Kate hace hablar a su padre

Camino del laboratorio con la gata de Delia, Nick llamó por teléfono a Kate, que estaba volviendo a casa.

—¿Dónde estás?

—A punto de llegar —dijo Kate—. ¿Y tú?

—Camino del laboratorio con una gata maniática manchada de sangre y que debe de pesar más de veinte kilos.

—O sea que un día de tantos, ¿no?

Nick le rió el comentario, pero hubo algo raro en su voz y Kate lo detectó.

—¿Estás bien, cariño?

Nick iba a decirle que sí pero luego pensó, qué carajo. Ella no le habría preguntado si estaba bien de no haber notado por el tono de voz que algo raro pasaba.

A todo esto Beau le miraba de reojo, conmocionado todavía y un tanto escandalizado por la cara que Nick había puesto en casa de Delia Cotton.

Nick se lo figuró: su ayudante había entrevisto la primera grieta en el pedestal de su ídolo. Muy bien. El chico necesitaba correr solo, sin necesidad de muletas.

Kate seguía esperando una respuesta.

Y Nick la puso al corriente sin entrar en muchos detalles, pero sin intentar tampoco restarle importancia. Ella hizo un par de buenas preguntas, aunque básicamente se limitó a escuchar.

El hecho de que Beau hubiera tenido la misma vivencia lo hacía más sencillo de explicar, de modo que al terminar Nick su breve relato, estaban ambos pendientes de ver qué decía Kate, como si ella pudiera darle algún sentido a aquella historia tan desatinada… quizá por ser mujer.

—¿Ese personaje de negro que has visto en el espejo…?

Nick sintió que el pecho se le constreñía.

Kate había ido directamente al meollo de la cuestión.

—Tal como lo explicas podría ser algo de tu experiencia en Oriente Próximo, ¿verdad?

—Sí —dijo Nick, atento al tráfico, consciente de tener a Beau al lado sujetando a la gata como si en cualquier momento pudiera morderle. La gata que, de hecho, parecía haberse calmado y estaba acurrucada en su regazo, durmiendo.

—Quiero decir que una mujer con burka, vista de lejos, tiene precisamente ese aspecto, como de figura negra. Es lógico que interpretes un reflejo negro en esa línea.

—Claro —dijo Nick, confiando en que ella no insistiera.

—Pero tú crees que hay algo más, ¿no?

—¿Por ejemplo?

—A juzgar por tu tono de voz, yo diría que piensas que es la casa misma; que la casa te ha hecho ver cosas del pasado, cosas que te afectan mucho.

Nick se quedó callado.

—Sí —dijo al cabo—. Esa sensación he tenido.

—¿Hay algo en una mujer con burka que pueda afectarte?

Silencio.

—Sí.

«El Wadi Doan, una pequeña garganta herbosa abierta en el duro pellejo marrón del Yemen central, una ristra de aldeas tan viejas como el mundo. Tres figuras vestidas con burka, andando raro, el calzado raro también, tambaleándose por las piedras del camino, la vista fija en la lejanía, tres inconscientes robots acercándose poco a poco al vehículo militar parado con el motor al ralentí.

»El perfil del terrorista suicida.

»Wadi Doan».

—No te voy a pedir que me expliques nada…

—Gracias, Kate. Cosas de la guerra, qué sé yo. Allí los llamábamos Objetos Negros en Movimiento.

Aquella cosa desconocida que había tenido lugar en la guerra continuaba siendo la única cosa innombrable entre ambos. Tal vez un día Nick se decidiría a hablar de ello. Eso mismo había afirmado Tig en el bar, mientras ella lo tenía dopado a base de mojitos.

Kate lo dudaba mucho, pero también era cierto que en parte prefería no saber nada.

—Eso de los Objetos Negros en Movimiento podría explicar que un reflejo así te haya afectado, tanto más cuanto que estabas nervioso, buscando a una mujer desaparecida. ¿Beau ha visto algo?

