Glynis despertó a Merle a medianoche. Él estaba en plena pesadilla y el sobresalto le dejó la nuca dolorida. Se encontraba en el desván, tumbado encima de las sábanas, chorreando de sudor. La luna surcaba un campo de estrellas. Se oía cantar a los grillos en el pinar y el ronroneo del generador más allá del establo. Glynis estaba desnuda a los pies de la cama.
—Es la hora —dijo.
Merle le tendió los brazos y ella avanzó suavemente para dejarse abrazar. Después, en la paz y la quietud de aquel instante, ella le preguntó si le importaría usar un nombre falso para hacer lo que iba a hacer dentro de unas horas. Él la miró y le acarició la mejilla.
—Si tú lo quieres, no. ¿Qué nombre?
—Cuando lo tengas delante, caso de que llegue el momento, ¿le dirás que te llamas John?
—¿John? ¿Como tu marido?
—Sí. Se llamaba John. ¿Lo harás?
—Por descontado —dijo él, atrayéndola de nuevo.
A primera hora se vistieron en silencio, compartieron cigarrillos y una taza de café fuerte en la cocina y ella lo acompañó hasta la entrada del Belfair Pike, donde estuvieron observando un rato a Júpiter, que correteaba por el campo de hierba húmeda de rocío, haciendo temblar el suelo bajo sus cascos.
El Blue Bird estaba ya esperando con el motor al ralentí, y el viejo negro recostado en la puerta fumando un cigarrillo liado a mano.
Glynis le pasó la bolsa a Merle (la bolsa pesaba, con el Colt y los cargadores de repuesto), le dio un beso, esta vez con ardor, se apartó un poco y sepultó la cara en su cuello. Después dio media vuelta y regresó por el camino hacia la casa.
Jupiter relinchó desde el otro extremo de los campos y agitó su enorme cabeza. A mitad de camino Glynis se volvió para saludar, pero Merle ya estaba subiendo al autobús y no la vio. Para cuando se hubo acomodado en su asiento, ella ya estaba a la sombra de los robles.
—¿Niceville? —dijo el viejo, arrancando.
—No. ¿Va a Sallytown?
El viejo señaló hacia la casa con un gesto de cabeza.
—La señora Ruelle nos ha alquilado para todo el día, a mí y al Blue Bird. Si quiere le llevo hasta Nueva Orleans, ¿qué me dice? Podemos tomarnos un buen Houlihan y luego volver en un furgón celular.
Merle sonrió.
—Ojalá pudiera. La semana que viene, quizá. Hoy tengo que ir a Sallytown.
—¿A algún sitio en concreto?
—Al Centro de Cuidados Paliativos Gates of Gilead. ¿Lo conoce?
—Hombre, claro —dijo el viejo, más para sí mismo que para Merle, y no volvió a abrir la boca hasta varios kilómetros más adelante.
Al rato la carretera emergió del bosque antiguo y continuó por los pastos que se extendían hasta el norte del Belfair Range.
El primer sol era como un pequeño y furioso incendio sobre las colinas del este cuando el chófer volvió a hablar.
—Creo que no sé cómo se llama usted, caballero.
—John Ruelle.
—¿El marido de la señora?
—Así es.
—Me alegro de que haya vuelto, señor Ruelle. La señora Ruelle es toda una dama. Esa plantación supone muchísimo trabajo, y a ella le toca hacerlo todo desde que ese Haggard le pegó un tiro al señor Ethan… En fin, la gente la admira mucho por su valor. Es como aquella Penélope cuyo marido tuvo que marcharse para poner sitio a Troya. Lleva demasiado tiempo sola. Desde la guerra. Es una suerte que haya vuelto usted sano y salvo.
—Gracias.
El conductor meneó la cabeza.
—A mi hijo lo mataron.
—¿De veras? Lo siento mucho.
—Maldita guerra. Espero que no se ofenda, señor.
—En absoluto.
—A mi hijo lo llamaron a filas.
Como estaba casi seguro de que el Congreso había anulado el servicio militar en 1973, Merle decidió cambiar de tema.
—Yo tampoco sé cómo se llama usted.
—Albert Lee, como el general, no como Minnesota —dijo el hombre con una sonrisa, recurriendo sin duda a un viejo chascarrillo.
—Mucho gusto en conocerle, señor Lee —dijo Merle.
—No, por favor, llámeme Albert.
—Solo si nos tuteamos.
Pausa.
—¿Le gusta a usted la bebida?
—Bueno, de vez en cuando no digo que no a un bourbon.
Albert Lee movió los carrillos y sus dientes relucieron con un rayo del primer sol.
—Pues casualmente tengo aquí una petaca de Napoleon. Sería un honor compartir un trago con usted.
Retiró una mano del volante, estiró el brazo hasta un compartimento alto y bajó una petaca plateada. Merle se levantó para ocupar el asiento contiguo al del conductor. Albert Lee echó un trago y le pasó la petaca a Merle, que bebió también. El coñac le bajó como una cinta de seda azul empapada en fuego líquido.
