Habían acordado encontrarse en un lugar llamado Bar Belle, en el Pavilion, sobre el río Tulip, un agradable patio soleado con mesas metálicas redondas y parasoles con publicidad de Dubonnet, Heineken y Stella Artois, el mismo lugar donde, curiosamente, Nick y Beau habían ido a almorzar ese día.
Bock había tenido buen cuidado de llegar al Bar Belle antes que Chu, con una hora de antelación. Era un truco que había aprendido mirando El caso Bourne. Fue a sentarse a una mesa junto a la barandilla a fin de tener la espalda cubierta por la pared, como habría hecho Matt Damon. Al otro lado de los paneles de teca el Tulip silbaba como una pitón de las gordas.
Bock se había vestido completamente de negro porque pensaba que eso le daba un aspecto más amenazador, cuando, en realidad, le daba un aspecto de segurata libre de servicio. Pidió lo que allí llamaban un Tequila Sinsonte y poco después llegaba la camarera, una chica con las tetas rebosando de su sujetador con aros como helados de sendos cucuruchos y una sonrisa que habría enternecido a un muerto. Muerto, a esos efectos, era como se consideraba Bock en aquel preciso instante, y no porque mirar aquellos volúmenes carnosos lo dejara frío. Ah, si las cosas hubieran sido diferentes…
La mayoría de las mesas, al llegar él, estaban vacías, salvo una en la que dos tipos estaban sentados sin hablar. Uno era blanco, delgado y de aspecto intimidante, llevaba un pantalón de traje color gris y una camisa de vestir negra, tenía canas en las sienes de su cabello negro corto y unos extraños ojos grises que, cuando posó su mirada en Bock al tomar este una silla, parecieron atraparlo y etiquetarlo en menos de dos segundos.
El otro individuo era un negro tan grande como el déficit federal y tan musculoso que si hubiera querido tener más músculos habría tenido que contratar un segundo cuerpo para lucirlos. El negro estaba sentado sobre el lado izquierdo, como si se hubiera hecho daño o algo en la nalga derecha.
Los tipos se marcharon poco después de llegar Bock, mucho antes de que su Tequila Sinsonte quedara reducido a los posos, y el blanco volvió la cabeza mientras pagaban y le lanzó una mirada escrutadora.
«Será que notan mi poder», pensó Bock, pero eso fue antes de que el muy humillante propósito de su entrevista con Chu volviera rápidamente a la superficie.
Bock, un hombre de mundo y capaz de adoptar medidas osadas ante una crisis, sobre todo si el culpable no era otro que él, como solía suceder, había tomado sus precauciones. Por de pronto, llevaba escondido dentro del pantalón un pequeño Pearlcorder con activación de voz, prendido de un cable muy fino a un micrófono que parecía un botón cosido al bolsillo de su camisa negra, y dentro del mismo bolsillo una cámara de vídeo en miniatura alojada en una falsa pluma estilográfica.
No solo eso. Por si Andy Chu se ponía violento, Bock tenía una placa comprada por catálogo y hecha de genuina plata alemana cromada y un carnet de identidad plastificado donde decía que Bock era un agente de fianzas con plenos poderes (hasta donde una placa comprada por catálogo podía otorgarlos).
Y, por si las moscas, metida por la parte de atrás del pantalón llevaba una porra metálica plegable.
Desde un punto de vista técnico, esto último no había sido muy buena idea, puesto que la porra no dejaba de metérsele entre las nalgas. La próxima vez la llevaría en el bolsillo, pero ahora era tarde para cambiarla de sitio.
Ahí estaba Bock, pues, más o menos satisfecho de todos sus preparativos y sintiendo además el vigor que conlleva la ingesta rápida de tres Tequilas Sinsontes consecutivos en menos de media hora. Cada vez estaba más seguro de que, si llegaba el momento de tomar medidas drásticas, sería capaz de hacer cuanto fuera necesario por la sagrada causa de Mandar a la Mierda a Quien Hiciera Falta. Por algo se llamaba Tony Bock.
En la siguiente hora, se terminó un cuarto Sinsonte mientras las mesas se iban llenando de alegres y parlanchines estudiantes con camisas chillonas y pantalones bermudas y gorras de béisbol puestas del revés.
Bock se fijó en uno que llevaba la gorra puesta de modo que la visera le colgaba sobre la nuca; el muy imbécil empleaba la mano para protegerse del sol.
«Ponte bien la gorra, capullo, serás mamón…».
