Coker tenía una especie de farmacia en su casa, era una manera de protegerse contra una sobredosis accidental de realidad, como sin duda ocurría con Twyla Littlebasket. La joven había dejado un charco de lágrimas en el sofá de piel y ahora estaba allí hecha un desconsolado ovillo, lanzando miradas dolidas a Coker y a Danziger desde sus grandes ojos castaños.
Llevaba puesta su peculiar versión de una bata de higienista dental, consistente en un vestido azul cielo abrochado por delante, que se le había subido hasta medio muslo.
Tener allí a una chica guapa en aquel estado de semierótica desnudez les hacía difícil, tanto a Coker como a Danziger, sacar una pistola y pegarle un tiro sin más. (Ambos estaban de acuerdo en que era lo más sensato, habida cuenta de lo que ella había visto amontonado en la encimera.) Pero hasta un tipo duro tenía sus limitaciones, al menos sin la ayuda de un par de lingotazos de Jim Beam.
De ahí que, en vez de liquidarla, Coker hubiera recurrido a su farmacia particular y sacado unos cuantos Valium, que había compartido a partes iguales con Twyla y Danziger. Miró cómo este tapaba a la chica con una manta suave y le acariciaba la mejilla con suavidad hasta que ella se quedó dormida.
Después, Coker y Danziger se miraron, menearon la cabeza, y salieron a caminar un poco bajo la dorada luz de la tarde. Al final del camino particular, se detuvieron para fumar un pitillo y discutir la jugada.
Encendieron sus cigarrillos y se quedaron allí de pie, juntos, contemplando el ir y venir de los transeúntes a lo largo de la sombreada manzana, cada casa con su jardín y su césped, cada habitante con su nada complicada existencia.
—Apuesto a que ninguno de esos tiene que matar a una higienista esta noche —dijo Coker mientras miraba cómo un padre ligeramente tambaleante enseñaba a su hijo pequeño a arrancar un cortacésped con motor de gasolina.
—Ya, supongo que no —dijo Danziger.
Fumaron. Ambos empezaban a notar los beneficiosos efectos de la nicotina, los Valium y el Jim Beam.
El sol les calentaba las mejillas y el aire estaba brumoso. The Glades olía a flores, a hierba segada, a humo de barbacoa.
—¿Tú cómo lo harías, Charlie?
Danziger tomó un sorbo de Jim Beam y se miró las botas vaqueras manchadas de sangre, lo que le recordó que no había informado todavía a Coker de hasta qué punto pintaban mal las cosas.
—¿Te refieres a Twyla?
Coker asintió.
—Ahora mismo creo que está destrozada por haber encontrado en su correo electrónico esas fotos de desnudos.
—A mí me pasaría lo mismo —dijo Coker, pensando en las fotos—. Qué hijo de la gran puta. El bueno de Morgan Littlebasket, ¿verdad? un pilar de la comunidad cherokee.
—¿Quién se las habrá enviado?
—¿Y cómo las consiguió ese cabroncete?
—Dos buenas preguntas. Volveremos sobre ello más adelante. Estaba pensando, ¿y si matáramos primero a Morgan Littlebasket? Y que Twyla lo vea…
—O hacer que lo mate ella —propuso Coker—. Para que pueda vengarse. Y luego, mientras le dura el subidón, nos la cargamos.
Pareció pensarlo mejor, pues meneó la cabeza y añadió:
—No. Me parece que sería incapaz de matar a su padre, ni siquiera por haberla fotografiado en pelotas.
—Pero fue capaz de chantajear a Falcone por cincuenta de los grandes, ¿recuerdas? —observó Danziger.
—Es cierto. Todo esto se está poniendo un poco…
—¿Complicado? —sugirió Danziger.
—No sé. Mira, primero Donnie, ahora esa chica…
—Y no te olvides de Merle Zane, donde cojones esté.
—¿Has vuelto a tener noticias?
—Nada —dijo Coker—. El teléfono suena tres veces y luego sale el buzón de voz.
—¿Algún rastro de él?
—No.
—¿Has intentado localizar el teléfono?
—No he tenido tiempo. ¿Y tú?
—Yo tampoco. ¿Crees que seguirá escondido, esperando el momento de actuar?
—Lo que podría ser es que haya estirado la pata y los cuervos le estén picoteando los ojos. Una de las dos cosas.
—Un tío hizo una película sobre unos memos que encuentran un montón de pasta y se lían a matarse los unos a los otros. Salía ese actor que tiene una pinta tan rara, creo que estuvo casado con Angelina Jolie.
—Ah, ya. Billy Bob Thornton. La peli se llama Un plan sencillo.
—Esa, sí. Primero deciden guardar el dinero y esperar un tiempo, pero luego tienen que liarse a matar tíos y al final se matan entre ellos.
—El primero en caer es Billy Bob, sí. Y eso que de todos ellos era el único que se aguantaba. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Solo decía que…
Silencio.
El papá cortacésped estaba ayudando a su hijo a cortar. Papi estaba hasta las cejas de cerveza y el niño meneaba la máquina por el césped como si fuera Luke Skywalker. La cosa no podía terminar bien.
—Lo único que decía, Coker, es que tal como vamos ahora seguro que acabamos matándonos entre nosotros.
—Aún no hemos llegado a eso.
—Vale. Es bueno saberlo.
—¿Cómo tenemos lo de Deitz y el frisbee?
Danziger esbozó una sonrisa.
—Le di un paseo por Tin Town, primero en el Piggly Wiggly, luego en Winn-Dixie, después en el Helpy Selfy y vuelta al Piggly Wiggly. Merecía la pena verlo, Coker, te lo juro.
—¿Dónde haremos el canje?
—No hará falta canje.