Y le calentó hasta los tacones de las botas.
—Este coñac es muy bueno, Albert —dijo, devolviéndole la petaca.
—La verdad es que sí. No suelo beber esto en días de trabajo normales, pero hoy, no sé por qué, noto como si fuera un día especial.
—Tienes razón —dijo Merle.
Siguieron pasándose la petaca en amigable silencio durante un trecho. Merle le ofreció un cigarrillo, que el otro aceptó e hizo girar entre sus artríticas manos, las palmas brillantes a la luz dorada, los ojos con una chispa de humor e inteligencia.
—Vaya, lleva filtro. En el Belfair Range no se ven muchos así. En Niceville, quizá sí, pero aquí no. Antes los compraba en la vieja guarnicionería del Belfair Pike, pero el año pasado dejaron de fiarme, por la crisis.
Merle, por su parte, estaba pensando que en la guarnicionería del Belfair Pike ya no fiaban a los clientes por la sencilla razón de que Charlie Danziger había prendido fuego al local el viernes por la tarde. Sin embargo, siguiendo con la tónica de «más vale no menearlo» y sospechando que Albert Lee, pese a su afabilidad, no era más que otro lugareño medio pirado, declinó hacer ningún comentario.
Sacó el mechero y le ofreció fuego a Albert. Luego encendió su propio cigarrillo, y ambos contemplaron la campiña a su alrededor, la bruma matutina que despedían los campos, todos los árboles de un azul neblinoso, las formas negras del ganado en los campos de colza moviéndose como a cámara lenta bajo una luz suave y titilante.
Vieron la plateada aguja de una iglesia al reflejarse en ella el sol, una muesca puntiaguda en el horizonte, y Albert, señalando con la colilla de su cigarrillo, le dijo que era la iglesia de Saint Margaret, en Sallytown.
Al oírlo, Merle sintió un fuerte tirón en el vientre y se recostó en el respaldo, contemplando la aguja de la iglesia como si se tratara de la punta de un cuchillo.
Albert notó algo.
—No quiero meterme en la vida de nadie, pero ¿cree que necesitará ayuda cuando lleguemos a Sallytown?
—¿Ayuda?
—Bueno, casi todo el mundo sabe que va usted allí para retar al señor Abel Teague.
—¿De veras? —dijo Merle, sorprendido pero no del todo. Lo raro habría sido que no se hubiera enterado nadie.
—Pues sí —dijo Albert Lee, volviendo la cabeza para mirarle—. Y muchos opinan que eso se veía venir. La señora Ruelle lo sabe, supongo.
—Sí.
—Me pareció que ella le miraba de un modo especial, como si temiera no volver a verle nunca más. ¿Iban a seguir las normas irlandesas?
—Él ya tuvo su oportunidad.
Silencio.
—La señora dijo que quizá vendrían dos más, parientes de ella que estaban en deuda con los Ruelle, un tal señor Haggard y un tal señor Walker, pero veo que va usted solo, o sea que imagino que no habrá eso que llaman padrinos. Aparte de que al señor Teague ya le pidieron antes que aceptara el duelo y se negó.
—Eso he oído, sí.
Estaban en las afueras de la ciudad, un puñado de casas victorianas todavía en sombras, pulcras construcciones de ladrillo con ventanas estrechas, porches pintados de blanco, al borde de avenidas flanqueadas de árboles. Siguieron dando tumbos por la calle principal y única; todos los comercios estaban cerrados y con las persianas echadas. A Merle se le había acelerado el pulso y estaba tratando de acompasarlo.
—El hospital está en Eufaula Lane, un poco aparte de la ciudad, en una zona ajardinada, dos manzanas más y luego torcemos a la derecha. No me ha dicho si iba a necesitar ayuda, John. Yo siempre llevo algo en el autobús por si sube algún malhechor.
Se inclinó hacia la izquierda, buscó debajo de su asiento y sacó un revólver de acero inoxidable, feísimo, pero tan limpio que relucía.
—Es un Forehand & Wadsworth que me dio mi padre. Estuvo en la guerra de Sudáfrica. Dispara balas del calibre 38. Para largo alcance no sirve, pero de cerca es bastante bueno. Lo consideraré un favor personal si me permitiera acompañarle.
Dobló la esquina y detuvo el autobús como a treinta metros de un edificio de una sola planta y tejado plano, todo él de ladrillo amarillo, que más parecía un fortín que una clínica.
Las casas de alrededor eran anticuadas, alguna que otra ventana despedía una cálida luz amarilla, alguna lámpara de porche aún brillaba en la claridad matutina. A lo lejos un perro empezó a ladrar, de alguna parte les llegó sonido de música. Vencejos, golondrinas y huilotas dialogaban en la cúpula arbórea que dominaba la calle.