Nick miró a su acompañante y le trasladó la pregunta. Beau negó con la cabeza.

—Beau no, Kate. Solamente yo. Mavis Crossfire me dijo que había visto algo pero no me aclaró de qué se trataba. Y había también un guardia de seguridad, Dale Jonquil; dice que vio a una chica con un vestido verde y un gato en brazos.

Esto último dejó a Kate boquiabierta.

Ella había soñado con una chica vestida de verde con un gato en brazos.

Lo mismo le pasó a Nick.

—¿Tú no soñaste anoche algo de una chica con un vestido verde y un gato en brazos?

No tenía sentido negarlo.

—Sí —dijo Kate.

—Bueno. Eso sí que es raro de narices, ¿no?

—Desde luego. ¿Y ese Dale Jonquil ha visto la gata que lleváis en el coche?

—Sí, se la hemos enseñado antes de ponernos en camino. Es la misma que él vio en el espejo. Claro que él ya la conocía de antes. Se llama Mildred Pierce. Es la gata de Delia, y ese guardia trabaja en el vecindario, así que por ese lado todo encaja. Pero a él tampoco le gusta ni pizca la casa.

Miró de reojo a Beau para ver qué cara ponía.

—Y a Beau tampoco.

—¿Él también ha visto a una chica con un gato?

—¿Has visto a una chica con un gato?

Beau negó con la cabeza.

—No.

—Pero en cambio vio la imagen en la pared del sótano. ¿Intentaste sacar alguna foto?

—Beau ha hecho unas cuantas con la cámara de su móvil.

—¿Ha salido algo?

—Un vídeo de unos segundos.

—¿Has sacado algo en claro?

—Todavía no. Beau lo va a pasar a un ordenador.

—Pero ¿lo visteis los dos?

—Sí.

—¿Y qué era?

Nick dudó.

«Gente trabajando en un sembrado.

»Ataúdes.

»Calaveras».

—La imagen cambiaba. Primero unos campos, después la calle de los Cotton.

—Me encantaría verlo.

—Haré una copia y la llevaré a casa.

Silencio.

—Oye, Kate, esa casa es…

—¿Misteriosa?

—No. Digamos que de locos.

Habían llegado al laboratorio.

—Tengo que dejarte, Kate. Un beso.

—Otro para ti, cariño.

Ella estaba entrando en el camino particular de la casa donde sus padres habían vivido durante treinta años.

Dillon y Lenore.

Niceville.

Se apeó del todoterreno, no sin antes sacar la Glock de la guantera del coche. La casa estaba caldeada y olía a humedad, y las nubes empezaban a despejar. Pese a la penumbra del interior, por los ventanales entraban rayos del sol de primera hora de la tarde.

Pensó en las experiencias que Nick acababa de vivir en casa de Delia Cotton y luego miró el reloj. Siendo sábado y a aquella hora, su padre estaría en su despacho de la biblioteca, viendo ejercitarse a los cadetes en la plaza de armas del Instituto. Cogió el teléfono, escuchó el tono de marcar… y luego colgó.

Conseguir que Dillon Walker le diera una respuesta directa a cualquier cosa relativa a los raptos ocurridos en Niceville había sido como cazar luciérnagas. Desde que habían encontrado a Rainey, su padre se mostraba dispuesto a hablar de todo, deportes, política, los militares, galletas de chocolate, la boda de Beth, la fiebre bélica de Nick, por qué los que beben vino tinto son más longevos, de todo salvo de las desapariciones.

Ni siquiera la noticia de la desaparición de Sylvia, y del hallazgo de Rainey, con vida, dentro de una tumba sellada, había bastado para vencer sus reservas. Dillon la escuchó hasta el final sin ofrecer el menor comentario, y expresó su deseo de que el niño se recuperara pronto.

