Coker había tomado posiciones a un metro y medio de una ventana dentro de un piso vacío situado sobre una pizzeria en Peachtree justo enfrente de la rectoría de Saint Innocent Orthodox, con una buena vista de la ventana de fino cristal de la rectoría, donde, más allá de las persianas semicerradas, podía ver a un hombre rollizo de mediana edad con cara de manzana, calvo como una bola de billar y con unas gafas de concha encajadas en el rostro arrebolado y sudoroso.
El hombre llevaba un uniforme verde oscuro en cuyo bolsillo delantero derecho se leía el nombre: KEVIN. Sostenía un teléfono negro junto a su oreja derecha mientras agitaba con la mano izquierda una pistola pequeña de acero inoxidable.
Al fondo, justo detrás del tal Kevin, Coker podía ver a tres personas sentadas en un sofá, un hombre joven flaco como un junco y dos niños a los que este protegía con sus brazos. A los tres se les salían los ojos de puro miedo.
Coker se fijó también en el sofá donde estaban sentados: era un sofá con exceso de relleno, de un color naranja insecto espachurrado en el parabrisas y estampado de grandes flores azules, un verdadero adefesio de los años setenta que, a su juicio, solo podía mejorarse a base de manchas de sangre y trocitos de seso humano.
Desde donde él se encontraba, se podría haber pensado que el joven sacerdote estaba en realidad utilizando a los niños como escudo para protegerse él, pero Coker era de natural receloso a pesar de que intentaba tener un buen concepto de la población civil, aunque se tratara de clérigos cobardes con cuello de lápiz y un gusto horrible en materia de mobiliario.
Coker estaba sentado en una silla de madera sobre cuyo respaldo había dejado bien puesta la americana. Para este tipo de cosas siempre llevaba un buen traje oscuro, camisa y corbata, pues le parecía que un trabajo serio reclamaba ropa seria.
Se había subido las mangas de la camisa y tenía los codos apoyados en una imponente mesa de comedor que había hecho subir a dos forzudos y gruñones polis locales por la escalera de atrás de la pizzería.
En esos momentos su ojo derecho estaba muy cerca de un extremo de la mira Leupold que había acoplado a un rifle semiautomático SSG 550 que disparaba balas del calibre 5.56, una joya suiza de máquina para matar, equipada con carrillera ajustable y soporte para el hombro, un gatillo de dos fases que él había ajustado a su gusto, un pesado y largo cañón forjado en frío, un bípode delantero y pantalla antideslumbrante, de forma que el calor que emanaba del cañón no produjera ondulaciones de aire en la imagen de la mira telescópica: el sueño de cualquier francotirador, y qué gran privilegio poder matar con semejante arma.
Podía ver al gordito paseándose de un lado al otro de la trama de la mira telescópica, mientras sus oídos captaban la lacónica conversación que estaban manteniendo Mavis Crossfire, la persona al mando de la operación, y el compañero de Coker, Jimmy Candles.
Mavis y Jimmy estaban hablando de la porra informal que habían montado los diversos policías presentes en la escena acerca del probable final de la fiesta; Mavis apostaba diez dólares a que Coker le remodelaba la fontanela al gordito con un par de balas, mientras que Jimmy Candles se decantaba por una decepcionante pero pacífica resolución del conflicto, basándose principalmente en que, según Tig Sutter, si bien era cierto que el tipo vestido de bedel tenía una orden de busca en Baltimore por abusos sexuales, en el fondo era un pobre diablo.
—¿Cómo que un pobre diablo? —dijo Nate Crone, uno de los hombres de la BIC. Estaban todos juntos en la oficina mirando el reportaje en directo por la tele—. ¿Y ese clúster de llamadas cerca de colegios y parques infantiles?
—Es profe de gimnasia, hombre —dijo Tig Sutter, malhumorado, intentando no perder detalle en la pantalla—. A tiempo parcial. Entrenaba al equipo de fútbol de la parroquia.