El centro de cuidados paliativos estaba protegido por una reja de hierro forjado con barrotes de dos metros y medio y tenía una sola verja de entrada, que estaba abierta. La clínica propiamente dicha se hallaba en medio de un gran parque repleto de sauces y robles de Virginia con caprichosas colgaduras de musgo, ahora amortajados todavía en la densa niebla matinal. Tenía pocas ventanas, y algunas de ellas despedían una desangelada luz institucional. Vieron una puerta solamente, dos grandes hojas de madera recia bajo un arco de piedra, delante de un camino en semicírculo.
Había un pequeño rótulo de metal, azul con letras doradas, sujeto a la reja al lado de la entrada.
GATES OF GILEAD
CENTRO DE CUIDADOS PALIATIVOS
NO SE PERMITEN VISITAS
En el umbral había dos hombres de raza blanca, camisa azul y pantalón negro. Estaban sentados en sendas sillas de madera e inclinados sobre las patas traseras, fumando, y a juzgar por cómo ladeaban la cabeza, observaban al Blue Bird, parado allí delante con el motor en marcha y resollando tras el trayecto.
—Me parece que nos esperan —dijo Albert, mirando a los dos hombres—. ¿Qué quiere hacer, John?
Merle se puso de pie, alcanzó la petaca del salpicadero, tomó un sorbo y se la pasó a Albert Lee.
—Acepto tu ofrecimiento de venir conmigo, si es que todavía tienes ganas…
Gran sonrisa por parte de Albert.
—Gracias. Me vendrá bien un poco de acción.
Tomó un sorbo, volvió a enroscar el tapón, guardó la petaca y apagó el motor. Luego sacó las llaves y las metió en el compartimento, al lado de la petaca.
—Más vale dejarlas aquí —dijo—, por si uno de los dos vuelve solo.
Se puso de pie con esfuerzo, miró el revólver que tenía en la mano, comprobó que hubiera balas en las seis recámaras y luego miró a Merle con ojos diáfanos y serenos, observando cómo este por su parte extraía el cargador, comprobaba la recámara, introducía nuevamente el cargador y accionaba la corredera, que produjo un satisfactorio ruido metálico.
Se estrecharon la mano y Merle bajó del autobús. Los hombres en mangas de camisa se habían levantado y miraban fijo hacia ellos.
Entonces ocurrió algo. Fue casi inmediatamente después de que Merle pusiera el pie en la acera. Estaba allí parado, tragándose la adrenalina, contemplando la calle, el edificio de ladrillo, el adormecido barrio residencial, cuando de una manera contundente pero imposible de definir, la calle entera experimentó un brusco cambio.
Las viejas y confortables casas fueron engullidas por una niebla más densa, las luces de los porches menguando a pequeñas chispas para extinguirse al momento, las ventanas de cálida luz amarilla volviéndose negras. Estaban allí solos en medio de la niebla espesa, a través de la cual solo se adivinaba el centro de cuidados paliativos, una especie de túmulo delante de ellos.
La luz lechosa se fue volviendo amarillenta y siniestra. El olor a tierra fresca, a hierba segada y a aire matutino dejó paso a una fetidez salobre, a azufre y amoníaco, un hedor de cosa muerta y semienterrada.
El edificio bajo de ladrillo pareció hundirse más aún en el césped que lo rodeaba y se volvió más oscuro, más impenetrable, más distanciado del mundo normal, como una bestia retrocediendo en su cueva. Los robles de alrededor se tornaron más negros, más anchos, y sus ramas crujieron como huesos viejos mientras las hojas parecían cobrar vida con su murmullo.
El aire semejaba llevar miasmas de rencor y de peligro, miasmas que se enroscaron como serpientes en torno a sus cuerpos mientras permanecían los dos allí quietos en silencio. La luz fluorescente de las ventanas había desaparecido, y ahora sus angostas aberturas estaban negras y cerradas.
Los pájaros dejaron de cantar entre las ramas, el perro ya no ladraba, no se oía ninguna música a lo lejos. La brisa de la mañana se transformó en un murmullo grave que parecía salir directamente del suelo que estaban pisando.
Si antes estaban en un lugar, no era el mismo en que se hallaban ahora. Merle caminó unos pasos y se volvió en el momento en que Albert le alcanzaba.
—¿Hemos visto lo que hemos visto?
—Sí —dijo Merle con la voz tensa, tragándose el miedo—. Todo ha cambiado de repente.
—Ya. Pero ¿cómo?
Merle tragó de nuevo.
—No tengo ni idea.
Dos siluetas armadas se acercaban a ellos a través de la niebla, formas altas, oscuras, de hombre.
—Ahí vienen más —dijo Albert Lee—. Quizá deberíamos volver al autobús. Aquí pasa algo…
—Sí, es verdad —repuso Merle—. Pero tenemos que terminar el trabajo. No te culpo, si prefieres volver al autobús, solo te pido que no te marches hasta que esto haya acabado.
Albert Lee meneó la cabeza.
—Si usted se queda, yo también. ¿Algún plan?
—Que no nos peguen un tiro.
Albert enderezó la espalda, se ajustó la chaqueta, expulsó el aire y mostró una sonrisa irónica.
