Byron Deitz motiva a los suyos

Deitz se encontraba junto al túnel de lavado de Long Reach Boulevard, contemplando al sol menguante de la tarde cómo el Tulip discurría a pleno caudal entre riberas fangosas, su ancho lomo fluvial marrón como el fango y su superficie agitada por pequeñas olas impetuosas.

Deitz estaba tomando un granizado de limón mientras esperaba a que un flaquísimo chaval filipino acabara de limpiar la sangre que la nariz del señor Thad había dejado en el asiento del copiloto de su Hummer.

Tenía una BlackBerry nueva y estaba intentando hacer que marcara un número de teléfono, pero la máquina no parecía dispuesta. Deitz se vio obligado a teclear el número con los pulgares, y los tenía extraordinariamente grandes. Las cosas no iban bien.

Finalmente pudo contactar con su departamento de IT.

—¿Está Andy por ahí?

Un momento de silencio, que le sirvió para preguntarse, una vez más, de dónde demonios salía el ruido de cascar nueces.

—¿Señor?

—Andy, ¿tienes algo ya para Tig Sutter?

—Pues no, señor, lo siento. Es muy complicado. El remitente era…

—Necesito algo para Tig —dijo, o más bien gruñó, Deitz—. Y que sea pronto. Quiero que Tig me deba un favor de los grandes. Y tiene que ser pronto, ¿entiendes, chaval? No es momento para que vuelvas a cagarla.

—Descuide, no lo volveré a hacer. Estoy en ello.

—¿Cuándo tendrás algo?

—Espero que hacia última hora.

El ruido de nueces dentro de la cabeza de Deitz aumentó de volumen y el río Tulip se tornó rojizo.

—¿Qué última hora ni qué narices? ¡Consíguemelo ya! Quiero noticias dentro de una hora, chaval, o ya puedes ir limpiando tu mesa. ¿Has comprendido?

Durante el largo silencio que siguió, Deitz no pudo evitar preguntarse de dónde iba a sacar un técnico tan bueno como Andy Chu, pero al final se convenció de que el mundo estaba lleno de expertos tan buenos, o mejores, que Chu. Mientras tanto, como haría cualquier jefe con dos dedos de frente, era preciso motivar al personal.

La voz de Andy, fría y serena.

—He comprendido, señor.

—¿Está jodidamente claro?

—Sí, señor. Está jo… absolutamente claro.

—Perfecto. Pues métele caña —dijo Deitz, y colgó.

Se quedó allí parado mirando el monitor, pensando, como últimamente acostumbraba hacer, pensamientos cada día más negros y complicados, entre ellos un inventario de las pocas personas que él conociera que tenían botas de vaquero azul marino, cuando de pronto oyó pronunciar su nombre con un extraño ceceo.

Al volverse vio un Lincoln Town Car negro, ese modelo con pinta de tortuga vestida de esmoquin, que se detenía junto al túnel de lavado y una carita cetrina y delgada mirándole por la ventanilla de atrás, «otro maldito amarillo», un asiático con ojos como dos botones chatos, la cabeza demasiado grande completamente calva; bien mirado un aspecto de lo más desagradable, con aquella frente ancha y deforme, los pómulos prominentes, una nariz como una seta aplastada y una boca como de buzón provista de una incongruente mosca bajo el labio inferior.

Deitz arrojó el granizado al río y se acercó resueltamente al coche con cara de pocos amigos y un estado de ánimo que la imprevista aparición no había mejorado en absoluto.

—Soy Byron Deitz. ¿Quién coño es usted?

El asiático cabeceó repetidas veces y enseñó unos dientecitos, casi de niño, amarillentos de tabaco, tras los cuales se escondía una lengua gruesa y blanquecina que flotaba dentro de la boca color rojo sangre cual morena acechando en una grieta.

—¿Quiere usted sentarse? —dijo el hombre, abriendo la puerta y empujando el asiento hacia atrás para dejarle sitio a Deitz—. Dentro se está más fresquito.