Estaba todavía mirando a aquel insensato con inquebrantable desdén cuando una sombra escuálida aterrizó en su mesa, y al levantar la vista se encontró a un tipo esbelto, retaco, con camisa blanca de manga corta y pantalón beis.
Bock, que había olvidado que él mismo llevaba la gorra de béisbol puesta del revés, utilizó la mano izquierda para hacer visera y pudo así distinguir las facciones de un asiático imberbe que lucía unas iridiscentes gafas de sol tipo Fly Shades y una sonrisa tímida. El tipo le tendió la mano.
—Señor Bock, soy Andy Chu.
Bock, poniéndose inmediatamente por encima del otro, miró la mano del muchacho como si fuera un murciélago muerto. El chico la retiró y, sin dejar de sonreír, tomó asiento.
—¿Cómo sabe quién soy? —dijo Bock—. No nos hemos visto nunca. Yo no sé quién coño es usted.
—Bueno, pues me llamo Andy Chu. Discúlpeme si actúo como si ya nos hubieran presentado.
Chu cogió la carta, aparentemente sintiéndose mucho más a gusto de lo que Bock pensaba que tenía derecho a sentirse un canalla de enano chantajista disfrazado de cretino informático.
—Sabía qué aspecto tiene —continuó el chaval, hablando en un tono distendido— puesto que vi las fotos que se hace usted desnudo frente al ordenador, sentado en ese sofá supergrande de cuero negro.
Bock comprobó, sorprendido, que no tenía nada a mano con que replicar. El corazón se le había subido a la garganta y ahora intentaba salírsele por la oreja izquierda. Se había quedado sordo y tampoco encontraba la voz.
El chaval pareció intuirlo.
—Procure mantener la calma. No le deseo ningún mal. Verá, he entrado en su ordenador y sé todo lo que hay dentro. He visto su colección de fotos guarras y su colección de historias guarras. Sé qué páginas web frecuenta y cuánto rato las visita y he visto las fotos que se hace a sí mismo con la webcam mientras está en ellas.
Hizo una pausa para ver cómo lo encajaba Bock; el pobre parecía a punto de desmayarse o de vomitar, o ambas cosas. Chu le dio una palmadita en el brazo y volvió a mirar la carta, sin dejar de hablar en un tono sereno.
—Esté tranquilo, Tony. No se lo tome muy a pecho. Tampoco es tan grave. Solo quería decirte (no te importa que te tutee, ¿verdad, Tony?) que las dos horas que he dedicado a ver el material me han llevado a pensar que te conozco mejor que a mi hermano el que vive en Macao, alguien que también utiliza Photoshop para recortar la cabeza de sus novias y sus hermanas y ponérselas a cuerpos de prostitutas desnudas.
Bock tenía la vista fija en las manos.
Una vena le martilleaba la sien y en algún punto de sus entrañas se había disparado una alarma.
«Un ataque al corazón un ataque al corazón».
Si Chu se dio cuenta, hizo caso omiso.
—Fíjate, una vez, mi hermano lo hizo con una foto de nuestra madre. Él y yo no nos hablamos desde que le dije que conocía sus manejos, pero dejó de hacerlo. Si eres listo, y dejas que te ayude, tú también renunciarás a eso. Me parece que tomaré pargo rojo y arroz salvaje. ¿Un poco de vino para acompañar? ¿Te parece bien blanco? ¿Un Pinot Grigio bien frío?
Todo esto dicho con la misma voz clara y apacible, Chu sonriendo mientras le pasaba la carta a Bock.
Bock la cogió con manos temblorosas. Tenía las tripas revueltas y notaba los labios rígidos y las mejillas frías y fláccidas, como si hubieran perdido toda la sangre. La sensación era de estar derritiéndose, y que lo único sólido y duro que quedaba de Antony Bock fuera una porra metálica plegable metida en alguna parte de sus calzoncillos.
Contempló lo que quedaba del cuarto tequila, las manos sobre el regazo sujetando la carta, incapaz por nada del mundo de levantar la vista y mirar a Andy Chu.
—Por favor. Tienes una pinta horrible. No te estoy juzgando, Tony —dijo Chu con cierta simpatía—. Que yo sepa hasta ayer mismo solo has utilizado esas fotos para tu propio placer, y yo no soy quién para decir si eso está mal. No me extrañaría que todos los que estamos en esta terraza tuviéramos secretos sexuales que preferimos no desvelar. Es la naturaleza humana, nada más lógico.