El suicidio de Miles pocos días después no pareció sorprenderle. Si acaso, era una culminación a todo aquel asunto, como una deuda de sangre que hubiera sido saldada por fin. Cuando Kate, como prima de Sylvia que era, fue designada tutora legal de Rainey, su padre dijo que le parecía bien pero de un modo distante y cauto, limitándose a lo que, en su momento, sonó a comentario críptico sobre la necesidad de cerciorarse de que Kate guardara los papeles de la adopción en lugar seguro. Por si acaso.

—Por si acaso ¿qué? —le había preguntado ella.

—Por si… hicieran falta.

—¿Para qué habrían de hacer falta, papá?

—Ni idea. Será que me preocupo demasiado por todo.

Kate se encontraba en el jardín de invierno, un anexo de la casa con paredes de cristal. La estancia estaba pintada de blanco y amarillo y rodeada toda ella de helechos y buganvillas, con vistas al pinar que limitaba la parte inferior del jardín. Un arroyuelo discurría por él, y al fondo del bosquecillo había una cuesta empinada de terreno pedregoso cubierto de agujas de pino. Incluso bajo el sol de la tarde, el pinar estaba sumido en una densa oscuridad violeta que parecía más opaca y compacta que las meras sombras. Igual que Niceville.

Esto ya duraba demasiado.

No había duda de que su padre le ocultaba algo. Conociéndole como le conocía, Kate estaba convencida de que él lo hacía pensando que era lo mejor para su hija.

Ah, qué encanto de hombre, este Dillon Walker. Claro que también podía ser excesivamente paternalista, contumaz…

No quiso seguir pensando.

Era una persona adulta, y se diría que ahora Niceville se había propuesto encerrar a su propia familia entre sus extraños tentáculos. ¿O no? Rainey Teague estaba en coma. Nick veía espejismos en la pared de un sótano. Ella, Kate, soñaba con chicas de ojos verdes con vestido de tirantes. Delia Cotton y Gray Haggard estaban desaparecidos.

Resumiendo, Niceville era un lugar marcado, y ella estaba segura de que su padre sabía algo al respecto. Había llegado la hora de tirarle de la lengua.

Inspiró hondo, contuvo el aire, lo soltó muy despacio y se incorporó en el sofá para coger el teléfono.

Marcó el número.

Sonó dos veces y luego oyó la voz de barítono entonado (a whisky) de su padre y su suave acento virginiano. Se lo imaginó sentado a su mesa en el Instituto, en su estudio repleto de libros, aquel hombre de bellos rasgos y piel curtida, una persona inteligente, serena, con profundas arrugas en torno a los ojos.

—Kate, qué temprano llamas.

Normalmente ella telefoneaba al caer la tarde, un ritual reconfortante para ambos.

—¿Es un mal momento?

—Nunca es mal momento para hablar con mi hija predilecta.

—Creía que tu predilecta era Beth.

—Solo cuando es ella quien llama. ¿Cómo estás, Kate?

Kate empezó por las trivialidades de rigor, pero su padre la conocía demasiado bien.

—Ya veo. Algo anda mal, hija. Te lo noto en la voz. ¿De qué se trata? ¿Es Beth?

—Si quieres saber si todavía está con Byron, afirmativo, siguen juntos. Bueno, por ahora.

—Nick y Reed deberían ir a hablar con ese individuo.

—Nick quiere. Y de todos modos hay que impedir que Reed se pase de la raya con Byron y acaben expulsándolo de la policía estatal. Pero antes debería estar preparada Beth. Hasta entonces no vale la pena. Y ella tiene que pensar en los críos, papá…

—Justamente por eso es preciso que plante a ese matón. Nick lo ve igual que yo. Me lo dijo la semana pasada.

—Es Beth quien tiene que verlo. No tú, o Nick o Reed. Este asunto no lo van a arreglar los hombres de la familia.

Era un tema delicado y habían hablado de ello en muchas ocasiones. Su padre advirtió tensión en su voz.

