Bock trasnocha

Vangelis Kinkedes era el supervisor del turno de noche en la oficina que la CSN tenía en North Kennesaw, un griego de segunda generación, con figura de aguacate, ojos de perro sabueso y problemas cutáneos. Estaba hasta las cejas de grasa de una pita souvlaki cuando Bock llegó a la oficina e introdujo su tarjeta de identidad en el lector contiguo a la puerta de cristal. Bock vestía todo de negro y tenía aspecto de estar agotado.

—Tony, eh, Tony, ¿qué coño haces aquí a estas horas? ¿Y cómo es que vas vestido de ninja?

Bock se sentó pesadamente en su silla acolchada, frente al ordenador, sacó de la mochila un envase de seis Rolling Rock, extrajo una lata y se la tiró a Vangelis.

—El aire acondicionado de mi piso no funciona. Demasiado calor para dormir. Además, como tenía que escribir varios informes, he pensado que era mejor hacerlo aquí, que al menos se está fresco. ¿Estamos tú y yo solos, o es que todo el mundo ha salido de servicio?

—Tenemos dos camiones fuera, por la ola de calor. Todo el mundo tiene el aire acondicionado puesto…

—Sí, menos yo.

Vangelis le sonrió y tomó un trago de cerveza.

—Menos tú. Ha habido un montón de apagones y gente llamando a cada momento. ¿Te pongo en la lista de Disponibles? Te apuntaré para Horas Extra. Nos vendría bien contar contigo.

—Por mí vale —dijo Bock, mientras tecleaba su contraseña en la página de inicio. Le preocupó tener que acceder con su nombre de usuario, pero no le quedaba otra alternativa.

Chu lo tenía entre la espada y la pared.

—Me decidí por ti al saber cómo te ganabas la vida. Tú puedes entrar en cualquier casa de la ciudad y nadie se fijará en lo que haces o dejas de hacer. Por eso te elegí. He estudiado el ordenador de la CSN. Sé que puedes inutilizar el sistema de climatización de la casa desde la oficina central. Luego te las apañas para ocuparte personalmente de hacer la reparación…

—¿Cómo?

—Eso es problema tuyo. Irás a casa de Deitz y registrarás su estudio y buscarás la manera de copiar el disco duro del ordenador que tiene en casa…

—¿Por qué no puedes hacerlo desde…?

—Pues porque él nunca se conecta a internet desde esa terminal. Yo necesito lo que hay en el disco duro…

—¿Para qué?

—Para completar mi dossier. Deitz tuvo problemas con el gobierno federal. Lo que hizo le obligó a renunciar a su puesto en el FBI. Tengo entendido que además delató a cuatro hombres que estaban confabulados con él y que fueron ellos quienes acabaron con sus huesos en la cárcel, en lugar de Deitz. Sería útil conocer sus datos personales a fin de convencer a Deitz de que lo mejor que puede hacer es cooperar conmigo.

—¿Qué fue lo que hizo?

—Juraría que los detalles estarán en su ordenador, o archivados en el estudio de su casa. Necesito completar mi dossier sobre Deitz, quiero poseer la historia entera de sus delitos. Quiero los nombres de esos cuatro.

—¿Para qué?

—Ya lo he dicho antes: para completar mis archivos. Deitz piensa abandonar el país e irse a vivir a Dubai. Es rico, pero necesitará serlo mucho más si quiere vivir en Dubai sin problemas. De ahí que esté robando todo lo que puede…

—¿Robó el banco de Gracie?

—No.

—¿Tú sabes quién lo hizo?

—Podría averiguarlo, si me importara. He entrado en su BlackBerry. De lo que oigo y veo, deduzco que Deitz está en tratos con alguien en relación con algo que los atracadores sustrajeron del banco, un objeto que pertenece a Slipstream Dynamics y que él ha prometido entregar a un tal señor Dak. Pero yo únicamente me concentro en Byron Deitz. Si consigo todos los pormenores de su delación, incluida la historia completa de su salida del FBI, y los nombres de esos cuatro agentes, me será mucho más fácil controlarle. Con un dossier completo, puedo obligarlo a que me ceda una parte importante de BD Securicom. Así, como copropietario de una empresa de seguridad, tendré derecho a una tarjeta verde.

—¿Y si él hace que te maten?

—Vale la pena arriesgarse. Deitz sabrá que he tomado las medidas necesarias para protegerme.

—Estás chiflado.

