Morgan Littlebasket, pilar de la comunidad cherokee y muy respetado interventor en las oficinas centrales del Cherokee Nation Trust en Sallytown, ahora lamentablemente viudo, vivía solo en un enorme y viejo caserón estilo rancho, de ladrillo y madera, rodeado de media hectárea de prados y robles de Virginia a solo media manzana de Mauldar Field, el aeródromo regional para Niceville y Sallytown, donde tenía estacionada su excelente Cessna Stationair 206.
Ser un pilar de la comunidad cherokee tenía sus incentivos, por ejemplo esa bonita avioneta que Littlebasket gustaba de pilotar en sábados soleados como aquel. Sobrevolaba entonces Niceville como un águila, siguiendo a veces el sinuoso curso del Tulip en su deriva al sur y este de Niceville camino del mar, cuando no planeaba sobre las copas de los árboles que coronaban Tallulah’s Wall, aterrorizando a las legiones de cuervos que allí anidaban, lo que, con la luz adecuada, le permitía una vista fragmentada del reluciente ojo negro de Crater Sink en aquel claro pedregoso bajo la floresta, el hoyo circular semejante a un agujero negro en medio del universo.
Hacia las seis de aquel sábado en concreto, según la luz iba cambiando y el sol descendía poco a poco hacia los pastos de poniente, Morgan Littlebasket regresaba en coche del aeródromo tras uno de sus vuelos, sereno y relajado y sintiendo el calorcillo meditativo, la elevada trascendencia que siempre le proporcionaba volar.
Iba al volante de su viejo Cadillac Sedan de Ville, todavía con su reproducción auténtica de la cazadora de los Flying Tigers y unas Ray-Ban Aviator originales, escuchando a Buckwheat Zydeco en el equipo estereofónico, llevando el compás con el pie izquierdo mientras se preguntaba, sin darle gran importancia, cuánto dinero necesitaría uno exactamente para agenciarse un aparato como el exquisito Learjet 60 XR escarlata y oro que había visto en la pista de Mauldar Field.
Aquel hermoso reactor, según el jefe del aeródromo, era propiedad de una organización china, la Daopian Canton, que por lo visto tenía dinero de sobra para derrochar.
Pero, le había dicho el hombre al intuir un comprador en potencia, dada la recesión actual, había aún en el mercado montones de modelos Lear y Gulfstream de segunda mano a precios de ganga.
Y el Cherokee Nation Trust, iba pensando Morgan Littlebasket, llevaba camino de ser un ente financiero de considerables proporciones y múltiples intereses, lo cual entrañaría hacer muchos viajes.
Quizá era el momento de que el Cherokee Nation Trust se planteara seriamente la compra de un Lear de ocasión, estrictamente para el negocio, como es natural.
Aunque un tanto rocambolesca, era una idea para acariciarla, de ahí que Morgan Littlebasket se sintiera la mar de a gusto con su vida en aquella apacible tarde de estío.
Cuando embocó el camino particular le sorprendió, y no fue una sorpresa desagradable, ver que Twyla le estaba esperando apoyada en el maletero de su BMW rojo, con los brazos cruzados al frente y los ojos ocultos tras unas enormes gafas de sol.
Algo en el sesgo de la boca de su hija le provocó un escalofrío en la columna, pero su entusiasmo del momento impidió que eso lo alterara.
Detuvo el Cadillac al lado del BMW de Twyla, bajó la ventanilla y le sonrió, un viejo bien alimentado y bien vestido con la cara tostada y más que curtida y una buena mata de pelo plateado, que le gustaba llevar largo. Mirándose por visión periférica, un hábito de arrogante, en el retrovisor lateral, pensó que su aspecto era un cruce entre Iron Eyes Cody y Old Lodge Skins, en otras palabras, un clásico ejemplo del Noble Piel Roja en su versión más icónica.
—Twyla, cariño, me alegro de verte. ¿Te quedarás a cenar?
Twyla se había acercado al coche, todavía con una expresión distante y cautelosa.