Chu hizo una pausa. Cambió el tono de voz: ahora reprendía suavemente a Bock.
—Pero lo que le has hecho a ese pobre hombre, el de la iglesia, y a todos esos agentes de policía que se limitan a arriesgar el pellejo… eso sí que ha estado muy mal. Y creo que esta mañana, sobre las diez y media, has enviado un correo a una tal Twyla Littlebasket. Llevaba un archivo adjunto grande. Después has eliminado una carpeta de imágenes. No me ha sido posible recuperarlo todo. ¿Eran más tejemanejes de los tuyos, Tony?
Bock movió la boca tratando de generar saliva suficiente como para decir algo, porque algo había que decir, aunque fuera solo para hacer callar a aquel mozalbete. Chu adivinó lo que pasaba y le acercó un vaso de agua. Luego permaneció mirando con desapasionada simpatía cómo Bock se lo bebía de un solo trago.
—Es imposible. Yo eliminé todos mis…
—Lo intentaste, Tony. Rescaté la mayor parte.
—Mire… señor Chu.
—Llámame Andy, por favor.
—Bien, pues mira… Andy… no podemos hablar de todo esto aquí… deberíamos ir a…
La camarera de los melones de helado se acercó rutilante a su mesa y les sonrió. Chu pidió el pargo rojo, muy hecho, y arroz salvaje. Luego, viendo que Bock no estaba por la labor, pidió lo mismo para él.
—Tráiganos también una botella de Santa Margherita, con hielo, si hace el favor.
La chica derramó más sonrisas y se alejó rutilante.
—Como veo que te cuesta hablar —dijo Chu, después de observar un rato a Bock—, creo que lo mejor es que te explique lo que tengo pensado. ¿Qué te parece? ¿Necesitas tomar algo, una pastilla de lo que sea? ¿No?
Sondeando el disco duro, Chu había encontrado el historial médico de Bock. Tenía el colesterol muy alto y tarde o temprano sus arterias iban a necesitar un buen apaño, eso si llegaba a cumplir más de cincuenta tacos. Lo último que Andy Chu quería en aquel momento era que a Tony Bock le diera un infarto.
Esperó un poco, observando con cierta ansiedad el semblante de Bock, que ahora estaba entre ceroso y pegajoso. A Chu le pareció que no la iba a palmar todavía.
—Muy bien, veamos, Tony, en primer lugar está muy bien que te sientas avergonzado. Si realmente fueras una mala persona, yo creo que no estarías ni la mitad de avergonzado. Como te he dicho, no soy quién para juzgar tus hábitos sexuales. Nací en Macao, una de las ciudades más pobladas del planeta. ¿Cómo crees tú que se fue llenando de gente?
Chu esperaba recibir una sonrisa a cambio de la gracia, pero no obtuvo sino una mirada de hormiga atómica y un jadeo de rana.
Continuó hablando como si hubiera meditado a fondo la cuestión, y así era.
—Bien… deja que te diga esto con todo cuidado. Estamos de acuerdo en que… oh, a propósito, he hecho una copia de todo lo que hay en los discos, para que podamos hablar de tú a tú, ¿me entiendes?
—¿Y cómo… cómo descubriste…?
Chu le sonrió.
—Mira, Tony, hay aficionados y hay profesionales. Tú eres de los primeros. Yo me tiré seis años (tengo un posgrado) entre el MIT y Caltech, estudiando exclusivamente cómo funciona la relación entre ordenador e internet. Si no lo tengo mal entendido tú eres agente de fianzas, ¿verdad? Y te sacaste el título del politécnico…
Bock se estaba viniendo abajo otra vez, de modo que Chu siguió hablando.
—En fin, quizá te interesará saber que esos sitios supuestamente seguros de hushmail (incluidos los de Islandia, que por lo que respecta a internet es un estado fuera de la ley) están vigilados. Existen observadores virtuales apostados frente a esos portales y cuando alguien utiliza uno, toman nota de la dirección IP. Tardé menos de quince minutos en averiguar dónde estaba ubicada tu IP y menos aún en romper el cortafuegos y apoderarme de tu máquina. Entiendo que es muy poco agradable oír todo esto, de manera que, si me lo permites, pasaré a hablar de por qué estoy aquí.
Llegaron los platos. Chu devoró el suyo. Bock solo tuvo fuerzas para atacar el vino; la comida ni se atrevió a probarla.
Y todo el rato pensaba «Huye, huye, huye».