—Entonces ¿no es por Beth que me llamas temprano?

—No, papá.

—Algo te ronda por la cabeza. Vamos, suéltalo.

Kate se tomó un momento para ordenar sus ideas. Una vez hubo concretado la cuestión esencial, se dio cuenta de que en realidad era bastante sencillo.

—Papá, ¿qué ocurre con Niceville?

Un silencio prolongado.

—Niceville es una ciudad sureña, hija. Hablo del viejo Sur. La persigue la historia, Kate. No ocurre más.

—Papá, eres un encanto. Sabes que te quiero mucho, pero aquí están pasando cosas y necesito que por una vez en la vida seas franco conmigo.

Le oyó respirar.

Casi le oyó pensar también.

En busca de una vía de escape.

—¿Por una vez en la vida? Eres muy dura.

—Perdona. Sabes a qué me refiero. Hablamos de Niceville, de las familias, de por qué pasa lo que pasa…

—Ah, entiendo.

—¿Sí?

La respuesta de él fue resignarse.

—Sí, Kate. Dices que han pasado cosas. ¿A qué te refieres exactamente?

Ella se lo explicó.

Su padre escuchó sin interrumpirla.

Kate hizo un relato lo más claro y sencillo que le fue posible, sin entrar en los detalles que le parecían poco… fiables… como el sueño que había tenido. Él se quedó callado un rato. Ella esperó, paciente.

—De modo que ese Gray Haggard ha desaparecido, ¿eh?

—Sin dejar rastro.

Su padre volvió a quedarse callado. Más rato que antes.

—Kate —dijo al cabo, con voz cansina y llena de tristeza—, voy a decirte una cosa pero no quiero que se lo cuentes a tus hermanos. ¿Podrás guardar el secreto?

—Bueno, yo… de acuerdo. Si así lo quieres.

—Ya sabes que Reed cree que tu madre murió por culpa de un conductor borracho.

Kate asimiló la información.

—Ah, entonces ¿no fue por eso?

—No lo sé. Puede que un conductor borracho tuviera algo que ver, pero me consta que ella conducía a gran velocidad cuando murió.

—Eso me suena. ¿El sistema OnStar?

—Sí. Que además lleva GPS. OnStar dispone de ordenadores que proporcionan información sobre la velocidad en el momento de un accidente de coche. Lo calculan por la velocidad a que se movía entre un punto y otro. ¿Estás segura de que quieres saberlo, Kate? Es posible que cuando lo hayas oído desees no haberlo hecho, hija.

—Papá. Por favor.

—Cuando un vehículo sobrepasa de tal manera el límite de velocidad, a veces OnStar toma cartas en el asunto. A veces la operadora hace una llamada al vehículo en cuestión, para ver si al conductor le ocurre algo, o al vehículo. Por ejemplo, que el acelerador tenga algún problema. O si el conductor está ebrio o ha sufrido un ataque o lo han secuestrado… Cuando el coche de tu madre alcanzó los doscientos veinte, un minuto o así antes del percance, la mujer de OnStar intentó ponerse en contacto con Lenore. Ella abrió la conexión del móvil.

Kate jamás había oído nada por el estilo.

—¿Mamá respondió?

—Sí.

—¿Y qué dijo?

Dillon se quedó callado tanto rato, que Kate pensó que se había cortado la comunicación.

—Lenore dijo: «Ella utiliza los espejos». Lo repitió varias veces, y parece que la voz denotaba pánico.

Kate trató de encontrarle algún sentido, pero fue en vano.

—¿«Ella utiliza los espejos»? No entiendo nada.

—Le he dado vueltas a eso desde que tu madre falleció, y la única conclusión que he podido sacar es que Lenore estaba sufriendo algún tipo de ataque, que vio cosas por el espejo retrovisor, y que eso que estaba viendo la tenía aterrorizada.

