Aparte de Byron Deitz, Bock había sido una de las pocas personas de Niceville que aquel sábado había hecho sus cosas tan tranquilo, ajeno por completo al episodio de los rehenes en la iglesia de Peachtree esquina Gwinnett.
Una vez con una idea concreta en mente, por muy canallesca que fuera, Bock no tenía parangón en cuanto a ética del trabajo. Después de mandar copia del correo electrónico de Kevin David Dennison a la iglesia, a los periódicos locales y a Live Eye Seven nada más levantarse, había dedicado el resto de la mañana a trabajar en el expediente Littlebasket, buscando, encontrando y luego descargando las imágenes sexualmente más gráficas, o gráficamente humillantes sin más, de cuantas Morgan Littlebasket había tomado a escondidas de sus hijas Twyla y Bluebell en pleno proceso de hacerse mujeres.
Para seleccionarlas había tenido que concentrarse mucho, pues se trataba de lograr el efecto más doloroso, el más humillante, pero a eso de las dos consideró que el trabajo estaba terminado, mientras escuchaba a medias la NPR a través de Sirius Satellite Radio, una reposición del programa A Prairie Home Companion de Garrison Keillor, concretamente uno de los episodios que más le gustaban desde siempre.
Si hubiera sintonizado la Fox, las cosas para Tony Bock habrían sido muy diferentes.
Una vez liquidado el proyecto Littlebasket, otra ardua tarea bien hecha, y valiéndose de una dirección IP de hushmail en Islandia, envió lo que había titulado «Lo mejor de las tetas de las hermanas Littlebasket» a la persona de Niceville a quien mayor sobresalto podía causarle verlas. Luego se arrellanó con esa sensación que suele tener la gente cuando ha completado una tarea difícil, se sirvió una Stella para celebrarlo y usó el mando a distancia para encender su inmenso televisor Sony Bravia.
Treinta segundos después estaba en pie con el corazón subido a la garganta y se había tirado media cerveza por encima. Traspuesto, en trance, y una vez seguro de que el secuestrador de Saint Innocent Orthodox no era otro que Kevin David Dennison, el conserje, le sobrevino a Bock un momentáneo júbilo adrenalínico ante la prueba fehaciente de su poder, de su casi divina capacidad para hacer daño de forma anónima y a distancia prudencial.
Pero luego, paulatinamente, según iba analizando los acontecimientos, vio que no era tan sencillo.
Bock podía estar tarado pero no tenía un pelo de tonto; al asimilar el alcance y la gravedad del incidente que se desarrollaba ante él en la pantalla plana, el júbilo fue dejando paso, de nuevo, al pavor.
¿Qué había provocado él y cuáles serían las repercusiones si alguien investigaba los correos, las puntas que eran la causa primera del conflicto, y averiguaba que habían sido enviados desde su ordenador personal?
Las palabras «imprudencia temeraria» junto con visiones muy precisas de un ínfimo calabozo compartido con piltrafas humanas de la película Deliverance empezaron a poblar su cerebro de lagartija.
Bock pensó (una idea fugaz y compungida) en la posibilidad de rescatar el archivo de «Super Tetas» que había enviado hacía unas horas, pero comprendió que era inútil. Como tantos otros han aprendido para su desconsuelo, un correo electrónico es tan irrecuperable como las nieves de antaño, aunque suelen durar muchísimo más que estas.
En el ínterin, Bock se había levantado y llevado su desnudo trasero al cuarto de baño para darse una ducha, afeitarse y, en cierto modo, aprestarse a oír sirenas en la lejanía y coches patrulla entrando en su camino particular y megáfonos de la policía gritándole que saliera con las manos en alto.
Se vistió incluso de punta en blanco, el mismo traje que había llevado el día de la vista… ¿cuánto hacía de eso?
Cielo santo, solo veinticuatro horas.
El caso es que se lo puso otra vez, además de una camisa blanca limpia y sus mejores zapatos con cordones. Si lo iban a pasear esposado ante las cámaras de la prensa, quería estar lo más guapo y elegante posible. Nunca había una segunda oportunidad para causar buena impresión.
Comprobó también su cuenta bancaria online para asegurarse de que disponía de dinero suficiente para pagar una fianza. Luego fue a buscar la tarjeta de visita de su abogada, la señora Evangeline Barrow.
Barrow no era abogada criminalista pero se movía a placer en los juzgados y tal vez podría impedir que el juez Theodore W. Monroe mandara a Bock a la horca para que, encima, los cuervos le sacaran los ojos como quien arranca granos de uva verde.
Con semejante imagen en la cabeza, dedicó unos cuantos minutos a organizar el complicado proceso de borrar de su disco duro toda posible huella digital de cualquier cosa que pudiera incriminarlo, un trabajo lento y meticuloso pero afortunadamente automático, que, sin embargo, requería varias horas.
