El autobús escolar Blue Bird, pintado, años atrás, de un vistoso color azul huevo de petirrojo, entró resollando en la terminal del Button Gwinnett Memorial en el centro urbano de Niceville y se detuvo, con chirriar de frenos en malas condiciones, bajo la cubierta metálica del andén.
El conductor, un negro viejo pero de aspecto castrense con ojos amarillentos y cabellos blancos como la nieve, se volvió para enseñar una sonrisa de dientes de oro a los pasajeros del autobús, unas dos docenas de mal vestidos y muy curtidos trabajadores de edades y razas diversas, que habían subido en la parada de la Plantación Ruelle o bien en Sallytown o Mount Gilead, cuando no habían hecho señas simplemente desde la cuneta a lo largo de las carreteras rurales que iban a Niceville.
—Niceville, señores —anunció, poniéndose de pie, con la voz de la experiencia—. Final de trayecto. La recogida esta noche a las once, aquí mismo, para los que hagan el viaje de regreso. Casi todos los asientos están reservados, vamos a tope, así que procuren marcar el billete al salir, de lo contrario puede que no encuentren plaza. De noche es una caminata muy larga y hay mucha gente que se pierde. Que pasen ustedes un buen rato en Niceville.
Merle, con la espalda machacada y la herida latiendo después de cinco horas de viaje por carreteras secundarias, se levantó lentamente y cogió la bolsa, un raído macuto del ejército que Glynis Ruelle le había prestado. Recorrió el pasillo despacio, detrás de los otros, haciendo sonar el suelo metálico con sus botas.
Dentro del macuto había ropa de recambio y un Colt Commander calibre 45 de 1911, cargado, junto con dos cargadores de repuesto. Glynis no había podido encontrar munición para la Taurus de Merle, pero tenía varias cajas de cartuchos del 45 para el Colt.
El peso de la bolsa en el hombro le resultó reconfortante, no en vano se encontraba de vuelta en territorio de Charlie Danziger.
Hacia el sur había estado lloviendo a mares, pero al bajar del autobús Merle vio que el cielo empezaba a despejar. Nada más apoyar el pie en el entablado del andén, notó el fluir del río Tulip al otro lado de la terminal; tras las intensas lluvias, su caudal había aumentado considerablemente.
La terminal apestaba a moho y humedad, a cigarrillos y puros y basura putrefacta. Más allá se extendía Niceville, una ciudad anticuada y en decadencia, entrelazada de negros cables de teléfono y de electricidad.
Parecía una ciudad cualquiera, con sus callejuelas, sus campanarios de altos pararrayos destacándose entre los otros edificios, cuyos soportales con filigrana de hierro forjado sostenidos por recargadas columnas de hierro colado creaban una especie de umbríos claustros a lo largo de manzanas enteras.
Al paso de las nubes, la luz adoptó una neblinosa intensidad proporcionando a Niceville el aspecto de una foto de calendario antiguo, muy anterior a la guerra. El calor húmedo de la primavera daba al conjunto ese aroma a tierra de una tumba recién cavada.
Quizá se debió a una combinación de miedo y calmantes, pero Merle sentía en los huesos como si Niceville estuviera vibrando toda ella, como si la recorriera una extraña corriente vital, tal vez un río subterráneo, eso no lo tenía claro, y que esa fuerza, ese poder, no era una fuerza benigna. A esa fuerza no le gustaban las personas. Algo le pasaba a Niceville, pensó Merle, y eso era lo único que tenía claro. Cuando esto terminara, se alegraría mucho de abandonar rápidamente la ciudad.
Fuera lo que fuese «esto».
Los pasajeros del Blue Bird fueron dispersándose, cada cual en una dirección. Durante todo el trayecto, nadie había hablado con nadie.
El que iba al lado de Merle, un viejo alto y flaco de pelo blanco, aspecto triste, pantalón beis y camisa a cuadros, se había tirado el viaje mirando por la ventanilla, moviendo los labios sin emitir sonido alguno y con una expresión perpleja en la mirada.
Merle le preguntó cómo se llamaba, pero el viejo se limitó a mirarle pestañeando despacio, como si quisiera hacerlo desaparecer, y volvió a su contemplación de los campos y poblaciones. Irradiaba una profunda tristeza.
Un coche patrulla de la policía local pasó de largo, despacio, sin que ninguno de los dos agentes que iban dentro mostrara el menor interés por Merle. Ni aparentemente por nada.