«Cambia de nombre.
»Vete de la ciudad».
—En primer lugar, Tony, no he venido a hacerte chantaje.
Bock se detuvo en el acto de apurar su vaso, miró a Chu a través del cristal, y dejó el vaso en la mesa.
—¿Ah, no?
—No. Espero que no te ofendas, Tony, pero sé con exactitud cuánto ganas al mes, lo que tienes guardado en el banco, en cuentas de ahorro, lo que tienes que pagarle a tu ex, la señorita Dellums, y a tu hija, y lo que pagas de alquiler. Tony, amigo mío, yo gano diez veces lo que tú. Algunos años, veinte veces más. He invertido, ¿sabes? Me gano muy bien la vida para tener poco más de treinta años.
«¿Treinta? —pensó Bock—. Yo pensaba que tenías quince años como mucho».
—O sea que no voy detrás de tu dinero. ¿Sabes lo que es un visado H-1?
Bock negó con la cabeza mientras le daba vueltas a la frase «no he venido a hacerte chantaje».
—Verás, estos visados los concede el gobierno de Estados Unidos a personas con una extraordinaria capacidad en un determinado campo del saber, por regla general tecnología de la información o cibernética. Es mi caso. Tengo la nacionalidad china, soy ciudadano de la República Popular y, por decirlo sin tapujos, mi estancia aquí depende de quien me contrató. Según la normativa H-1, mi visado requiere el soporte de una cosa que llaman certificado de trabajo. El reglamento es complejo pero, para abreviar, si quien me contrata así lo desea, puede cancelar mi certificado de trabajo, y adiós visado. Yo puedo apelar pero, si el que contrata es persona con influencia, no queda más remedio que hacer la maleta, volver a tu país y solicitar otro visado igual. ¿Me vas siguiendo?
—Sí. Creo.
—Bien. Lo diré sin rodeos: no estoy en buenas relaciones con mi patrón, pero no deseo volver a la República Popular.
—¿Quieres decir ahora?
—Ni ahora ni nunca. Para serte franco, si tuviera que enfrentarme a ser deportado a Macao, creo que me volaría la tapa de los sesos.
—Caray —dijo Bock—. Parece que es verdad que no quieres volver a tu país. ¿Y cómo es eso?
Chu se lo quedó mirando un rato.
—No te voy a largar un sermón. Seré breve. Aparte de un poderoso motivo personal relacionado con la enemistad que tengo con mi hermano, que se ha convertido en una especie de gángster, se trata básicamente de que aquí soy un hombre libre. En China, por el contrario, no soy nadie. Me puede usar y tirar todo aquel que tenga poder sobre mí. China no es un país libre, Tony. Todo el mundo sabe que es un lugar donde se trabaja mucho, una nación de abejitas, con una industria que genera muchísimo dinero. Pero a los occidentales les da igual cómo trata China a su pueblo. Ahora es posible prosperar, cierto, pero es imposible vivir sin miedo al gobierno. El gobierno chino tiene poder absoluto sobre cualquiera. Si no te portas bien, pueden pasarte cosas espantosas sin previo aviso y sin la menor posibilidad de clemencia. Esa no es vida para un ser humano. Es degradante. La gente buena se vuelve cobarde. Y el resto se convierten en chivatos. Yo me niego a vivir así.
Llegado a este punto, hizo una pausa y se quedó callado como si estuviera viendo algo oscuro, y la sombra de ese algo cruzó su rostro. Luego, pareció borrar la imagen y se animó otra vez.
—Bien, a pesar de los problemas que me da mi empleo actual (trabajo para una persona de lo más desagradable), aquí se está mejor que allí; no pienso volver a China para vivir como un siervo solo porque no le caiga bien a Byron Deitz.
—¿Byron Deitz? Me suena.
—¿Sí? Un hombre muy poderoso en Niceville, ¿tal vez?
—Desde luego. Es dueño de una importante empresa de seguridad.
—Así es. En efecto. Es mi jefe. Además de un traidor a su país. Y se lo vamos a hacer pagar.
—¿Se lo vamos…?
—Sí. Tú y yo.
—¿Cómo?
La explicación le llevó a Chu varios minutos. Después, a Bock se le ocurrieron multitud de objeciones, pero decidió que podían resumirse en dos sencillas frases: «Ni borracho» y «Pero ¿tú estás loco, joder?».
—Sí —dijo Andy Chu con una sonrisa—. Lo estoy.