Después de llamar a Kate, Dillon Walker buscó un archivo de texto en su ordenador y tocó la tecla de imprimir. Por la ventana de su despacho en la Biblioteca Preston podían verse los viejos edificios de estilo federal y la plaza de armas, bañados en la suave luz de la tarde.
El día había sido fresco y despejado, con apenas una sombra de nubes en lo alto del Blue Ridge.
A través de la ventana entreabierta de su estudio atiborrado de libros Dillon pudo oír la rítmica cadencia de un pelotón de cadetes corriendo por el recinto, sus pisadas como un tambor amortiguado sobre el pavimento, las palabras tan familiares para él como cuando había aprendido a cantarlas siendo un joven soldado, hacía muchos años, en el 101 Aerotransportado. Se quedó un momento escuchando. Las manos que tenía apoyadas en el teclado del ordenador se veían nudosas y dobladas por la artritis, y teclear le costaba horrores. Era difícil imaginarlas como habían sido aquel día de junio de 1944, bien agarradas a las correas del paracaídas cayendo sobre Normandía en medio de una lluvia de fuego. Entonces no lo supo, pero estaba a solo un kilómetro de su amigo Gray Haggard, quien en aquel preciso momento trataba de no perecer ahogado en las olas teñidas de sangre de la playa de Omaha.
La cadencia rítmica se perdió en la distancia y un viento fresco agitó las persianas haciéndolas traquetear y echó a volar los papeles que Dillon tenía encima del escritorio de palosanto.
Alguien pronunció su nombre en voz queda desde el corredor en penumbra de la biblioteca, más allá de la puerta del despacho. Era raro, puesto que los sábados por la tarde estaba cerrado, todos los cadetes haciendo instrucción y la biblioteca normalmente desierta.
Se retrepó en su chirriante butaca y aguzó el oído.
—¿Sí? Estoy aquí dentro. ¿Quién me llama?
Silencio, pero luego otra vez la voz susurrante, que le resultaba a un tiempo familiar y muy extraña.
Un músculo se contrajo en su mejilla y Dillon se palpó la garganta en busca de la arteria carótida.
Tenía setenta y cuatro años, y aunque no le pasaba nada malo en concreto, eso era solo una manera de decir que todo andaba mal.
La voz era una voz que conocía aunque no la había oído desde hacía mucho tiempo. Era Lenore, de ahí que, como hombre racionalista que era, estuviera controlando el pulso dado que parecía estar sufriendo algún tipo de ataque.
Alcanzó la botella de agua en el mueble que tenía detrás, tomó un trago y buscó una aspirina en uno de los cajones. La voz volvió a sonar, esta vez más cerca, y una figura esbelta apareció del otro lado de la puerta de cristal de su despacho.
Dillon la miró: era una mujer joven, vestida con un ceñido vestido blanco… o tal vez sin nada encima; la vio alzar un brazo y golpear una sola vez, flojito, el cristal.
—Dilly, soy Lenore. Es la hora, cariño. Tenemos que irnos. Todo está a punto. Todo el mundo nos espera.
Dillon Walker sintió un escalofrío de miedo, pero, siendo alguien que odiaba la cobardía, lo superó al instante.
«Dilly.
»Lenore siempre me llamaba así».
Se puso de pie, rodeó el escritorio y se detuvo delante de la puerta. Miró a su alrededor, la habitación, el escritorio, casi como esperando ver su cuerpo derrumbado sobre los papeles. Pero no había nadie en la butaca y él se encontraba allí de pie, en zapatillas, el confortable pantalón de pana color verde oliva y el polo negro, sintiéndose tan vivo como cualquier otro día.
Desde más cerca pudo ver que la figura, efectivamente, estaba desnuda y tenía las formas de su difunta esposa Lenore. La visión llamó de nuevo a la puerta pronunciando su nombre.
«Ella utiliza los espejos», había dicho Lenore momentos antes de morir. «Ella utiliza los espejos».
Tenía la sensación de estar al borde de algo muy importante, a un paso de una gran revelación, un encuentro con algo poderoso y extraño; algo venido de… del exterior.
No abrir aquella puerta sería un acto de cobardía, un lloriqueante intento de arañar unos segundos más a su ración de vida. No había terminado aún su cometido en la Tierra, pero otros se encargarían de hacerlo. Ningún hombre era indispensable. Pensó en Kate, en Reed, en Beth, pensó en Rainey Teague y la adopción, en Miles y Sylvia, en el misterio de Niceville. Si lo que había más allá de la puerta era Lenore, entonces todos los secretos que se le escapaban le serían revelados y un día volvería a ver a su familia al completo. Antes o después, a todos los vivos les llegaba el momento de partir.
Abrió la puerta pensando que vería a Lenore, pero de repente la oscuridad se cernió sobre él, alas negras, picos afilados como cuchillas, zarpas que arañaban, ojos amarillos con una luz verde, una fuerza devastadora preñada de rabia y de odio. Y allí dio comienzo el ágape. Lo mismo que Gray Haggard, Dillon Walker duró demasiado.