—No es mal plan.
Echaron a andar despacio, teniendo que agachar la cabeza para evitar las ramas de un sauce, separados el uno del otro, Merle con el Colt en la mano derecha y el brazo bajo, Albert con su revólver en la izquierda, medio levantado. Tenían ante ellos a un mínimo de cuatro hombres, los dos que estaban en la calle y los dos que esperaban junto a las puertas de la clínica.
Uno de los que iban en mangas de camisa se volvió para abrir las puertas y entró un momento. El otro, que era mayor, lucía un bigote canoso y tenía pinta de sheriff de pueblo, salió a la verja cuando estuvieron a unos seis metros de distancia y se plantó en mitad de la calle, bloqueando el paso, a escasos metros de los otros dos hombres. Vieron que del brazo derecho, y sujetada con una sola manaza, le colgaba una escopeta de doble cañón y calibre 12.
—¿Qué vienen a hacer aquí?
—Hemos venido a ver a Abel Teague —dijo Merle, sin dejar de caminar. Notó que Albert se apartaba un poco hacia la izquierda. En función del cartucho y del agolletado del cañón, un calibre 12 podía producir una nube de fuego de noventa centímetros de anchura a una distancia de seis metros.
El hombre frunció el entrecejo.
—Él no ve a gente como vosotros. Nunca. ¿No habéis leído el letrero?
—¿Gente como nosotros? —inquirió Merle—. ¿Y eso qué quiere decir?
El hombre los miró alternativamente y luego dijo:
—Ya lo sabéis.
—No. Dínoslo tú.
La cara del tipo se volvió menos humana.
—Cazadores de recompensas. Venís de parte de ella.
—¿Y tú, de parte de quién vienes?
La pregunta pareció desconcertarlo.
—Yo y los otros venimos de parte de él.
—¿De Abel Teague?
—Sí. Del señor Teague.
—Y vosotros ¿qué sois?
La mirada del hombre se tornó más remota, y en ella brilló una luz fría.
—Nosotros vivimos aquí. No vamos a ninguna otra parte. No hay otro sitio adonde ir. Vivimos en este edificio y cuidamos del señor Teague. Hacemos su trabajo.
Fue Albert quien habló ahora, con voz temblorosa.
—John, creo que no vale la pena seguir hablando.
El hombre volvió la cabeza al oírle, y sus facciones parecieron alterarse.
El silencio que siguió fue largo.
—Albert, ¿tú estás conmigo?
—Desde luego.
Merle dio otro paso al frente y se plantó.
—Hemos venido a ver a Abel Teague —dijo, sintiendo crecer la furia por dentro—. Quítate de en medio y déjanos pasar.
El hombre midió a Merle una vez más, todavía con la mirada cambiante, y luego levantó el arma, el cañón moviéndose de un lado a otro. Merle le metió un balazo en medio de la frente.
El impacto se llevó consigo un buen pedazo de la mitad superior de su cabeza. El sonido resonó en la neblina y una gran bandada de pájaros, cuervos, alzó el vuelo en brumosa nube y empezó a volar en círculos, lanzando graznidos.
El hombre cayó de rodillas al tiempo que la escopeta rebotaba en el suelo, y luego se inclinó hacia delante y aterrizó de bruces con un golpe sordo.
Allí se quedó.
Albert había levantado su pistola y el chasquido seco de su disparo resonó en el oído derecho de Merle.
En la cara de uno de los hombres que estaban detrás del que había caído apareció un gran agujero negro, y el hombre se desplomó de espaldas. El otro estaba listo para disparar: se oyó una ensordecedora detonación y el cañón del arma vomitó una nube de fuego azulado.
Merle sintió en el cuello y la oreja izquierda la mordedura caliente de unos perdigones cuando la nube de proyectiles pasó por su lado. Permaneció en pie mientras el otro cargaba de nuevo y le disparó cuatro veces a la cabeza. El cráneo explotó, produciendo una mellada nube de sangre negra y astillas de hueso, pero el hombre aguantó de pie medio segundo más, manipulando todavía la escopeta.
Albert intervino. Le metió dos balas en el pecho y el hombre cayó por fin. Albert se acercó a él, le quitó la escopeta, la arrojó hacia la niebla y la oyeron caer con un ruido metálico amortiguado.
Albert miró los cuerpos tendidos y luego a Merle.
—Sean hombres o sean fantasmas, está claro que podemos matarlos.
Volvieron a cargar sus armas y siguieron avanzando. Al llegar a la verja enfilaron el camino para peatones. De la oscuridad más allá de la entrada surgió un chorro de llama azul.
Merle sintió un aguijonazo en la mejilla derecha y, un momento después, oyó en ese mismo lado el ladrido del 38 de Albert.
Alguien que estaba escondido en el portal cayó hacia el exterior y se desplomó allí mismo, moviéndose todavía, los recios brazos atrapados bajo el tórax. Merle le metió una bala en la nuca y el ruido de la detonación resonó en el vestíbulo a oscuras.