Eso le hizo sentirse más relajado. Si tenían una descripción de él, estaba claro que no encajaba. En cuanto el coche patrulla hubo doblado la esquina, Merle se encaminó hacia la plaza principal y el ayuntamiento, inconfundible con su enorme cúpula.
Aquella cosa de ladrillo rojo que había al lado debía de ser la biblioteca, justo donde le había dicho Glynis Ruelle. En el lado opuesto, siguiendo una manzana por una calle llamada Forsythia, estaba, según Glynis, el hospital Lady Grace.
«Lo demás depende de ti», le había dicho.
Se palpó el bolsillo trasero, donde guardaba la cartera que le había dado Glynis. Además de un montón de dinero, llevaba un carnet de conducir con una foto en blanco y negro que podía haber sido de cualquier hombre de raza blanca y mediana edad, sin barba, a nombre de John Hardin Ruelle, domiciliado en Plantación Ruelle, 2950 Belfair Pike Road, Carretera Comarcal 336 Condado de Cullen.
Se echó el macuto al hombro y se mezcló con la multitud, sin que nadie le prestara la menor atención, camino del hospital. Un tranvía de color azul marino y amarillo pasó traqueteando por su lado, reluciente como un juguete. La gente de dentro iba mirando hacia delante con gesto inmutable.
Parecían cadáveres.
Una manzana más allá, en el cruce de Forsythia con Gwinnett, vio una batería de pantallas de televisión en un gran escaparate, y un grupo de gente en la acera contemplando la misma imagen repetida hasta la saciedad.
Se detuvo un momento cerca del grupito; gracias a su altura pudo ver por encima de las otras cabezas. Al parecer estaba ocurriendo algo; se veían coches de policía y agentes de uniforme alrededor de una iglesia, y al fondo una ambulancia del servicio de urgencias.
El sonido estaba quitado o demasiado bajo como para oír algo a través de la gruesa luna del escaparate, pero una reportera rubia hablaba mirando a cámara, y al pie de la imagen podía leerse un texto en movimiento: SECUESTRO EN SAINT INNOCENT ORTHODOX CONTINÚA SIN RESOLVERSE.
Merle se quedó allí un rato, pero en vista de que las cosas parecían estar en un punto muerto, siguió su camino justo cuando el sol se imponía por fin a las pocas nubes que quedaban en el cielo. Miró más allá de los tejados de las tiendas y vio, en la intensa claridad neblinosa, un bosquecillo encaramado a una alta pared de caliza clara, un imponente peñasco cerniéndose sobre la ciudad.
Recordó vagamente que Coker le había hablado de Tallulah’s Wall y de una dolina que al parecer había en lo alto del acantilado. Una especie de cráter. Merle se había quedado con la idea de que esa dolina era un sitio feo donde acechaba algo temible e innombrable.
Si un maldito agujero en el suelo podía acojonar a un tío como Coker, razón de más para largarse cuanto antes de la ciudad.
El sol iluminaba en ese momento el bosquecillo y Merle pudo ver una nube de puntitos negros sobrevolando las ramas altas de un árbol que se destacaba en mitad del bosque: cuervos, le pareció, toda una bandada y en plena agitación, como si quisieran espantar a un halcón o un águila. Entonces oyó un graznido fuerte, esta vez muy cerca.
Siguió la dirección del sonido y vio que unos cuantos cuervos se habían posado en un cable de electricidad en el lado soleado de Gwinnett, a unos quince metros de donde él se encontraba.
Parecía que estuvieran mirándolo a él. Sus negras alas se abombaban según se iban moviendo y ladeando la cabeza para observarle, los picos relucientes y afilados al sol, las plumas despidiendo llamaradas a medida que cambiaban el peso de una pata a otra, a todo esto sin dejar de graznarle, de mirarle con saña y encono, como si su presencia les resultara ofensiva.
Por un momento Merle se sintió como en otro mundo, viviendo una realidad extraña, y de fondo un temblor de miedo doblemente irracional. Fue entonces cuando la bandada, en un coro de graznidos secos, pareció explotar en el cielo formando una nube prieta que sobrevoló los robles de la avenida para luego perderse en mayores alturas, como negras pavesas de un edificio en llamas. Cuando volvió a mirar hacia abajo, lo primero que vio fue a Charlie Danziger. Estaba al final de la calle. El primer impulso de Merle fue acercarse a él tranquilamente, tocarle en un hombro y meterle dos balazos en la frente cuando se volviera. Eso sí, sonriendo.