Algo le rondaba por la cabeza, sin duda.
Bueno, para eso estaban los padres, ¿no?
—Hola, papá —dijo ella, esta vez sin ofrecer un beso—. ¿Podemos entrar a hablar un rato? Necesito tu consejo.
Littlebasket extrajo del coche su larguirucha osamenta, posó una mano venosa en el hombro de su hija y notó cómo ella se zafaba suavemente al dar media vuelta y dirigirse hacia la puerta principal de la casa.
«Definitivamente, algo va mal», dedujo él mirándola caminar por el sendero adoquinado. Intentó no fijarse en que Twyla llevaba puesto un arrugado vestido azul demasiado escueto para una chica con un cuerpo tan bonito, y que debajo del vestido, por lo que alcanzó a ver, probablemente llevaba un tanga.
Apartó esa imagen de su mente, una vieja debilidad de tiempos pasados, cogió sus cosas del asiento de atrás y caminó entre un crujir de articulaciones hasta situarse al lado de ella mientras Twyla metía la llave en la cerradura.
Siempre había insistido en que las chicas tuvieran llave propia, incluso después de que falleciese su querida Lucy Bluebell. De este modo se sentían más como una familia; al fin y al cabo, el clan y la familia eran lo más importante, ¿no?
Entró ella primero, avanzó unos pasos por el pasillo revestido de paneles de madera y se detuvo frente a la sala grande, techo bajo con vigas vistas, hogar de piedra, sofás y sillones de piel, paredes llenas de objetos de los nativos americanos; luego se volvió hacia él al tiempo que se quitaba las gafas de sol.
Morgan Littlebasket se detuvo en seco, el corazón le dio un vuelco y una sensación de frío siniestro empezó a subirle desde el bajo vientre.
La mirada era inequívoca, una mirada que él había temido ver siempre, desde que su pequeña… debilidad lo había llevado a errar el camino.
Twyla tenía los ojos rojos e hinchados de llorar, pero no perdía la compostura.
El impacto fue como un zapatazo en el plexo solar, le cortó literalmente la respiración.
Twyla lo sabía.
Se acercó a ella mientras pensaba a toda velocidad, ensayando una vez más, para sus adentros, las complicadas mentiras que había pergeñado por si este terrible momento llegaba a producirse. Pero cuando estuvo en la puerta de la sala grande vio que no estaban solos.
Junto a la chimenea había dos hombres recios, ambos mayores y de gesto duro, vestidos con camisa, vaqueros y botas vaqueras, delgados y de aspecto competente, pinta de duros, el uno con melena rubia, canoso bigote daliniano y fríos ojos azules, y el otro sin bigote ni barba, pelo blanco, nariz aguileña, pómulos prominentes y mirada de pistolero.
—¿Quiénes son estos hombres? —exigió saber Morgan Littlebasket—. ¿Qué hacen en mi casa?
—Me llamo Coker —dijo Coker—, y este es Charlie. Somos amigos de su hija; ella nos ha pedido que viniésemos para ayudarla a hacerle unas sencillas preguntas.
El hombre hablaba con serenidad, en un tono casi despreocupado, pero preñado de amenaza latente. Littlebasket notó que la rodilla izquierda le empezaba a temblar. Para disimularlo, se acercó al mueble bar y abrió una botella de Cuervo. Luego, con mucha ceremonia, sirvió cuatro dedos en una copa de cristal con el logotipo del Cherokee Nation Trust.
Los otros le dejaron hacer hasta que se hubo acomodado en una butaca de piel, y cuando abrió la boca para largar uno de sus discursos preparados, el que se llamaba Coker levantó el mando a distancia que sostenía en una mano y apuntó hacia el enorme Samsung de pantalla plana que había sobre el hogar.
Se hizo la luz y apareció, a la vista de todos, una imagen de Twyla y su hermana Bluebell, ambas de poco más de diez años, juntas en el umbral de una amplia zona embaldosada de ducha, los brazos cruzados sobre los pechos, desnudas, enfrascadas aparentemente en una seria conversación entre chicas. Nadie dijo nada.