Después, con esfuerzo, trató de serenarse y volvió al televisor (lo estaba grabando todo) justo cuando un Crown Victoria verde oscuro se detenía delante de la iglesia junto a los otros coches de policía y un tipo alto, de espaldas anchas y pelo blanco, vestido con un traje gris oscuro, se apeaba del vehículo con gesto serio en sus angulosas facciones.
El tipo, que pese a vestir de paisano tenía que ser algún pez gordo de la poli, era recibido por la sargento Mavis Crossfire, de la policía local (según informaban las noticias), aquella hembra robusta y pelirroja, y por un tal capitán James Candles de la policía estatal, un rubio flaco embutido en un pulcro uniforme gris y negro. No decían quién era el hombre del Crown Vic verde, pero incluso rodeado de la élite policial destacaba como una especie de Clint Eastwood de mirada férrea y piel curtida y movimientos gráciles, irradiando una suerte de callada amenaza, al menos para Bock, que era persona sensible a cualquier tipo de amenaza, no en vano creía verlas dondequiera que iba. La niñata de las noticias estaba haciendo conjeturas sobre la identidad del seudo-Eastwood cuando el tipo fue hacia el maletero del coche, lo abrió y extrajo lo que sin ningún género de dudas era el estuche de un rifle. Bock se quedó sin respiración y las rodillas se le aflojaron de golpe.
«¡La leche!
»Van a matar a ese tío.
»Madre mía de mi vida».
Y por lo visto iban a dejar que el arma apareciese en pantalla, así los ciudadanos que estaban en la rectoría y, concretamente, ese Kevin David Dennison, sabrían que la situación estaba a punto de cambiar. Bock se había enterado ya de que la información sobre el secuestrador no era exacta (y una mierda, por cierto, Bock jamás cometía errores a ese respecto), todo parecía apuntar a que el tal Dennison podía no ser tan culpable como habían pensado. Pero estaba claro que eso no les iba a impedir saltarle la tapa de los sesos a la vista de toda la nación telespectadora.
Y si eso ocurría, si se lo cargaban, la causa primera de la muerte de aquel pobre tipo, más los que pudieran caer a lo largo de la tarde, la causa primera de todo sería…
Tony Bock, ni más ni menos.
«Madre mía —pensó, sentado en el sofá y con la vista fija en la pantalla—, ¿en qué coño de lío me he metido?»
Aquello iba pero que muy en serio.
Aunque no muriera nadie, los polis que estaban en la calle, o incluso el tipo con pinta de asesino salido de un thriller, no pararían hasta dar con el maldito capullo que lo había empezado todo.
Y el maldito capullo estaba en esos momentos sentado en su amplio sofá de piel, mirándolos desde el otro lado de su Sony con pantalla de plasma.
Bock se dejó caer hacia atrás. El corazón le martilleaba con fuerza y el pánico, en forma de sudor frío, reptaba por su torso y su vientre, pues tenía una inigualable aptitud para el miedo, mientras su ágil mente de reptil pululaba por el sótano de su vida en busca de alguna madriguera donde esconderse. Fue en esta difícil tesitura cuando sonó el teléfono. Bock se inclinó para mirar la pantallita: SECURICOM TECHSERVE.
«Bueno.
»No me gusta.
»Pero al menos no es la poli».
Bock levantó el auricular, tragó saliva y dijo:
—Diga.
—¿El señor Christian Bock?
Una voz suave, dócil. No era un poli. Algún empleadillo de una empresa de marketing telefónico.
—Sí, el mismo. ¿Con quién estoy hablando, por favor?
—Me llamo Andy Chu. ¿Tiene usted un momento?
—No conozco a ningún Andy Chu. ¿Puede decirme de qué se trata?
—Soy el técnico de IT de Securicom. Señor Bock, oigo que tiene usted puesta la tele. ¿Por casualidad estaba mirando lo del secuestro en Saint Innocent?
—Pues sí. Como todo el mundo. ¿Y qué?
En la pantalla del Sony había movimiento, los polis estaban poniéndose a cubierto detrás de los coches o corrían a parapetarse en las esquinas. «¡Dios mío, disparos, disparos!», gritaba por el micro la niñata de las noticias.
—Válgame Dios —dijo Andy Chu, aquella voz plácida con leve acento asiático—. Parece que esto va a tener un rápido final, ¿no?
—Mire, oiga, quienquiera que sea. ¿Qué demonios quiere? —le espetó Bock, fingiendo impaciencia y desconcierto, aunque el corazón le decía que debía prepararse para algo serio.
Chu tardó un instante en contestar. En un tono de lo más suave y conciliador, pronunció las tres palabras que siempre provocan el mayor de los terrores hasta en el corazón del más robusto de los hombres.
—Tenemos que hablar.