A Byron Deitz se le atraviesa el chino

Deitz estaba sentado en el aparcamiento del Helpy Selfy en Bauxite Row, en pleno Tin Town, justo enfrente del centro de intercambio de jeringuillas, viendo cómo una chica gótica escuchimizada y con el pelo azul en punta se desnudaba ante la ventana de su piso, encima del centro de jeringuillas.

Por regla general, en las fantasías sexuales de Byron Deitz no entraban chicas góticas escuchimizadas y con el pelo azul en punta; le ponían más unas mellizas nórdicas tetudas con nulo reflejo de arcada.

Pero en vista de que la chica parecía, a todas luces, dispuesta a quedarse totalmente en cueros, y puesto que él no tenía nada que hacer salvo esperar a que llegara Zachary Dak para así poder engañarse cordialmente el uno al otro, aquella era una buena forma de pasar el rato.

Alrededor del Hummer pululaba una hueste de pandilleros y drogadictos varios; algunos de ellos, cómo no, estaban intentando decidirse a secuestrar el vehículo o cuando menos adornarlo con una pintada o solicitarlo en préstamo temporal, pero que Byron Deitz estuviera sentado dentro con las ventanillas bajadas y una enorme Colt Python encima del salpicadero convertía la situación en poco menos que delicada.

La chica gótica de pelo azul en punta (Deitz ignoraba que era Brandy Gule y que, de haberse acercado a ella provisto de una media erección, Brandy se la habría arrancado con unas tijeras) estaba hablando ahora por el móvil, con Lemon Featherlight, nada menos, y parecía haber interrumpido su striptease en el acto de quitarse un sujetador de cuero negro con tachuelas. Deitz, por su parte, trataba de paliar la frustración ideando nuevas tácticas para abordarla. Últimamente tenía la sensación de pasarse el puto día metido en el Hummer.

Y allí continuaba cuando la impresionante limusina negra se detuvo a su lado y Zachary Dak bajó la ventanilla.

La llegada de un segundo vehículo de superlujo a aquella parte degradada del barrio estaba generando gran expectación, tanta pasta y tan cerca, pero de momento nadie del vecindario parecía decidido a actuar.

—Hola, señor Deitz —dijo Dak enseñando sus dientecitos de bebé—. Habremos hecho algún progreso, supongo…

—Así es —dijo Deitz—. He establecido contacto y tengo una dirección para hacer la transferencia.

—¿Qué dirección?

—Si se lo digo, ¿podría localizarla?

Dak asintió con la cabeza.

—Naturalmente. Pero no habrá que hacerlo. Solo lo preguntaba para determinar hasta qué punto es fiable todo el proceso. Si se trata de una cuenta en Zurich o en la isla de Man, entonces bien. Si es en Dubai o en Macao, no tanto. ¿Me permite los números?

Deitz los tenía anotados en un papel.

Se lo tendió al señor Dak.

Andy Chu, que se hallaba a unos quince metros, en un Toyota de un beis heroicamente soso, y que había estado siguiendo el Hummer amarillo durante casi una hora, sacó una muy buena instantánea con su cámara provista de teleobjetivo. El intercambio, desde un punto de vista meramente gráfico, no podía ser más solapado y furtivo, rezumaba literalmente complicidad.

Dak leyó la nota y se la devolvió a Deitz.

—Es una cuenta Mondex de cajero automático.

—¿Ah, sí? Explíquemelo.

—El ingreso irá a parar a una tarjeta privada de cajero automático. Se trata de una transacción cibernética, no hay manera de localizarla porque queda camuflada entre las demás transacciones de cajeros automáticos que se producen en el mundo, millones cada segundo. Imposible hallar la fuente. Le felicito, está usted en tratos con un profesional. ¿Cuánto dinero les piensa enviar?

—Ahí está el problema. Ellos me piden tres cuartos de millón. Yo solo tengo disponibles doscientos cincuenta.

Dak pareció retroceder, el semblante ahora más frío.

—Cuando tengamos el objeto, usted recibirá el pago acordado y de la manera acordada. Esto no va a cambiar.

—No, si ya lo entiendo, lo que pasa es que no puedo conseguir los otros cinco de los grandes. Puedo llegar a dos cincuenta, incluso tres. Esperaba que usted aportara el resto, porque yo aquí no me puedo sacar un interés. O sea, que no pienso ensuciarme las manos si usted no apoquina, caballero. Que le quede claro.

—O sea que nos pide que apoquinemos, como dice usted, cinco de los grandes, aparte de lo que ya le estamos pagando, para que así pueda usted darles a ellos siete cincuenta de los grandes, porque dice que es la única manera de recuperar el objeto. ¿Lo he entendido bien?

—Sí, señor. Y además, dado que se trata de una eventualidad no prevista, ¿qué tal si cubre usted también una parte de los gastos adicionales a considerar, digamos, en concepto de servicios extra? Porque, claro, yo…

Dak levantó lánguidamente la mano, movimiento que dejó a la vista parte de su camisa gris claro bajo la americana gris marengo. Llevaba unos gemelos con una piedrecita color lavanda que hacía juego con la corbata de ese mismo color y los calcetines también lavanda. Las piedrecitas iban engastadas en oro macizo. Sus uñas eran impecables, perfectas, satinadas.