Morgan tragó saliva varias veces, decidió lo que iba a decir, se dispuso a hacerlo, pero Twyla lo dejó con la boca abierta.
—No, papá. Por favor… no.
Littlebasket compuso un gesto de hombre ultrajado y la miró.
—Twyla, ¿por qué me enseñas esta porquería de…?
Twyla levantó una mano, hizo una seña a Coker, y este pulsó el botón de avance. Las imágenes corrieron a toda velocidad, imágenes de varios años copiadas sin duda de un archivo digital más grande pero suficientemente claras, fotos en color de las chicas; solas, juntas, a veces con su difunta madre, en el cuarto de baño, haciendo todas esas cosas que la gente hace en el cuarto de baño, y las chicas iban siendo cada vez mayores, se iban desarrollando, floreciendo, como si se tratara de un documental filmado en time-lapse de dos niñas desnudas en el proceso de convertirse en mujeres de pleno derecho.
Todo el mundo callado.
Coker tenía la vista fija en la pantalla, Charlie no la miró ni una sola vez, y sí en cambio, con dureza, a Morgan.
Twyla no había apartado la vista de su padre en ningún momento, y su padre, pasados unos segundos, estaba ahora mirando su tequila, encorvado de hombros, temblorosas las manos, respirando con gran dificultad.
Al cabo de un rato, Twyla le hizo otra señal a Coker y este desconectó el televisor.
Ella se acercó a la butaca donde estaba su padre y le dijo:
—Mírame, papá.
Littlebasket alzó lentamente su vieja cabeza de bisonte: tenía los ojos vidriosos y húmedos, la boca distendida.
—Di que lo hiciste tú.
Él meneó la cabeza y movió los labios, pero no salió de su boca más que un leve y agudo susurro.
—No te he oído —dijo Twyla en voz baja, ladeando la cabeza, con una expresión blanca y dura como el cuarzo, los ojos en llamas.
Littlebasket probó de nuevo.
—Tu madre… Lucy… me pidió que lo hiciera. Fue solo por… por vuestra seguridad… en caso de que cayerais…
¡Zas!
Nadie se lo esperaba. Fue un visto y no visto, pero el sonido retumbó en la sala como un latigazo. Ella acompañó el golpe, Morgan se tambaleó, y aceleró el movimiento seco y duro al final del recorrido, cruzándole la mejilla izquierda con el dorso de la mano, un golpe bien dirigido por parte de una mujer joven, muy fuerte y muy furiosa. La boca de su padre empezó a sangrar. Morgan la miró con los dientes teñidos de rojo.
—Ni se te ocurra echarle las culpas a mamá, maldito cobarde de mierda. Admite que las hiciste tú.
Durante el silencio que siguió, el viejo movió los labios al tiempo que sus ojos iban de acá para allá, como si buscara una salida.
Nadie movió ni una ceja.
Afuera, los centelleantes rayos del sol fueron dando paso a unos haces suavemente dorados que bañaron la cómoda estancia de un fulgor ambarino.
—Sí… las hice yo —dijo Morgan, al cabo de un buen rato.
Se llevó las manos a la cara y rompió a llorar. Twyla dio un paso al frente y le separó las manos por la fuerza, luego se inclinó para hablarle a la cara.
—Para mí estás muerto. ¿Me has entendido?
—Pero… pero Twyla…
—Nada de lágrimas. Y menos viniendo de ti. Lloras porque te he descubierto, solo por eso. Hiciste que Bluebell y yo nos sintiéramos como putas todos esos años, y solo porque nos estábamos haciendo mujeres. Nos trataste como a leprosas, jamás nos abrazabas, jamás nos decías que éramos bonitas…
No pudo continuar.
Consiguió reponerse y se enderezó de nuevo.