—Bobadas, jefe. Ese tío es más guarro que mi polla —replicó Nate, que era lo bastante joven como para seguir pensando que los civiles en general eran todos unos degenerados sin los suficientes cojones como para haber hecho todavía cosas innombrables.
Tig suspiró, pensando «En fin, habrá que recurrir al discurso pedagógico».
—A ver, Nate, y los demás. Prestad un poco de atención. ¿Por qué no he querido hacer nada antes de recibir el informe de Maryland? Bien, resulta que los cargos estaban basados en unas fotos que ese individuo le hizo a su hija de dos años en la bañera y que el muy burro llevó a revelar a un sitio donde trabajaba una feminista radical, y ni corta ni perezosa la empleada (dejándose llevar por la paranoia sobre pederastia satánica típica de los ochenta), va y llama a la poli.
—¿Y por qué le sacaba fotos en pelotas a su niñita?
—Era la época, Nate. Los ochenta, ¿comprendes? Ya nadie lo hace porque estamos todos acojonados, y la razón es justamente esto que os explico. La ayudante del fiscal del distrito en Baltimore, otra abanderada del feminismo, arremete con todo y consigue que le declaren culpable pese a las apelaciones de la esposa y de su patrón. El tipo se tira seis meses en la cárcel, donde verdaderos delincuentes sexuales le dan por cu… lo sodomizan y le dan palizas día sí y día también.
—Perfecto. Se lo tiene merecido, por pederasta. Ojalá lo traten igual cuando vuelva al talego.
—Cierra el pico, Nate. Al final lo soltaron bastante antes de lo previsto. Como no era, de hecho, un delincuente sexual, no le costó privarse de agredir sexualmente a su prole en los siguientes veinte años. Saca adelante a dos hijos, pierde a su esposa el año pasado y sigue siendo un ciudadano de pro hasta hoy. Y, por cierto, sus dos hijos están viniendo en avión desde Baltimore para rogarle que se entregue.
—Entonces ¿por qué amenaza todo el rato con un arma a dos chavales y un clérigo? —preguntó Nate, que no estaba dispuesto a renunciar al calorcillo que le daba pavonearse en plan virtuoso.
—Creo que lo acabo de explicar. Ese tipo ha sufrido mucho, y de repente es como volver a la misma pesadilla. Y todo gracias a un mal bicho que se la tiene jurada por algún motivo. Ha perdido el juicio, yo diría. Suele pasar.
—Que le den —terció Nate, a quien Tig empezaba a ver con muy malos ojos—. Por mí, que Coker lo utilice de diana y asunto terminado.
—Mira, Nate, no te ofendas, pero eres bastante capullo —dijo Tig, más apenado que enfadado. Miró de nuevo hacia el televisor, donde parecía que las cosas estaban llegando a un punto crítico.
Coker oyó ruidos a través del auricular, un ruido como de petardos al otro lado de la calle (todos los polis que estaban allí abajo dieron un respingo), y a continuación oyó la voz de Jimmy Candles, esta vez en plan profesional.
—Coker, Little Rock opina que esto no puede prolongarse más. El tipo no coopera, acaba de disparar al techo en señal de advertencia, los chavales están desquiciados, el cura se ha meado encima, y ese tipo es capaz de cualquier cosa.
—Si quieres, Jimmy —dijo Coker en un tono totalmente imparcial, observando el blanco a través de la mira telescópica—, lo tengo a tiro. Cuando me digáis. Pero antes de darme luz verde quizá te convendría mirar por los prismáticos esa Llama calibre 32 que tiene en la mano.
—Espera un momento —dijo Jimmy, y desconectó.
Coker apartó la vista de la mira y vio cómo Candles, el tipo alto y rubio vestido de mono negro en mitad del pelotón, se llevaba unos gemelos a los ojos y permanecía allí un rato, concentrado y sin decir nada.