Albert se adelantó. Al final del pasillo de entrada vieron un destello de fuego azul seguido de varias detonaciones. Una bala pasó rozando la mejilla de Merle. Albert soltó un gruñido, su cuerpo se inclinó hacia un lado y cayó de rodillas, levantando el revólver. Hicieron fuego los dos a la vez. La sólida descarga del Colt se fundió con el estallido más liviano del 38, y el fulgor de los disparos iluminó a una figura agazapada al extremo del pasillo, alguien vestido de azul oscuro.
Los disparos de Albert peinaron el suelo de terrazo sin ton ni son hasta que se quedó sin balas y tuvo que cargar otra vez. El que estaba al fondo del pasillo seguía disparando, visible únicamente gracias al minúsculo destello del cañón de su arma.
Merle volvió a cargar, tiró de la corredera, pasó junto a Albert y avanzó sintiendo cómo las balas le tiraban del pelo y de la camisa.
Apuntó bien y dio tres veces en el blanco, guiándose por el destello de su propio cañón. Vio cómo las balas alcanzaban al guardián y cómo este caía hacia atrás.
Todo el pasillo estaba lleno de humo y apestaba a cordita. El oído derecho le zumbaba de mala manera.
—Mire a ver si hay luz —dijo Albert, agachado todavía y con la mano izquierda sobre el vientre, el revólver en la derecha.
Merle buscó junto a la puerta, accionó un interruptor, y no pasó nada.
Albert retiró la mano y se miró la palma llena de sangre. Merle se dio cuenta de que era un blanco perfecto, allí de pie a la pálida luz que entraba de fuera. Se puso de rodillas, agarró a Albert por la chaqueta y tiró de él unos cuantos metros, hasta quedar los dos con la espalda contra la pared.
Todo estaba en calma.
No se oía nada en absoluto.
El lugar estaba a oscuras y en silencio.
A Albert le costaba respirar.
Merle notó el olor a sangre.
—Tengo que seguir adelante —le dijo a Albert—. ¿Crees que estarás bien?
—Usted siga —dijo Albert—. No se preocupe por mí.
Merle comprobó el cargador, lo cambió por el tercero, y último, de los que llevaba y tiró otra vez de la corredera. Le dio una palmada en el hombro a Albert y se incorporó con la espalda ligeramente separada de la pared, recordando de pronto que cuando se disparan balas en un pasillo, estas tienden a subir por la pared, si impactan con ella, de modo que lo mejor era no andar pegado a la pared sino dejar un poco de espacio. Merle confió en que eso fuera verdad.
Avanzó por el largo y estrecho corredor dejando atrás varias puertas que le recordaron a las que había en Lady Grace antes de llegar a la habitación de Rainey Teague. Cuando estaba casi al final, sus botas toparon con algo blando.
Se arrodilló y palpó una mano, una mano de hombre, fría y fláccida, mojada. Levantó la suya propia y notó que los dedos le olían a cobre.
El que estaba en el suelo se movió y Merle le oyó respirar entrecortadamente. Tanteó el suelo y encontró una pequeña pistola semiautomática. Estuvo arrodillado unos minutos, escuchando agonizar al hombre e intentando ver algo en la oscuridad.
—¿Albert?
La respuesta llegó débil, ronca, con eco.
—Estoy aquí.
—¿Cómo te va?
—Me apañaré. ¿Y usted?
—Creo que no queda nadie. Iré a echar un vistazo. Tú no te muevas de ahí y vuelve a cargar.
—Eso ya lo he hecho. Tenga cuidado.
—Lo tendré.
Merle se incorporó, fue avanzando hacia el fondo del corredor, llegó a una pared de ladrillo. Allí no había ventanas. Tampoco cristales ni vidrios. Ningún espejo. Efectivamente, era una especie de fortín. Desde fuera se podía apreciar que tenía forma de T.
Estaba en el extremo del pasillo principal.
El palo de la T se extendía a derecha e izquierda, aunque Merle no veía nada y para el caso podría haber sido ciego. A quien vivía en aquel sitio no le gustaba la luz fuerte, no le gustaban las ventanas, no le gustaban los cristales. Escrutó la oscuridad a su izquierda, no vio nada, miró en dirección opuesta y vio apenas una rendija de luz intermitente al final del pasadizo.
Una puerta cerrada y detrás de ella un parpadeo azulado, familiar.
Una televisión.
Quizá habían cortado la luz en el resto del edificio, pero allí dentro no. Se palpó la sien izquierda, tocó carne viva y un líquido caliente. Flexionó la mejilla y al instante lo lamentó.
Se tocó la oreja izquierda; mejor dicho, lo intentó.
Allí ya no había oreja.
Pero él seguía en pie y podía moverse.
Deslizando la mano por la pared y avanzando con sumo cuidado, contó unos cien pasos hasta la puerta cerrada del otro lado del pasillo.