—Y tú, mientras tanto, te dedicabas a eso —dijo con rabia, señalando hacia el televisor. El brusco movimiento hizo encogerse a Littlebasket como si su hija fuera a pegarle otra vez—. Escúchame bien, papá. Escucha y recuerda lo que voy a decir. No te imaginas lo que esto ha significado para mí. No te imaginas lo que me quitaste…
Littlebasket musitó algo casi inaudible. Twyla ladeó la cabeza, tensando la boca.
—¿A Bluebell? ¿Si se lo he dicho a Bluebell? No, no le he dicho nada. Y no pienso decírselo. Ella es precisamente la razón de que no se lo vaya a contar a nadie. No quiero que lo sepa. Tendrás que inventarte algo para explicar por qué para mí ya no existes. Me da igual la excusa que pongas.
Hizo una pausa, pareció centrarse.
—Pero que te quede clara una cosa: Bluebell no debe saber jamás lo que yo sé. Haz al menos una cosa buena, es lo único que te pido.
Littlebasket seguía moviendo la boca en un intento de formular algún tipo de disculpa.
Twyla se lo impidió.
—Encontrarás la manera de hacer que ella no se entere nunca. Si decides pegarte un tiro, no dejes una nota explicando el porqué. Si decides matarte en la avioneta, hazlo y deja que todo el mundo piense que fuiste una gran persona. Todo eso me da lo mismo. Para mí estás muerto en cuanto salga de esta casa. A Bluebell dile lo que te dé la gana, pero asegúrate de que nunca sepa que existen esas fotos. Di que me comprendes… dilo… papá.
Esa última palabra pudo con él, y de repente las lágrimas fluyeron mucho más abundantes.
Luego asintió con la cabeza y volvió a taparse los ojos.
Twyla retrocedió unos pasos y miró a Coker y a Danziger, ambos estaban deseando haberse zampado bastante más que dos lingotazos de Jim Beam y un carretón de Valium.
Los dos hombres se miraron. Danziger se acercó al anciano y se plantó delante de él.
—Escuche, viejales. Escuche bien. Mierda. Coker, esto parece un charco de meados. Ponle más tequila al viejo.
Coker sirvió tequila para todos y le tendió un vaso a Morgan Littlebasket, hacia el cual no sentía absolutamente nada de nada. Aquel ser insignificante, aquella garrapata no merecía ni ensuciarse la suela de la bota aplastándola.
Volvió adonde estaba Twyla y ella se acurrucó bajo el brazo de él, agotada y temblorosa, una vez hecho lo que había que hacer.
Danziger tomó un sorbo de su tequila y dobló una rodilla delante del viejo.
—Estas fotos son jpegs de poco tamaño sacadas de un disco duro o de un ordenador grande, ¿verdad?
Silencio, solo un movimiento afirmativo de la cabeza.
—Bien, pero cuando empezó toda esta historia de las fotos, no existían grabadoras digitales, o sea que en algún momento usted cogió las primeras imágenes y las hizo escanear, ¿correcto?
Sí.
—Y luego decidió utilizar una cámara digital para no tener que recurrir a carretes de película, ¿verdad?
Sí.
—¿Cómo consiguió escanearlas? Ninguna tienda de fotografía habría accedido a hacerlo. Habrían avisado a la policía. O sea que lo hizo usted solo…
Sí otra vez.
—Vale. Ahora la pregunta del millón. Si miente y lo descubrimos, Twyla no va a ser su único motivo de preocupación, ¿está claro? ¿Ha hecho algún tipo de trueque con alguna de esas fotos? ¿las ha colgado en internet para intercambiarlas con otros pederastas, las ha vendido a alguna revista porno?
El viejo levantó la cabeza, una chispa fugaz en su mirada.
—No. Jamás.
—Hoy Twyla ha recibido un correo electrónico con unas cincuenta fotos hechas por esa cámara que tenía usted montada en el cuarto de baño. Al parecer, lleva años y años ahí. ¿Cuántos?
Los labios secos, temblorosos, la mirada baja.