—¿Quieres decir que ella corría tanto porque quería alejarse de lo que veía por el retrovisor? Papá, por Dios. Qué locura. Ese policía que estuvo con ella cuando murió, Charlie Danziger, jamás nos dijo nada parecido.

—A mí sí.

—¿De veras?

—En el funeral. Mientras estábamos en el jardín. Tu madre murió diciendo eso. Danziger la tuvo casi literalmente en sus brazos hasta el final. El policía creyó oportuno que yo supiera cuáles habían sido sus últimas palabras.

—¿Y tú le viste algún sentido a eso que dijo?

—En su momento, no, ninguno. Pero me pareció inquietante. Por eso no quise comentarlo, al menos a Reed y a Beth.

—A mí tampoco me dijiste nada.

—Lo sé. Recuerda que te aconsejé desprenderte de ese espejo que tío Moochie tenía en su escaparate. ¿Lo conservas todavía?

—Sí —respondió ella—. Sigue arriba, en el armario.

—¿Por qué no te deshiciste de él? ¿Por qué no se lo has regalado a la mujer de la limpieza, o a Moochie, o a Delia?

—Nadie lo quería. En cuanto se supo lo de Rainey, ya no hubo forma de dárselo a nadie.

—Pues entonces rómpelo. Hazlo pedazos.

—Papá… No entiendo nada de nada. ¿Por qué de pronto abandonaste tu investigación sobre lo que estaba pasando en Niceville?

—Porque tu madre murió.

—No, ese fue solo el cuándo. Te pregunto el porqué.

Dillon tardó en responder.

—Es que me entró la idea de que aquello traía mala suerte.

—Mala suerte, ¿a quién?

—Pues a nosotros. A los Walker. Y al resto de las familias.

Su padre siempre lo expresaba así para referirse a las cuatro familias fundadoras: los Walker, los Cotton, los Teague y los Haggard.

Las familias.

Como si todos ellos estuvieran atrapados en la misma funesta barca, llevados por la corriente del río del tiempo.

—¿Por qué había de traer mala suerte? Lo único que hacías era buscar en los archivos. ¿A quién podía importarle eso?

—Es que encontré algo en esos archivos. Algo que me inquietó. Y al morir tu madre empecé a pensar que lo que le había ocurrido era… que tenía que ver con ello. Que formaba parte del asunto de las desapariciones.

—¿Y qué fue lo que encontraste?

—Algo que parece relacionar entre sí todas esas desapariciones; lo que podrían tener en común.

—¿De qué se trata?

—Es muy posible que todos los desaparecidos tuviesen algún tipo de vínculo con las familias.

Kate lo pensó, pero no pudo aceptarlo.

—Eso es absurdo, papá. ¿Qué estás sugiriendo, que hay una maldición, algo así? No digas tonterías.

—No, no me refiero a una maldición. Pero la correspondencia está ahí y es el único factor de conexión que pude concretar. Todos los que desaparecieron tenían algún tipo de relación con esas cuatro familias.

—Pero, papá, eso se le podría aplicar a casi todos los habitantes de Niceville.

—Sí, ya lo pensé. La correlación, sin embargo, existía, por encima de cualquier fallo técnico estadístico. Te diré más, había una conexión más específica todavía: todos los desaparecidos, de un modo o de otro, tenían relación con personas que conocían a una joven de nombre Clara Mercer.

—¿Clara Mercer? ¿Debería conocerla, papá? La verdad es que me suena de algo. ¿Se suicidó? ¿Se tiró a Crater Sink?

—Nadie sabe exactamente lo que le sucedió. Era pariente lejana de nuestra familia. Una muchacha medio salvaje. Antes de la Gran Guerra, siendo todavía muy joven, tuvo una historia con uno de los Teague, que la dejó embarazada.

—Vaya. En aquellos tiempos…

—Sí, eso significaba la muerte en vida. ¡Una madre soltera!

—¿Qué fue del bebé?