Deitz lo miró un momento, consciente del peso de su Sig en la pistolera prendida del cinturón, fijándose en el caro traje gris perla, la camisa satinada, de un gris mucho más claro, la corbata de seda color lavanda, el clip de oro, los finos zapatos italianos, los calcetines de seda a juego con la corbata.

El hombre inclinó de nuevo la cabeza, enseñando aquellos dientes, y a Deitz le vino a la memoria un nombre salido de una vieja película en blanco y negro con Humphrey Bogart.

«¡El puto Joel Cairo! —pensó—. Cagadito a él. ¿Y ahora qué más, un halcón maltés?»

—Quién es usted y para quién trabaja —le espetó con frialdad, de pie en la acera.

—Oh, disculpe. Me llamo… —dijo el asiático, pero Deitz solo entendió algo como «Sacarina».

—¿Cómo?

—Zachary Dak —repitió, más despacio—. Aquí tiene mi tarjeta.

Deitz la cogió.

Dr. ZACHARY DAK

Director de Logística

Daopian Canton, Inc.

2000 Fortunate City Road, Shanghai

RP China 200079

86.022.63665698

Deitz se guardó la tarjeta en el bolsillo de la americana y miró a su alrededor, evaluando cada automóvil y cada persona presente en las cercanías.

Subió a la limusina pero dejó la puerta abierta, con un pie en el bordillo. El interior olía a tabaco chino, exactamente como él pensaba que olerían los cigarrillos chinos.

—Se suponía que íbamos a vernos en el Marriott.

Dak asintió, mirando brevemente la nuca del chófer, una cabeza como bala de cañón anclada sobre un pescuezo peludo y ancho como un tocón de árbol viejo.

—Sí, en eso habíamos quedado. Espero no causarle ningún inconveniente. Si no le molesta la pregunta, ¿le importaría decirme si lleva consigo el artículo en este momento?

Deitz paseó la mirada por el interior del coche, el tapizado de cuero negro, pensando en micrófonos ocultos.

—No sé de qué artículo me habla, señor Dak.

Dak se rebulló en el asiento, dando a entender lo mucho que le incomodaba aquello, el engorro que le suponía.

—Tiene toda la razón. No me he expresado bien. Me remito únicamente a la reunión que habíamos acordado. Como usted sabe, en este asunto el tiempo apremia. Nuestro Learjet espera en el aeródromo de Mauldar. El vuelo está programado para el lunes por la mañana.

—Y si resulta que necesitamos más tiempo, ¿qué?

—Sintiéndolo mucho, eso no es posible. El plazo está fijado. Tenemos asuntos urgentes que resolver en Dubai. De ahí que mi gente necesite que esta… consulta… se haga lo antes posible.

—¿Cómo me ha localizado?

—Su coche llama bastante la atención, señor Deitz.

—Gilipolleces. No lo entiendo. ¿Por qué presentarse aquí, y precisamente ahora?

Algo cruzó por el rostro de Dak produciendo un cambio sutil pero perceptible. De pronto, Deitz se alegró de tener un pie en la acera y la Sig Sauer en el cinturón. Zachary Dak era más de lo que aparentaba.

—Suba del todo por favor, y cierre la puerta.

Deitz lo hizo. El coche arrancó al instante. Deitz estaba mirando las manos de Dak, pero no vio cómo había llegado a ellas la Glock: simplemente estaba allí.

—Es solo por precaución —dijo Zachary Dak—, para que escuche usted atentamente y no intente nada. Sabemos que tiene un problema con el artículo. Sabemos que no nos lo puede proporcionar.

Deitz consiguió permanecer impertérrito. Dak sonrió antes de continuar.

—Entiendo que esto le moleste. Para nosotros también es un problema. Pero no vale la pena ponerse a discutir, puesto que nuestros mutuos intereses coinciden. Usted desea recuperar cuanto antes el artículo; nosotros deseamos que lo recupere cuanto antes.

—OnStar —dijo Deitz, comprendiendo al fin—. Me han pinchado el teléfono del coche. Han entrado en el sistema OnStar. Me oyeron recibir una llamada en relación con el… artículo.