—Desde que Bluebell tenía quince.
Danziger le lanzó una mirada a Twyla.
—Hace diez años —dijo ella, en un susurro ronco.
—¿Diez? ¿Es correcto?
—Sí.
—¿La cámara sigue todavía allí?
—No, ya no. Lo desmonté todo cuando Twyla se marchó de casa.
—¿Cuándo fue eso?
—Pues… hace dos, dos años y medio.
—¿Tiró usted la grabadora?
—No. Era mi intención, pero al final…
—¿La cámara está todavía en la casa?
—Sí. Dentro de un baúl que hay en el desván.
Danziger miró a Coker, y este miró a Twyla. Ambos abandonaron el salón.
—Esto de las fotos, se diría que la cosa terminó hace ya tiempo, cuando las chicas eran más jóvenes. La foto en la que Twyla ayuda a Bluebell a lavarse el pelo, las dos en la ducha, ¿la ha visto?
—Sí. Yo… la recuerdo.
—Según parece es la última foto de la serie que le han enviado a Twyla. Quiero que concrete usted el momento.
—¿Por qué?
—Porque si nunca dio publicidad a esas fotos, alguien más lo hizo. Y si podemos determinar quién fue, entonces Coker, Twyla y yo iremos a verle y nos aseguraremos de que no vuelva a hacer cabronadas. A ver, ¿puede concretar cuándo hizo esa foto?
Silencio, pero Littlebasket estaba pensando.
—Diría que… creo recordar que era el cumpleaños de Bluebell. Iban a hacerle un peinado especial. Twyla la estaba ayudando.
—¿Cuántos cumplía?
—Veinte. Iba a convertirse en una mujer hecha y derecha. Veinte años, en nuestro clan, es la edad de…
—Veinte, muy bien. ¿Qué fecha?
—Bluebell cumple años el 17 de julio.
—O sea que después de esa fecha siguió haciéndoles fotos, pero ninguna de ellas está en el correo que Twyla ha recibido. Entonces será que él no las envió, o quizá que cuando accedió a su cámara no encontró nada más. Ahora mismo no tenemos otra pista aparte de eso. Bluebell tiene veinticinco años, ¿verdad?
—Sí.
Coker y Twyla volvieron a la sala. Él llevaba una grabadora digital de gran tamaño y Twyla una caja de minidiscos y cara de estar a punto de vomitar.
—¿Puede recordar si alguien entró en la casa alrededor de esa fecha, hace cinco años? ¿Hubo alguna fiesta? ¿algún invitado pudo haber subido al piso de arriba y encontrado la cámara?
—No, la fiesta de cumpleaños fue en el Pavilion.
—Y ¿qué me dice del personal de la limpieza? ¿Tiene a alguien que le ayuda?
—No. Lucy se ocupaba de todo.
—¿Encargó alguna reparación en la casa por esa época? ¿Hubo operarios trabajando aquí?
—No sé… creo que no.
—Coker, esos discos ¿llevan fecha?
Coker abrió la caja y examinó las fundas de plástico.
—Sí. Casi todos llevan etiqueta.
—Dios —exclamó Twyla por lo bajo. Se alejó por el pasillo, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.
—Mira a ver si hay alguno del mes de agosto de hace cinco años.
Littlebasket permaneció callado mientras Coker miraba las fundas. Sacó un disco.
—Aquí hay uno con fecha agosto y septiembre de ese año.
—¿La grabadora funciona todavía?
Coker lo comprobó.
—La batería está agotada.
—¿Lleva para conectar un alimentador?
Coker volvió a mirar.
—Sí. Espera, voy a ver qué tenemos.
Conectó el adaptador, insertó el minidisco y miró la pantallita abatible. Twyla regresó en ese momento a la sala, iba limpiándose los labios con una toalla y tenía la frente húmeda, el pelo cepillado hacia atrás.
Littlebasket la contempló hasta comprender que ella no iba a dirigirle la mirada nunca más, ni vivo ni muerto, y luego bajó la cabeza.
