplandor de la luz del porche iluminando el suelo de piedra del pasillo.
Al poco rato, en medio del silencio en que estaban sumidos, Kate cerró la puerta, giró el pestillo con mano temblorosa, fue hasta el espejo (había quedado apoyado en una silla), estiró el brazo para tocarlo, estaba caliente como la sangre, y lo movió hasta ponerlo boca abajo sobre la moqueta del suelo.