Deitz lo odiaba a muerte, pero por motivos que no habría sabido explicarse. En el fondo a Byron se le daba bien odiar, sin más, del mismo modo que a otros se les da bien el baloncesto o bailar el tango.

—Señor Deitz, ¿ha visto usted El padrino?

Deitz se olió adónde quería ir a parar.

Y no le gustó nada.

De hecho no necesitaba ayuda para pagar el dinero que los indeseables pedían por el objeto, Deitz ya lo tenía a punto, pero odiaba tener que comerse ese marrón él solo. Quería compartir la experiencia, por así decirlo.

Los indeseables pedían quinientos, no siete cincuenta, o sea que si Dak apoquinara los cinco y Deitz hacía ver que ponía los dos cincuenta restantes (que nadie había pedido), estaría jodiendo a Dak por esos quinientos y aun así cobraría el millón que Dak tenía que pagarle a la entrega, con lo que el chino pringaba y una cosa iría por la otra; él no iba a declarar esa pasta, con lo que aún sería un poco más… «consistente».

A primera vista, no parecía que Dak fuera a tragar.

—Sí, la he visto.

—¿Recuerda cuando dicen aquello de «Una de dos, ese contrato llevará tu firma o llevará tus sesos»?

—Una escena cojonuda, sí. Pero no cambia…

Dak volvió a enseñar la mano con la palma hacia fuera.

«Háblale a la mano», pensó Deitz.

—Yo creo, señor Deitz, que nos entendemos perfectamente. Sentimos mucho no poder plegarnos a su petición. No es una propuesta seria. A usted le corresponde cumplir su parte del trato. Las eventualidades no previstas deberían haber sido previstas por usted, no por nosotros, que únicamente somos sus agradecidos clientes. Ya le digo, lo lamentamos de corazón, pero ¿cuándo le parece que el objeto volverá a nuestras manos?

Deitz levantó los ojos hacia la ventana de la chica gótica.

Había bajado la persiana.

Miró la Colt Python que tenía sobre el salpicadero, le sobrevino un breve y furioso anhelo de cargarse a todo el que estuviera a tiro, renunció a ello por contraproducente y tuvo una segunda fantasía: haber sido lo bastante mayor en su momento para ir a Vietnam y así tener la oportunidad de cargarse a un montón de astutos tocapelotas de ojos rasgados como el señor Dak aquí presente, pero aquella guerra había concluido, de modo que hubo de contemplar una vez más el careto agotadoramente sereno del señor Dak.

—Ellos me han dicho que tendré el artículo tan pronto el dinero transferido aparezca en su cuenta.

—¿Y quién efectuará el intercambio?

—¿Qué?

—¿Por medio de quién se va a hacer la transferencia propiamente dicha?

—De mi contacto en el First Third.

—Ah. ¿El pobre señor Thad Llewellyn? —Dak esbozó una sonrisa, de lo que Deitz dedujo que acababa de hacer algún chiste.

—Sí. El mismo.

—¿Y la cosa es inmediata?

—Sí.

—Por ejemplo, ¿esta misma tarde?

—Por ejemplo.

«Todos sois iguales —pensó—. Andy Chu, esta víbora, el puto Joel Cairo, Mousy Dung, Charlie Chan, Dragon Lady, Kim Jong Il, Ming el rey de Mongo,[2] todos los putos asiáticos arteros del mundo mundial. Os odio a todos».

—¿Cómo se va a efectuar el intercambio?

—Me han dicho que el artículo está en un sitio de fácil acceso. En cuanto el ingreso se haya hecho efectivo, me dirán dónde está.

—¿Y le han facilitado, qué sé yo, alguna prueba de que están en posesión del mismo?

—Ellos conocían el número de la caja de la que fue sustraído. Me describieron la caja. Y lo que había dentro. Tienen ese trasto, no hay ninguna duda.

—Entonces ¿confía usted en que el objeto se podrá recuperar sin problemas?

—A ellos no les sirve de nada. El dinero sí.

Dak no pudo sino mostrarse de acuerdo.

—Expectativas mutuas y equilibradas dan pie a resultados felices y armoniosos. Bien. Doy mi visto bueno. Dejamos esto en sus manos, señor Deitz, confiando en que no hará usted nada que pueda crear desavenencias o incertidumbre entre las partes. Estaremos en el hotel Marriott. Le esperamos dentro de dos horas, ¿de acuerdo?

«Tiene que haber alguna manera de joderlos».

—De acuerdo.

«Por fuerza debe de haber alguna».

Dak retrajo la cabeza, como una tortuga.

La ventanilla fue subiendo y la limusina se alejó sin hacer el menor ruido. Andy Chu sacó unas cuantas fotos más, sonriendo de puro contento y con la sensación de estar disfrutando de uno de los mejores sábados de su vida.

Deitz miró una vez más hacia la ventana, ahora opaca, de la chica gótica, y en el interior de su cráneo volvió a sonar aquel maldito ruido de partir nueces.

«Por fuerza».

Y de pronto, como le ocurrió a Saúl camino de Damasco, lo vio tan claro y potente como un rayo de luz.

No. No había manera alguna de joder a aquellos tíos.