Salía luz por debajo de la puerta. Conforme sus ojos se acostumbraron llegó a la conclusión de que más adelante había una camilla de ruedas. Encima de la camilla algo, o alguien, cubierto por una sábana. Una vez allí, y apuntando con el Colt a la camilla, adelantó una mano y retiró la sábana.
Era un viejo de cara redonda y mejillas abultadas, tenía los ojos abiertos como platos, vidriosos como los de un muerto. Merle le buscó la muñeca y la sostuvo a la luz que salía bajo la puerta. La pulsera decía:
Zabriskie, Gunther («Tapón») DEMENCIA-ONR
Vaya, no era Abel Teague.
Habían vaciado el edificio pero dejado a los muertos. Soltó la muñeca, que cayó despacio debido a un inicio de rigor mortis, cubrió al viejo y caminó hasta la última puerta. Se oían voces, tenues y quebradizas, procedentes del televisor.
Probó el tirador.
La puerta no estaba cerrada con llave.
Apuntando al frente con las dos manos, utilizó el pie izquierdo para empujar la puerta. Era una especie de celda, todo pared alicatada, sin ventanas, de aproximadamente cuatro metros y medio por seis, casi vacía, suelo de baldosas, el techo pintado sin más.
La habitación contaba con unos pocos muebles, sobre una mesa de juego un pequeño televisor de pantalla plana, cuyo fulgor iluminaba la estancia, sintonizado en un programa de noticias, un sillón grande de cuero verde enfrente del televisor y de espaldas a la puerta.
Sobresalía del sillón una forma convexa de piel con manchas de la edad, rodeada de un halo de luz televisiva. En la pantalla, dos mujeres muy rubias mantenían una acalorada discusión sobre algo relativo a Israel.
Merle avanzó unos pasos con cuidado, mirando a su alrededor, hasta situarse frente al hombre que ocupaba el sillón. Era un hombre muy anciano pero todavía se mantenía erguido; completamente calvo, la piel manchada y marchita, las mejillas un mapa de pliegues fláccidos y los ojos casi cerrados y lanzando destellos por la luz del televisor.
Una licorera de cristal que contenía un líquido transparente descansaba sobre la mesa, al lado de una cubitera plateada llena de hielo.
El viejo levantó el mando a distancia, quitó el sonido y alzó la cabeza para mirar a Merle con sus ojos grises muy separados, vacíos y fríos. Los finos labios azules se movieron.
—He oído disparos —dijo—. Supongo que los has matado a todos; si no, no estaríamos hablando.
—Sí, supongo.
Abel Teague le observó con detenimiento.
—¿Tú les veías?
—Algo he tenido que ver, para dispararles.
El hombre parpadeó.
—Si tú podías verles, y ellos podían verte a ti, entonces lo tienes peor que yo, muchacho. Date por medio muerto.
—¿Qué eran?
El hombre se encogió de hombros, desestimando la pregunta con un gesto de su mano huesuda. Luego tomó un sorbo y sonrió a Merle. Tenía los dientes blancos y fuertes.
—Eran los míos, mi gente. Descubrí cómo llamarlos. Igual que ella, supongo, supo cómo llamarte a ti.
—Pues aquí me tiene. Levántese.
—¿Tú sabes lo de ella?
El viejo tenía un leve acento virginiano y su voz, aunque débil, era clara.
—Sé lo de usted.
—¿Sí? No creo. Más te valdría saber cómo es ella realmente. Supe que no tardaría en verte tan pronto como ese chico de Niceville despertó y empezó a preguntar por mí. Lo vi en la televisión. Enseguida supe que era cosa de ella. ¿Te pidió que te hicieras llamar John? ¿para recordarme los pecados que cometí contra su familia?
—Así es. He venido en nombre de John Ruelle, y en nombre de su hermano Ethan, para saldar una cuenta pendiente. Ahora levántese.
El viejo le sonrió otra vez.
—¿Para qué? Mátame aquí mismo.
—Ella quiere que esté usted de pie.
Teague se lo quedó mirando, paseó la vista por la habitación y luego volvió a centrar sus ojos en él.
—Ella utiliza ventanas, ¿lo sabías? Utiliza cristal. Utiliza los espejos. Me costó un tiempo entenderlo. Los demás miembros de las familias simplemente han desaparecido, uno detrás de otro. Las ventanas. Se lo dije a todo el mundo: las ventanas y los espejos. —Soltó un suspiro—. Nadie me hizo caso.
Pareció perderse en sus recuerdos, hasta que volvió a la realidad de Merle.
—Por eso vivo en esta habitación, donde no hay ventanas ni cristal ni espejos. Mi ventana es el televisor, me lleva adonde me place. Con ella, muchacho, el truco está en no dejar vía libre.
Empezó a resollar, y Merle se dio cuenta de que el viejo se estaba riendo.
—Tú ni siquiera sabes quién te ha enviado. Te crees que se llama Glynis Ruelle. Crees que yo le hice daño. Clara Mercer era una mujer de bandera, pero ya la tuve en mi cama y hay montones de chicas estupendas por todas partes. Además, nunca me gustó que me dijeran lo que tenía que hacer. Mira cómo he terminado: preso en esta celda. No he salido de aquí desde hace cincuenta años. Piénsalo, muchacho, si tienes un momento para ello.