—Pero tenemos que darle la cosa, ¿no?
—Deitz ya la tiene.
—¿Sí?
—Solo que no lo sabe todavía. Me tomé un Slim Jim y abrí el portón trasero de su Hummer mientras él estaba leyendo mi nota en el Piggly. Metí la cosa en el hueco para el gato, debajo de la rueda de recambio. A menos que el tipo tenga un pinchazo, no la encontrará por sí solo.
Coker se lo quedó mirando.
—¿Y si Deitz no nos hace la transferencia?
—Entonces nos chivamos a los federales. Basta con hacer una llamada diciendo que Byron Deitz se pasea por la ciudad con un frisbee ultrasecreto en la trasera del Hummer. El caso es no quedarnos nosotros con un trasto que nos puede crear muchos problemas con la CIA.
—Era arriesgado —dijo Coker.
—No. Dirás audaz. —Danziger paladeó la palabra—. Ah, se me olvidaba. También dejé un paquetito de billetes del First Third dentro de un hueco para cables, detrás de la válvula de cierre del depósito.
—¡Uau! ¿Cuánto dinero?
—Cien mil.
—Joder, Charlie. Eso es mucha pasta.
—Bueno, y tampoco te va a gustar esto otro, pero le metí también algunas cosillas de las que sacamos de la caja de caudales.
—¿Por ejemplo?
—Pues aquel Rolex de anticuario y los gemelos de esmeralda con su estuche Cartier, y también unas…
—Qué cabrón. Yo le tenía echado el ojo a ese Rolex.
—Coker, los Rolex están pasados de moda. Ahora todo quisque lleva Movado.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice GQ.
—Que le den por culo a GQ. ¿Por qué hiciste eso?
—Para darle verosimilitud —dijo Danziger, saboreando también esta palabra.
—¿Verosimilitud?
—Una manera de aportar pruebas convincentes. Por si tenemos que cargarle el mochuelo a Deitz.
—Sé lo que quiere decir verosimilitud, tío. ¿Tan complicado lo ves?
—Las cosas siempre se complican. Y más en esta ciudad.
Danziger levantó la vista y vio un trecho del bosque viejo en lo alto de Tallulah’s Wall.
—Oye, Coker, ¿tú has pensado en eso alguna vez?
A Coker le desapareció poco a poco la sonrisa. Miró de reojo a Danziger.
—¿En qué? ¿En Niceville?
Danziger cruzó los brazos y dio un puntapié a una mata de hierba.
—Ni tú ni yo nacimos aquí. Yo soy de Bozeman y tú de Billings. Antes de venir a este sitio, ninguno de los dos había hecho nada parecido a lo que hicimos ayer.
—El arrepentimiento es para los perdedores, Charlie.
—No hablo de arrepentirme. Me gusta el dinero, Coker, vaya si me gusta, y pienso disfrutar hasta el último centavo. Lo que pasa es que, esta vez, lo de matar a esos polis, si lo piensas bien fue algo poco natural en nosotros. Hablo de los dos.
Coker lo meditó.
—En tu caso, quizá. En general, eres mejor persona que yo. Imagínate, yo tenía doce años cuando me cargué a mi viejo a patadas en el patio de casa.
—Se lo merecía, por las putadas que le hacía a tu madre. ¡Si hasta los polis de todo el condado dijeron que se veía venir!
—¿Qué coño intentas decirme, Charlie? ¿que Niceville nos ha echado una maldición o algo así? Madre mía, hombre. Vimos que se podía dar un buen golpe y nos lanzamos. Ahora no te me pongas místico.
Danziger estaba mirando hacia Tallulah’s Wall.
—Los indios de estas tierras, los cherokee, ya creían que este lugar estaba maldito antes de que llegara el primer rostro pálido. Pensaban que allá arriba vivía un espíritu maligno…
Coker siguió la dirección de su mirada.
—¿En Crater Sink?
—Supongo.
—¿Que allá arriba vive una cosa maligna, dices?
—Coker, a ti tampoco te gusta ese lugar. Oí cómo se lo comentabas a Merle.
Silencio.
—Vale, puede que no me guste.
Coker tiró el cigarrillo, encendió otro y dio una profunda calada.
—Yo qué sé. Quizá sí que me he vuelto más malo desde que llegué. Quizá una noche de invierno se me metió en la oreja alguna cosa salida de Crater Sink y ahora me está royendo el cerebro. ¿Tú qué crees?
Otra pausa mientras Danziger meditaba sus palabras.
—Si no tuviera más que tu cerebro para roer, la cosa cabrona se habría muerto de hambre hace tiempo.
—Que te den, Charlie.
—Gracias, Coker. Lo mismo digo.
Después de otra larga pausa, y en un tono de voz serio, Danziger dijo:
—Bueno, mira, yo no quiero pegarle un tiro a esa pobre Twyla si no tenemos un buen motivo. ¿Para qué añadir delitos a la lista?
En la acera de enfrente el episodio cortacésped estaba terminando, como no podía ser menos, entre lágrimas. Alguien los llamó por sus nombres.
—Charlie. Coker.
Al volverse vieron a Twyla Littlebasket en el umbral, con la bata azul de higienista semiporno toda mal puesta, la mitad de los botones desabrochados, el pelo hecho un desastre y su bonita nariz más colorada que un capullo de rosa.
—¿Tenéis un momento? —dijo, con la voz ronca de tanto llorar, los grandes ojos en un halo de rímel corrido. Recordaba mucho a aquella muñeca tan sexy, la Betty Boop, solo que con dos ojos negros.
—Cómo no, encanto —respondió Coker.
—Es que tenemos que hablar —dijo Twyla.
Danziger y Coker se miraron.
—Lo que faltaba —espetó el primero.