Dak parecía satisfecho.

Es más, estaba radiante.

—La República Popular ha dado pasos de gigante para acceder a determinadas áreas de los sistemas de comunicación de varios de nuestros socios. No hay ninguna hostilidad. Nos parece prudente conocer la situación de nuestros amigos en el negocio. Por poner un ejemplo, sabemos que usted actúa de buena fe y que el robo del objeto fue para usted tan inesperado y lamentable como lo fue para nosotros. Ambos tenemos prisa. Usted está llevando a cabo pesquisas, lo mismo que su socio el señor Holliman.

«La hostia —pensó Deitz—. Estos tíos saben cómo conectar el micro de OnStar aunque yo no esté hablando por él. Han oído todo lo que he dicho».

—Estamos aquí para ayudar en lo que sea necesario, por eso hemos tomado la iniciativa de venir a echarle una mano.

—Pasearse por Niceville en esta limusina solo llamará la atención. Lo mejor que podría usted hacer es volver al Marriott y esperar allí. Yo recuperaré el artículo. Puede contar con ello.

—Confiamos en usted, señor Deitz, pero eso no quita que necesitemos tener el artículo en nuestro poder antes del domingo por la noche. Analizar debidamente el artefacto puede llevar varias horas, y nadie debe descubrir que desapareció de las cámaras de Slipstream. Debe usted devolverlo sin que nadie se entere, o todo el proyecto perderá gran parte de su valor. Hay muchos millones en juego. Yo debo rendir cuentas a mis superiores. Hemos discutido el asunto del robo. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión?

—Sí —dijo Deitz.

Dak inclinó la cabeza, miró al chófer y luego dijo:

—¿Cuál?

—En parte fue obra de alguien de dentro. Estoy seguro. Por ahora he neutralizado al banquero…

—¿El pobre señor Llewellyn?

—¿Lo ha oído?

Dak sonrió.

—Reconocerá usted que el interrogatorio ha sido francamente duro. Parece que el hombre estaba drogado, ¿no? Se recuperará, supongo…

—Le he dejado en su casa. Saldrá de esta.

—El detalle de las botas azules, ¿alguna pista?

—No, pero Phil encontró sangre en el establo donde se escondieron. Pensamos que uno de los autores del robo está herido.

—Bien. Así que alguien de dentro, dice usted. Y un hombre herido. Solo tiene que averiguar cuál de entre los posibles topos ha recibido una herida reciente.

—No es tan sencillo. El topo pudo proporcionar la información, pero eso no significa que fuera uno de los autores materiales. Podrían haberlo hecho dos profesionales.

—Veamos, se supone que uno de ellos, o los dos, fue herido por la policía durante la persecución…

—O que se pelearon.

—¿Desavenencias entre «pistoleros»? —dijo Dak, que estaba estudiando español para distraerse del duro trabajo que suponía el espionaje internacional.

—Encontraron varios cartuchos de bala tras el incendio en el establo. Derretidos, pero había muchos.

—¿Muchas balas, eh? Y sangre en el suelo…

—Sí, un auténtico tiroteo.

—Pero nadie se presentó en el hospital, claro.

—Nadie.

—Sería conveniente conocer los progresos de la investigación oficial.

—Joder, y tan conveniente.

—¿Tiene usted manera?

—No pinta fácil. ¿Y usted?

—Con tiempo se podría, sí. Pero no disponemos de tiempo. Hay que actuar con toda celeridad. Disponemos de solo unas horas. Sin embargo, tenemos grandes esperanzas de conseguir el éxito. ¿Me permite una predicción?

—Adelante. ¿Quiere una galleta de la suerte?

Dak le ofreció una sonrisa desprovista del menor indicio de diversión, solo un destello de impaciencia.

—¿El artículo estaba dentro de algún tipo de caja? ¿Había forma de identificarlo?

—Un estuche metálico, sí, con el logotipo de Raytheon.

