Al volver por Gwinnett, Merle Zane pasó frente a la misma tienda de electrodomésticos donde un corro de gente había estado mirando el incidente en torno a una iglesia en Peachtree. Todos los televisores mostraban la misma imagen repetida, un hombre menudo y gordo, con camisa verde de faena y pantalón a juego, esposado y sangrando, escoltado por la acera por una agente pelirroja de imponente aspecto que sonreía de oreja a oreja mientras hablaba con un hombre alto de pelo blanco y traje gris marengo, el cual estaba apoyado en el coche patrulla con los brazos cruzados al frente.
El hombre del traje gris, cayó entonces Merle en la cuenta, con un sobresalto, era Coker, y un poco más lejos, mirando con una gran sonrisa, estaba Charlie Danziger entre un grupo de agentes, fumando un cigarrillo con pinta de sentirse la mar de a gusto.
Merle se quedó allí mirando un buen rato. Le sorprendió descubrir que, de alguna extraña manera, y desde luego no de sopetón, había ido dejando de importarle una higa lo que aquellos dos estuvieran haciendo. Como si formaran parte de otra época, de una vida pasada, y ya hubieran dejado de tener un significado para él.
De momento, pensó, lo mejor sería arrimarse a Glynis: necesitaba un sitio donde vivir, ella era una mujer de campanillas, y quedaba por resolver el asunto de Coker y Danziger.
Echó un último vistazo a la batería de televisores: Coker y Danziger sonrientes, hablando con los polis, más contentos que unas pascuas. Merle los encerró en su corazón bajo el epígrafe «asuntos pendientes».
Siguió caminando, cogió unos melocotones de la caja que había frente a un colmado, dejó un billete de cinco dólares sin detenerse y continuó su paseo por Niceville con tan buen ánimo como no lo había vuelto a tener desde antes de que lo mandaran a Angola.
Al anochecer, descansó sus huesos en el banco de un parque junto a la plaza del ayuntamiento, encendió un cigarrillo y se quedó allí contemplando el ir y venir de los nicevilleanos.
A eso de las diez el hombre del Blue Bird, aquel tipo tristón que había viajado a su lado, fue a sentarse, una vez más, junto a él. Merle le ofreció un pitillo, que el hombre, después de pensárselo un rato, aceptó sin dar las gracias, y ambos contemplaron de nuevo a los transeúntes en un extraño pero amigable silencio. Al cabo de media hora el parque estaba lleno de gente medio escondida al pie de los árboles. Merle contó al menos cincuenta personas, entre las cuales algunas mujeres, ningún chaval, pero mucha más gente de las dos docenas de hombres silenciosos que habían llegado aquella tarde en el autobús.
Algunas de aquellas personas fumaban tabaco, algunas compartían en silencio petacas plateadas.
Brillaron luciérnagas en la noche estival y las luces de la ciudad cobraron intensidad. Aparecieron estrellas en lo alto y las magnolias despidieron su aroma vespertino.
La brisa perfumada agitaba el musgo español y las ramas de los robles gemían en la oscuridad de terciopelo azul sobre la cabeza de Merle Zane.
A las once menos cuarto apareció el autobús Blue Bird, que se detuvo en medio de un chirriar de frenos. El conductor se apeó sin bajar del último escalón de la puerta, sonriente mientras los pasajeros hacían cola para subir, y fue saludando a cada persona con una palabra amable. Cuando estuvieron todos en sus asientos, el conductor volvió a ocupar su sitio al volante, arrancó, y puso rumbo a la oscuridad más allá del límite de Niceville.