Coker volvió a su mira y fijó los pelos del retículo en la mano izquierda del conserje, que ya no se movía tanto ahora que estaba hablando por teléfono con el negociador.
De la ranura del eyector de la pequeña pistola, una semiautomática con una corredera en el lado izquierdo del armazón, sobresalía un tubito metálico. Coker se tomó su tiempo para estudiarlo y luego observó cómo el hombre hablaba por teléfono.
Había examinado la malla de protección y había llegado a la conclusión táctica de que, incluso con la ventana de por medio, podía hacerle un limpio agujero en la sien sin dar a los tres que estaban sentados en el espantoso sofá.
Luego volvió a mirar aquella cosa metálica que sobresalía del eyector, suspiró y se dispuso a esperar. Jimmy Candles le llamó un minuto después.
—¿Eso que estoy viendo es una chimenea, Coker?
—Yo diría que sí. Con esas pistolitas, si no las agarras firme al disparar, la corredera puede no retroceder del todo y la cápsula se queda atascada y asomando por el eyector.
—¿Te parece que él se ha dado cuenta?
—Lo dudo —dijo Coker, después de mirar otra vez—. Ahora está liado hablando por teléfono, pero no puede durar mucho.
Por los auriculares, Coker oyó a Jimmy Candles conferenciar; la voz llegaba amortiguada, debía de haber tapado el auricular con la mano.
—Un momento, Coker.
—Vale. Pero date prisa. Tengo que ir a mear.
Pausa. Y luego la voz de Mavis Crossfire.
—Coker, ¿estás seguro?
—Estoy seguro de que es una chimenea, Mavis.
—Ese no tiene pinta de entender de armas. ¿Cuánto rato crees tú que un aficionado tardará en solucionar el problema de un cartucho atascado, introducir otra bala y hacer fuego contra el primero que abra la puerta?
—Oye, Mavis. ¿Dónde estás? No te veo. Bueno, casi ni te oigo tampoco.
Silencio. Y luego la respuesta, en susurros.
—Estamos justo enfrente del despacho, en el pasillo. Hemos traído un martillo hidráulico.
A Coker le encantaba Mavis Crossfire.
Mavis gustaba a todo el mundo.
Era un poli como Dios manda. Coker prefería meterle una bala al conserje entre ceja y ceja antes que a Mavis le ocurriera nada malo.
Enfocó la sien del hombre, introdujo el dedo en el guardamonte, presionó muy ligeramente la pestaña… otro leve tic que notó en la yema del dedo… como francotirador a quien habían dado luz verde, tenía derecho a efectuar un disparo a su conveniencia… podía hacerlo ahora… tic… tic…
«Mierda».
Sacó el dedo, aflojó un poco.
—Bueno, a ver qué te parece esto. Yo lo tengo en el punto de mira. Hacemos una cuenta atrás desde cinco, tú echas la puerta abajo y luego entras pero sin meterte en mi línea de fuego. Quiero poder darle en la cabeza si es que consigue desatascar esa pistola de feria. ¿Sabes dónde estoy exactamente?
—Lo sabemos —dijo ella, casi sin voz—. Al otro lado de la calle, segundo piso, esa ventana abierta encima de la pizzería.
—Bien. ¿Lo hacemos o qué? ¿Estás segura?
—Con tal de que sea verdad lo de la chimenea. Porque si resulta que no y me matan, te juro que mi fantasma te va a rondar el campanario hasta que estires la pata.
—No tengo campanario. Tendrá que ser el garaje. ¿Estáis listos?
Coker se los imaginó en el pasillo, mirándose unos a otros, verificando que tenían arrestos para hacerlo.
—Todo bien. Listos.
—Vale. Pues allá vamos. Cuenta atrás. Empiezo: cinco… cuatro… tres…
Coker pegó el ojo a la mira, tomó aire, aplicó el dedo al gatillo, exhaló muy despacio…
—Dos… uno…