Dillon no respondió enseguida.

—Clara estuvo un tiempo fuera. Eso ocurría hacia 1913. La mandaron a una clínica privada de Sallytown. Cuando volvió, lo hizo sola. Dicen que perdió al bebé en el parto. Y ya no se supo nada más.

—¿Tienes idea de quién fue el que la dejó embarazada?

—Abel Teague. Era lo que solían llamar un calavera. Se negó a casarse con ella pese a que varios amigos de Clara le afearon su conducta. No se sabe muy bien a qué estratagemas recurrió, el caso es que consiguió eludir varios duelos.

—¿Qué fue de Clara?

—Verás, por lo que pude averiguar, cuando volvió a casa después de… después de que la mandaran a la clínica, sufrió lo que antiguamente llamaban un colapso nervioso. Su familia intentó cuidar de ella…

—¿Qué familia tenía?

—Su hermana mayor, Glynis…

—¿Glynis?

—Sí. ¿Por qué?

—Ya sabes por qué, papá. Te conté el año pasado que alguien llamado Glynis R. había pegado una tarjeta al dorso del espejo. Seguro que se trata de la misma persona, ¿no?

Pausa.

—Sí. Seguramente es la misma. Es lo que pensé en su momento. Glynis Mercer se había casado con un Ruelle. Los Ruelle tenían plantaciones al sur de Gracie. Acogieron a Clara e hicieron lo que pudieron por ayudarla. Pero luego aparecieron los samaritanos de turno. Por lo visto alguien decidió que Clara constituía un peligro para sí misma y para los demás. Los datos no están claros, recuerda que hubo aquel incendio en el año 35, pero tengo la impresión de que se presentaron unos médicos, consiguieron arrancarla del seno de la familia Ruelle y la encerraron en el manicomio que hay en Gracie.

—Cielo santo. ¿No querrás decir Candleford House?

—Me temo que sí, Kate.

—Dios mío. Pobrecilla. ¿Cuánto duró allí?

—Nadie lo sabe. De lo que queda en esos archivos pude deducir que en 1931 ocurrió algo grave. Clara Mercer viajó a Niceville con escolta médica. Tenían que operarla de no se sabe qué. La llevaron a Lady Grace y se sometió a algún tipo de cirugía. Es probable que fuera un aborto.

—¿A consecuencia de una violación?

—Seguramente. Los guardianes de Candleford House eran todos corruptos, poco mejor que animales. Qué digo, peor que animales. En fin, durante la convalecencia, Clara consiguió escapar. Al cabo de tres días encontraron su vestido y sus zapatos al borde de Crater Sink. El cuerpo no apareció.

Silencio.

—Pero ¿cómo enlaza todo esto con las desapariciones?

—Las desapariciones empezaron justo después de que Clara se escapara de Lady Grace. Y todas las víctimas eran gente que, de un modo o de otro, había hecho daño a Clara Mercer, ya fuese por pertenecer a la… llámalo facción Teague, si quieres, o por haberla ingresado, o permitido que la ingresaran, en Candleford House contra su voluntad.

—Papá, tú eres historiador, no un escritor de novelas victorianas. Toda esta historia es… de locos.

—No puedo estar más de acuerdo. Solo te estoy relatando los hechos tal como yo los fui descubriendo.

—¿A Nick le has contado algo?

—Sí. Un día me tiró de la lengua, como estás haciendo tú ahora. No se lo conté con tantos detalles, solo lo básico.

—¿Cuándo?

—Hará cosa de un mes.

—¿Y él qué opinaba?

—Lo mismo que tú. Que era una historia de locos.

—Pero te escuchó hasta el final.

—Kate, Nick estaba presente cuando sacaron a Rainey Teague de la tumba de Ethan Ruelle. Puede que esto no te guste, a mí tampoco, pero está claro que hay una cierta pauta.

«Ella utiliza los espejos».