—No. Lo que estoy es cabreado. Deitz es un hombre muy malo. Quiero controlarlo. Deseo que él sepa que soy su dueño. Bien, sigamos. Te presentarás allí como si te hubieran llamado y buscarás la manera de conseguir acceso a sus archivos y a su ordenador personal…

—No hace falta, tú mismo lo has dicho, has dicho que tenías suficientes datos para doblegarlo.

—Deseo completar mi dossier. Y tú colaborarás.

—No puedo…

—Claro que puedes. Y lo harás.

Chu lo tenía agarrado, y punto.

Pero si hacía bien las cosas, nadie podría relacionarlo con ese trabajillo y se libraría de Andy Chu. Y después de ocho años, conocía tan bien el funcionamiento de la CSN como cualquier otro de sus empleados.

Además, jugar otra vez a Jason Bourne le ayudaría a recomponer su maltrecho ego.

—Bueno —dijo Vangelis, tecleando «Bock» en la lista de Disponibles abierta en su monitor. Luego le preguntó a Bock qué tal habían ido las cosas en el juicio del viernes.

—El juez me dio por el culo. —Bock notó que le hervía otra vez la sangre—. He perdido la custodia, no puedo entrar en la casa, tengo una orden de alejamiento, y encima el tío me trata casi de cucaracha delante de todos y luego dice que no me va a quitar ojo de encima. No sé cómo no me explotó la cabeza.

—Siempre pasa lo mismo —dijo Vangelis, cuya situación familiar no era mucho mejor que la de Bock—. Las tías ganan siempre. Pregúntale a la bruja de mi mujer. Es una partida amañada. Zorras. Todas unas zorras, tengan la edad que tengan; las jovencitas solo son aprendices de bruja. —Se rió de su propio chiste—. ¿Cómo fue lo que dijo aquel rockero (me parece que Mick Jagger), hablando de estas cosas?

—Era Keith Richards. «Paso de matrimonio. La próxima vez me busco una mujer que me caiga fatal y le regalo directamente una casa».

—Sí, eso era. ¿Qué juez te tocó?

—Teddy Monroe.

—¡Uf! Ese es de los duros. ¿Le paraste los pies? Digo, por lo de llamarte cucaracha.

—Le hablé con cierto tonillo. Ya sabes, en plan frío y tal. Le dije que con los debidos respetos me parecía que se había pasado de la raya y que la forma como me estaba tratando iba en descrédito de la justicia en su conjunto. Le dije que yo era un ciudadano honrado y que por lo tanto merecía ser tratado con más respeto.

Vangelis hizo girar su butaca para mirarle.

—No jodas que le dijiste eso.

—¿Qué querías, que me quedara allí tirado como un vulgar delincuente, con todo el mundo mirando? No señor, hay que plantar cara. Es lo que dice Glenn Beck: desobediencia respetuosa. América no sería lo que es ahora sin un poco de osadía.

Vangelis estaba realmente impresionado. Intercambiaron algunos estúpidos topicazos más sobre tortilleras e hijas de puta de diversa condición.

Poco a poco se incorporaron al recalcitrante ritmo del turno de noche en el corazón continental del país, sin otra luz que el resplandor eléctrico de las pantallas y sin otro sonido que el teléfono sonando a ratos en oficinas vacías.

Bock se fue calmando. Entró en una página web de música y encontró algo de clásica, Ofra Harnoy interpretando sonatas de chelo de Vivaldi, y el pánico, la humillación, el temor a Andy Chu y el miedo al futuro inmediato fueron quedando lentamente atrás.

En su piso encima del garaje de la señora Kinnear, el teléfono de Bock estaba registrando la quinta llamada de un número desconocido. Cada vez que sonaba el teléfono el perrito de la señora Kinnear se ponía histérico y empezaba a correr por el patio trasero lanzando gañidos de hiena castrada. Su dueña se acercaba a la puerta mosquitera con su bata de andar por casa y sus zapatillas con orejas de conejo y le chillaba que hiciera el puñetero favor de callarse, luego volvía a sentarse para seguir con su película (Gigi) y su Zinfandel y al hacerlo dejaba que la mosquitera se cerrara de un portazo, cosa que sacaba de quicio a los vecinos.

Después de ocho tonos, la línea dejaba paso al buzón de voz y el contestador emitía la voz grabada de Christian Bock, en plan sabihondo, diciendo: «Esto es un contestador automático, ya sabe lo que tiene que hacer», y luego el pitido. No dejaron ningún mensaje.