—Por lo tanto, cualquier ladrón inteligente sabría que es un objeto de mucho valor.

—Desde luego.

—¿Y diría usted que las personas que llevaron a cabo el atraco son inteligentes?

—Sí —dijo Deitz, a regañadientes.

—Bien. Entonces nuestra predicción es que los ladrones, o alguien en representación suya, se pondrán en contacto con usted en breve. El objeto carece de valor para ellos y, de hecho, constituye un claro peligro para su seguridad. La pena por estar en posesión de semejante cosa sería muy grave, ¿no es cierto?

—Y que lo diga. —Deitz estaba pensando en lo mucho que a él le disgustaría tener que cumplir cadena perpetua en Leavenworth.

Dak inclinó de nuevo la cabeza.

—Veo dos posibles panoramas. Uno, han destruido el objeto y eso nos deja a usted y a mí en una situación delicada. Dos, intentan devolverlo a cambio de una cantidad. Puesto que usted es el jefe del aparato de seguridad del complejo, lo lógico es que lo primero que hagan sea ponerse en contacto con usted.

Levantó la mano al ver que Deitz se enfurecía de nuevo.

—La venganza, señor Deitz, es una muestra de debilidad si con ello echamos a rodar nuestros planes. No debe permitir que eso suceda. Cuando se pongan en contacto, acepte el trato, cualesquiera que sean los términos, y proceda con la máxima celeridad…

—¿Términos, dice? Los términos nos van a salir muy caros.

—Sin duda. Por nuestra parte le estamos recompensando con mucha generosidad. Pagará usted lo que le pidan, rápido y sin…

—Que yo pagaré, dice.

—Sí, usted pagará, señor Deitz —replicó el otro, con énfasis sereno—, puesto que el responsable de entregarnos el artículo era usted.

—Ya, ¿y si piden demasiado? ¿Y si quieren más de lo que usted me da? Suponga que quieren más de lo que yo puedo pagar.

Dak hizo un gesto como diciendo «Pues lo siento mucho».

—Si por alguna razón no pudiera efectuar el cambio, entonces prescindiremos de usted y negociaremos directamente con ellos.

Deitz tenía una idea bastante clara de lo que quería decir «prescindiremos». Hubo de admitir que, a la hora de amenazar a alguien, Dak era muchísimo mejor que él mismo. Dak estaba mirando el reloj. Deitz volvió la cabeza hacia el exterior y vio que habían vuelto al túnel de lavado. La limusina se detuvo. Deitz abrió la puerta y el calor húmedo de la tarde penetró en el habitáculo.

—¿Y si resulta que no contactan conmigo a tiempo?

—Usted, naturalmente, seguirá adelante con sus pesquisas. Igual que nosotros. Tenemos ciertos recursos de los que usted no dispone. Echaremos mano de ellos. Mientras tanto, es preciso que restablezca usted contacto con todas sus vías de comunicación, en casa y en sus oficinas. A estas horas puede que hayan intentado ya contactar con usted. En ese caso, actúe con prontitud y firmeza. Sea eficaz y no ceda a fantasías de venganza. Su única preocupación ha de ser recuperar el objeto. Tiene mi tarjeta. En el reverso verá un número de móvil. Llámeme dentro de sesenta minutos.

—Para el caso, como hablar al puto techo de mi Hummer —dijo Deitz con cierto retintín.

—Como quiera —replicó Dak con una sonrisa cortés.

Luego cerró la puerta y la limusina se incorporó al tráfico. El Tulip seguía su curso, y otro tanto hacía Niceville. El filipino había dejado limpio el asiento y Deitz le dio un billete de cincuenta por las molestias.

Montó en el vehículo, cerró de un portazo y se acomodó en el asiento, que olía a acetona y a jaboncillo inglés y a los puros que Deitz fumaba. Puso el motor en marcha, conectó el aire acondicionado y enchufó la BlackBerry. Había un mensaje de texto sin identificación de remitente:

PIGGLY WIGGLY

VINE ESQUINA BAUXITE

EL CORKBOARD

AHORA