Kate recordó aquella tarjeta de lino y lo que había escrito:

—¿Y dices que las últimas palabras de mamá fueron «Ella utiliza los espejos»?

—Sí.

—¿Quién podía ser esa «ella»? ¿Glynis?

—Glynis Ruelle está muerta y enterrada.

—Nick no me había contado nada de todo esto.

—Es lo que me imaginé.

—¿Por qué razón?

—Porque tú eres una Walker.

—¿Quieres decir que tiene miedo de que alguien me acose?

—Digamos que sí.

—¿La misma persona que está acosando a los otros miembros de las cuatro familias? ¿En serio piensas eso?

Larga pausa.

—Es algo que me intriga, nada más.

—Papá, por favor. Dices que en Niceville ha desaparecido gente desde finales de los años veinte, ¿no? Es imposible que una sola persona pueda haberlo hecho. Ahora tendría unos…

—A ojo de buen cubero yo diría cien años. Puede que más.

—Imposible. ¿De veras lo crees?

—Por supuesto que no. Es algo que me tiene sorbido el seso. Me preguntabas qué le ocurre a Niceville. Estoy de acuerdo en que es ridículo. Si realmente hay alguien detrás de esto, por fuerza tiene que ser algún descendiente, un familiar, que actúa llevado por la obsesión. Aunque también es cierto que nunca encontraron el cadáver de Clara.

—Papá, ya sabes que lo que cae a Crater Sink no vuelve a salir jamás.

Kate meneó la cabeza y se dio una palmada en la frente para quitarse todo aquello de encima, un gesto que su padre no pudo ver pero sí intuir desde el otro extremo de la línea.

—Entonces ¿es esto, en concreto, lo que le pasa a Niceville?

—Puede que se trate de algo menos complicado. El mal lleva consigo el castigo, el mal genera caos y crueldad. Ambos sabemos, Kate, que las malas acciones tienen un eco que se propaga a lo largo del tiempo. A fin de cuentas tú te ganas la vida manejando este tipo de asuntos.

Al cabo de un breve silencio, Dillon volvió a hablar.

—Esto quizá te suene. Los indios creek y los cherokee comparten una leyenda sobre un lugar maldito, un lugar donde vivía algún tipo de presencia maligna. Está en los archivos, no es ninguna invención. Dejó constancia de ello un tal Lanman, alrededor del año 1855. Los cherokee creían que en las proximidades del río Savannah (Lanman rehúye hablar del punto exacto) había un risco de piedra en lo alto del cual se encontraba algo que él llama «una horrible fisura». Por la descripción me pareció que se refería a una especie de brecha o de grieta en la montaña.

—Papá, no estás intentando decirme que Crater Sink…

—Crater Sink lleva ahí mucho más tiempo que nosotros, Kate. Muchísimo más, tal vez millones de años. Y estarás de acuerdo conmigo en que es un lugar muy extraño. No me sorprende que los cherokee tuvieran algún mito al respecto. Igual que nosotros. Cuando digo «nosotros» me refiero a la gente de Niceville. «Lo que cae a Crater Sink ya no vuelve a salir jamás». Tú misma acabas de decirlo. Tú, como todos, te hiciste mayor escuchando estas historias.

—Cosas que se cuentan en los campamentos. Historias de fantasmas para meter miedo a los chavales. Cada ciudad, cada pueblo, tiene su sitio encantado.

—Es verdad, pero resulta que Lanman dice que los cherokee llamaban a ese sitio Talulu, así que no puede tratarse más que de lo que ya te imaginas. Ojo, todo esto es pura hipótesis, rumores, etcétera. No lo sacaría a relucir ante un tribunal. Mira, cielo, creo que nos hemos apartado un poco del tema. Tú debes de tener mis archivos en el sótano, si no has tirado nada.

—Ahí siguen.