Dejó de resollar y miró a Merle de soslayo.
—Pero quien te ha enviado, amigo, no es Glynis Ruelle. Glynis murió en el 39. Lo que ahora vive en ella, lo que la mantiene en marcha, lo que mantiene vivo todo eso es una fuerza que se remonta muy lejos. Me he pasado buena parte de estos cincuenta años tratando de entenderlo. La única conclusión que he podido sacar es que vive en Crater Sink. Odia Niceville igual que odiaba a los creek y a los cherokee antes de que llegáramos los blancos. Su odio es más antiguo que el mismo verbo odiar. Odiaba antes incluso de la creación del mundo. Y es un odio que necesita alimentarse. Se valía del espíritu rencoroso de Clara Mercer para alimentarse. Sí, señor. Vi las marcas en el suelo, en la tierra, en las camas, allí donde fueron devorados. Casi doscientas almas han perdido la vida así en todos estos años. Yo sabía por qué. Pero eso que vive en Crater Sink tiene sus normas. Unas cosas las hace, mientras que otras no. Descubrí que teniendo mucho cuidado podías lograr que hiciera cosas por ti. Así es como conseguí a mis ayudantes, esos a los que tú acabas de disparar. Puede que Glynis te consiguiera a ti por el mismo sistema.
—Levántese.
Abel volvió a mirar a Merle.
—Veo que no me escuchas, jovencito. Y deberías hacerlo. ¿Sabes cuántos años tengo? Ciento veintiuno. Mírame. Todavía me tengo en pie, todavía puedo echar un trago y comer bien, meo cuando me da la gana y no a la fuerza. Me ha costado una fortuna aguantar tantos años vivo y con buena salud, pero tenía una buena razón, ¿no te parece? Sabía que ella me estaba esperando. Estoy enterado de ese campo que hay en la plantación y de lo que entierran, y desentierran, allí y qué clase de pobres diablos se ocupan de ello. Se desentierran unos a otros, muchacho, los muertos, quiero decir, y luego intercambian posiciones en esos mohosos ataúdes; los que estaban fuera ayudan a salir a los muertos y ocupan el lugar de estos, y los desenterrados son los que dan sepultura. Y eso sin tregua. Año tras año. Hasta que cae el sol y salen todas las estrellas. Glynis lo llama «la cosecha». Lo hace por expreso deseo de esa cosa que vive en Crater Sink, aunque ella no sabe que es así. He conseguido mantenerme al margen de esa cosecha durante largo tiempo. Y si eres un joven razonable y te gustan los placeres poco corrientes, podré aplazarlo unos años más. ¿Qué me dices?
—Que no. Póngase de pie y venga conmigo.
Teague estudió un rato las facciones de Merle pero no vio en ellas nada a lo que apelar. Con un suspiro largo, se inclinó hacia delante, dejó el vaso sobre la mesa de juego, apoyó las manos en los brazos de la butaca y se enderezó lentamente.
Merle dio un paso atrás mientras el otro se ponía de pie y volvía la cabeza para mirarle.
—¿Aquí?
—Fuera —dijo Merle.
—¿Por qué no aquí mismo?
—Fuera. En el parque. Bajo los árboles.
El hombre le miró con dureza.
—¿Me estás proponiendo batirnos en duelo?
—He venido para matarle. Glynis dijo que si usted estaba dispuesto a aceptar el desafío en el campo del honor, que le dejara hacerlo. ¿Está dispuesto?
—No tengo quien me sirva de padrino.
Merle le miró a los ojos.
—Puedo conseguirle uno. ¿Qué me dice?
Un chispazo de astucia iluminó su rostro.
—De acuerdo. Pero no tengo arma.
—He traído dos.
—¿Espadas o pistolas?
—Pistolas.
El hombre se quedó mirando a Merle un minuto entero. Luego se arregló la bata y caminó hacia la puerta arrastrando los pies.
Merle salió detrás de él.
Albert Lee se puso en pie al verlos aproximarse por el largo pasillo, el viejo en albornoz y zapatillas. Se hizo a un lado cuando llegaron a la puerta. El viejo le miró con sus ojillos al pasar por su lado. De muchacho, Albert había ido una vez a la playa de Pensacola, tenían un tiburón dentro de un gran tanque de cristal; el tiburón nadaba allí dentro y miraba a la gente con ojos que parecían sendos guijarros negros en medio del cuerpo lechoso. Así le miró ahora el viejo Teague.
Albert salió detrás de ellos. La niebla les llegaba por la cintura, y en la hierba bañada de rocío iban dejando los tres un rastro oscuro. Aquello estaba desierto, ni siquiera un cuervo volando o un perro ladrando en la distancia.
Solo la niebla cambiante, los robles con sus cortinajes de musgo, los sauces de inmóviles ramas colgantes; el único sonido el que producían sus pies al dirigirse hacia un claro provisto de bancos alrededor.