—Aquí hay algo —dijo Coker, pasándole la caja a Danziger. En la pantalla aparecía un hombre inclinado sobre el desagüe de la ducha, a gatas, solo se le veía la espalda, tenía el pelo oscuro, un cuello de toro y la cintura gruesa, con michelines, dejaba a la vista la peluda raja del culo típica del fontanero, y llevaba puesta una especie de chaqueta de uniforme con un logotipo.
El logo se veía borroso pues el individuo se movía con brío, hurgando en aquel desagüe a saber por qué.
—Avanza un poco —dijo Danziger.
Coker tocó el mando. Las imágenes saltaron y el logotipo apareció con más claridad. Tenía forma ovalada y unas letras negras dentro.
—Es de la Comisión de Servicios Niceville —dijo Danziger, y se volvió hacia el viejo—. Parece que aquel mes de agosto vinieron a hacerle una visita. ¿Recuerda algo?
—No.
—Es posible que salga en su ordenador —terció Twyla—. Mi padre lleva un registro de todas sus operaciones bancarias en un programa Quicken. Archivado por años. Iré a ver.
Twyla se dirigió hacia el pasillo, aparentemente camino de algún despacho o estudio en otra parte de la casa. Al cabo de un minuto ya estaba de vuelta.
—Pagó 367,83 dólares a la CSN por una inspección de energía. El 9 de agosto, un viernes.
—¿Inspección de energía? Entonces ese tipo no es fontanero. ¿Qué hacía husmeando en la ducha? —preguntó Coker.
—¿Sale algún nombre en la factura?
Twyla negó con la cabeza.
—Solo la operación. El recibo en papel debe de estar en la caja donde mi padre archiva los comprobantes. Siempre se ha cuidado de guardarlo todo bien, por si Hacienda intentaba apretarle las tuercas algún día.
—¿Están aquí, esas cajas? —preguntó Danziger.
—Sí —dijo el viejo—. En el sótano.
Coker suspiró, miró un momento a Twyla y salieron otra vez de la sala.
Danziger prosiguió con el interrogatorio.
—¿Recuerda algo de esa inspección?
El viejo tardó un rato en contestar, tenía los ojos enrojecidos, vidriosos, desenfocados.
—Era un hombre joven, de complexión normal, pelo negro, raza blanca, la piel muy pálida. Tirando a feo, pero no parecía mala persona. Normal y corriente. Miró por toda la casa. La planta baja, el sótano, el desván. Se tiró horas. En ningún momento pensé que… Esta gente es una garantía. Uno supone que… Tenía un apellido curioso. Corto. Me recordó a una marca de cerveza.
—¿Sí? ¿Coors, Schlitz, Beck’s…?
—Así de corto, sí. Quizá Beck’s… la verdad es que no me acuerdo. Ahora no puedo pensar. ¿Usted es policía?
—Sí. Pero no le estoy acusando de nada.
—No lo decía por eso. ¿Cree usted, por la experiencia que tiene, cree que ella me perdonará algún día?
Danziger contempló al pobre anciano y fue consciente de lo desesperado que estaba por recibir algún tipo de consuelo, de solidaridad, una esperanza de redención, cualquier cosa, por mínima que fuera, que pudiera aliviar la sensación de vergüenza absoluta.
—Lo dudo mucho —dijo Danziger—. Yo en su lugar, patético cabronazo, me comería la pistola.
El resto fue silencio (el viejo solo hacía que resollar) hasta que Twyla y Coker regresaron del sótano. Coker llevaba en la mano un recibo arrugado con el logo de la CSN en lo alto de una fila de cifras, al pie de las cuales se podía leer una firma escrita a mano.
—Bock —dijo el viejo, al oírlo de labios de Coker—. Ese era el nombre. Se hacía llamar Tony. Un joven muy simpático. No pensarán que él…
—No lo sé —dijo Danziger, y sacó su teléfono móvil—. Pero tenga por seguro que se lo vamos a preguntar.