—En 1910 las familias celebraron un aniversario en la plantación que Johnny Mullryne tenía en Savannah. Hay una foto donde se ve a las familias juntas. En el reverso de la foto hay algo escrito. Creo que es ahí donde todo empezó.

—¿Qué pone detrás?

—Los nombres de la gente que sale en la foto. Uno de ellos está subrayado. Y al lado del nombre subrayado hay escrita una palabra: «vergüenza».

—¿Qué nombre es?

—Antes lo he mencionado: Abel Teague.

—¿Un Teague, igual que Rainey?

—Sí, aunque nosotros sabemos que Rainey es hijo adoptado. Miles Teague era nieto de Abel. El padre de Abel Teague era Jubal Teague, y el padre de este se llamaba London Teague. En la década de 1840, London tenía una plantación llamada Hy Brasail en el sur de Luisiana. Se rumoreaba que London Teague había hecho asesinar a su tercera esposa, Anora Mercer, ¿te suena? La mujer que luego daría nombre al club de golf. Está comprobado que John Gwinnett Mercer, el padrino de Anora, se enfrentó en duelo a London Teague por la muerte de ella. En fin, que los Teague tienen un pasado bastante escabroso. ¿Conservas los papeles de Rainey?

—Cómo no. Me preguntas por ellos muy a menudo.

—¿Dónde los guardas?

—En mi oficina. En la carpeta de Rainey.

—Supongo que los revisarías, ¿verdad? Para asegurarte de que efectivamente era el único heredero.

—Sí, claro. Con la diligencia debida.

—Por supuesto. De sus padres biológicos, los Gwinnett, se dice que murieron en un incendio, ¿no es así?

—Sí. Cuando él tenía dos años. Criaban caballos clydesdale en una granja que tenían cerca de Sallytown. Parece ser que el heno prendió en el establo y ambos murieron tratando de rescatar a sus animales. Ninguno de los dos tenía parientes, de modo que Rainey fue a parar a una casa de acogida.

—¿En Sallytown?

—Sí.

—¿Pudiste confirmar toda la historia?

—La verdad es que no. Pero, por lo que pude ver, los papeles estaban en orden.

—¿Y conseguiste hablar con los padres de acogida cuando te hiciste cargo de este asunto?

—No. Parece ser que se marcharon lejos después de la adopción. Intenté localizarlos, más que nada por si algún día Rainey me preguntaba sobre su pasado, pero no pude dar con ellos.

—¿Recuerdas cómo se llamaban?

—Sí. Palgrave, de apellido. Zorah y Martin.

—¿Y no hay rastro de ellos? ¿de ninguno de los dos?

—Yo no encontré nada. Aunque no puedo decir que me esforzara mucho. A fin de cuentas eran personajes secundarios en esta historia.

Él guardó silencio otra vez.

Kate esperó.

—¿Quién inició el proceso de adopción, Kate?

—Según los papeles, Miles. Sylvia había pasado por una larga serie de fecundaciones in vitro. Recuerdo a Miles diciendo que parecía que quisiera suicidarse. Estábamos todos bastante preocupados por ella.

—Bien, entonces en teoría la cosa fue más o menos así: Miles se puso a buscar y encontró a un niño que tal vez era pariente muy lejano de la familia, un niño sin padres en una casa de acogida a trescientos kilómetros, en Sallytown.

—Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Le ves algo raro?

—Esa abogada, una tal Leah Searle, ¿has hablado con ella alguna vez?

—No. Falleció un año después.

—¿Y cómo?

—Ahogada, según me explicó su nuera.

—¿Dónde?

—No fue en Crater Sink, papá. Mira, ya me está entrando miedo. ¿Insinúas que hay algo misterioso en la adopción de Rainey, papá?

Otro largo silencio. Una vez más, Kate llegó a pensar que se había cortado la comunicación.

—Oye, Kate, ¿te importa si voy?

—Al contrario, estaremos encantados. ¿Cuándo?

—Puedo estar ahí dentro de unas cuatro horas.