Merle se detuvo y Teague, tras un momento de indecisión, siguió andando unos veinte pasos más. Luego dio media vuelta. Se enderezó. Echó los hombros hacia atrás.
Encaró a Merle.
—¿Aquí, más o menos?
—Sí —dijo Merle. Y, volviéndose hacia Albert Lee—: Dale tu pistola al señor Teague.
—John, el viejo no lo merece. Es un cobarde. Pégale un tiro y listo.
—Ella me ha pedido que le preguntara si estaba dispuesto a batirse. Él ha dicho que sí. ¿Quieres darle tu arma, por favor?
Albert miró al anciano.
—Es capaz de matarle.
—Ya.
Albert le sonrió.
—Peor aún, si tiene mi pistola, podría volverse y pegarme un tiro a mí después. Quedaríamos los dos como un par de memos.
—No le dispararé —terció el anciano—. Va contra las normas disparar al padrino. Hagámoslo de una vez.
Albert volvió a verificar el tambor de su arma, se acercó al hombre y le tendió la pistola con la culata por delante.
El viejo examinó el arma con detenimiento.
—Estas no las conozco. ¿Es de acción simple?
—No, hay que amartillar primero. Dispara apretando el gatillo.
—Muchacho, estás sangrando —dijo el viejo, mirándole el vientre.
—Ya lo sé.
—¿Puedo disparar una o dos veces, a modo de prueba?
Albert se encogió de hombros.
—Pregunta si puede probarla antes.
—Dile que sí.
Albert se hizo a un lado mientras el viejo levantaba el revólver, lo sujetaba con ambas manos y apuntaba a un banco que estaba más o menos a la misma distancia que Merle.
Presionó el gatillo, el pequeño revólver dio una sacudida, sonó el disparo, y un pedazo de madera del respaldo del banco salió volando. El viejo apuntó otra vez, hizo fuego y la segunda bala impactó a dos centímetros de la primera.
—Muy bien —dijo—. Creo que estoy listo.
Giró el cuerpo hacia la derecha, de cara a Merle, ofreciendo así un blanco más estrecho y el brazo con la pistola caído al costado.
Merle se situó de la misma manera, ofreciendo el flanco derecho a su oponente y con el Colt apuntando al suelo. En el silencio, Merle pudo oír cómo le latía el corazón.
No quería morir, pero luego se le ocurrió pensar: «Quizá no moriré. Quizá saldré de esta y algún día, no sé cómo, volveré a la vida que llevaba antes».
El viejo le miraba fijo con sus ojos de tiburón.
—Yo doy la señal —dijo Albert.
—De acuerdo —aceptó Abel Teague.
—Contaré hasta tres. ¿Preparados?
Teague estudió a Merle con una expresión tan fría como calculadora.
—Yo no quiero ir a esa cosecha —dijo.
—Aquí no puede quedarse.
—No estoy tan seguro. Ella ha tardado ochenta años en encontrar a alguien como tú, alguien que pudiera caminar entre dos mundos. Podría tardar ochenta más en encontrar a otro. Si consigo vivir lo suficiente, puede que mis médicos descubran cómo curar el morirse. Lo único que he de hacer es matarte a ti.
—Eso es verdad.
No había nada más que decir.
Tras una breve pausa, Albert inició la cuenta.
—Uno, dos, tres.
Las dos armas subieron al mismo tiempo y casi al mismo tiempo dispararon también, el estruendo del Colt, el chasquido del 38. Amortiguado por la densa neblina, el sonido se extinguió rápidamente. A lo lejos unos cuervos empezaron a graznar y parlotear.
Permanecieron de pie unos instantes, mirándose el uno al otro, y luego Merle dobló la rodilla, el pesado Colt cayó a tierra y de un pequeño agujero en la garganta, justo debajo de la nuez, empezó a manar sangre. Albert fue corriendo hacia él y consiguió agarrarlo antes de que cayera al suelo.
Abel Teague dio un paso al frente, se tambaleó, dio un paso más y cayó sobre una rodilla.
Tenía un boquete grande en el pómulo izquierdo, justo debajo del ojo. El ojo propiamente dicho había explotado como un huevo. La parte posterior del cráneo había volado y en el suelo, sobre la hierba húmeda, estaban esparcidos sus sesos.
Teague se inclinó hacia un lado, rodó hasta quedar boca arriba y contempló el cielo, boqueando. Oía chillar a los cuervos, y también oyó la voz de Albert Lee, como si estuviera lejos, cada vez más lejos. Decidió no pensar, en un intento de mantener encendida la chispa, con la idea de que si los médicos llegaban a tiempo podrían hacer maravillas. Un latido después de este pensamiento, vio que estaba mirando a Glynis Ruelle enmarcada en un cielo alto y azul, ella mirándole con sus ojos verdes, su melena negra reluciente al sol.
—Levanta —dijo Glynis—. Tienes trabajo.