Llegó incluso a bajarse el macuto del hombro al tiempo que se situaba a la sombra de una marquesina, poniéndose a la cola de gente joven que esperaba para entrar en un cine (la película iba de espías y vampiros). Merle se quedó allí un instante observando a Danziger, que se movía con bastante soltura teniendo en cuenta que veinticuatro horas antes había encajado una bala, por lo menos una, de 9 milímetros. Hasta entonces Merle no había tenido oportunidad de saber qué consecuencias había tenido para Danziger el tiroteo en el establo. «No demasiadas», concluyó con pesar.
Danziger serpenteaba entre los peatones destacando entre ellos con su pinta de duro del Lejano Oeste, vestido con vaqueros y chaqueta de ante y aquellas botas de color azul marino. Caminaba deprisa aunque visiblemente inclinado hacia el lado derecho, fija la atención en algo que había más adelante. Merle no sabía qué, aunque a juzgar por lo que veía de su expresión, incluso desde aquella distancia, Danziger no estaba pensando cosas bonitas. Se le veía pálido, concentrado, tenso: la expresión de quien está a punto de hacer algo arriesgado.
Merle pensó en llamarlo al móvil, para darle un susto, pero luego se acordó de que había perdido el suyo la noche anterior dando tumbos por el bosque.
Y luego recordó lo que le había dicho a Glynis antes de partir: «Ellos no tienen manera de gastarlo. El plan era guardar el dinero durante un par de años. Sé quiénes son. Hay tiempo».
¡Pero si ni siquiera sabía con exactitud cuánto dinero habían sacado del banco! Claro que Danziger había calculado que aquel día podían pillar más de un kilo y medio.
No, pensó, dejándolo correr mientras Danziger se perdía ya entre la niebla, solo su mata de pelo blanco visible por encima de los transeúntes. Lo que le había dicho a Glynis seguía siendo válido: les ajustaría las cuentas tan pronto estuviera listo, dentro de seis meses, cuando ellos no se lo esperaran.
Aguardó hasta que Danziger estuvo fuera del alcance de la vista, salió de nuevo a la parte soleada y atravesó Forsythia camino del Lady Grace, esquivando el tráfico, mientras el sol de la tarde empezaba a descender, haciendo que las densas sombras azules de los árboles se alargaran poco a poco.
El vestíbulo del hospital era un enorme espacio abierto, como una bóveda con arbotantes y arcos cubiertos de dorados que remataban, quince metros más arriba, en una cúpula pintada de azul cielo con estrellitas doradas. A la derecha, según se entraba, un ventanal dejaba entrar una luz amarilla que incidía en una variopinta colección de divanes y sillones en los que había personas sentadas o medio tiradas, como si estuvieran esperando un autobús que no había de llegar jamás.
Merle reparó en que una de aquellas personas era el viejo arrugado y triste que había tenido por compañero durante el trayecto en el Blue Bird. Allí estaba, sentado al sol, la camisa a cuadros descolorida por la intensa luz de la tarde. Volvió lentamente la cabeza al ver pasar a Merle, siguiendo sus pasos, los claros ojos sin pestañear, los labios como siempre en movimiento, y con aquella especie de halo de obstinada tristeza a su alrededor.
Al fondo, cuando se terminaban las baldosas de mármol a cuadros blancos y negros, había un amplio mostrador de nogal entre dos pasillos en penumbra. La silla que había al lado estaba desocupada, pero en la pared de estuco un rótulo ribeteado en negro y con letras blancas ilustraba las diversas salas del Lady Grace y cómo acceder a ellas.
Encima del rótulo, en un pequeño hueco, una estatua de la Virgen María con los brazos extendidos y su indumentaria del mismo azul que el del interior de la cúpula, ofrecía una sonrisa afectada e insulsa, mirando con ojos curiosamente achinados a Merle cuando este pasó por debajo.
Enfermeras de uniforme azul claro y zapatos cómodos, mujeres de la limpieza vestidas de rojo y médicos con bata de quirófano o la habitual blanca de laboratorio, iban y venían por la planta baja o formaban corro cerca de un Starbucks.
Más allá del mostrador, en las sombras, junto a los ascensores, otros esperaban echando un vistazo a sus tablillas. El vestíbulo parecía un templo, solo que en vez de oler a incienso olía a café, a desinfectante y a gaulterias.
Nadie se fijó en él cuando Merle Zane miró un momento el rótulo y se dirigió después hacia los ascensores con la letra A. Una vez allí esperó en silencio, rodeado por un ruidoso grupito de chicas guapas que olían a champú y goma de mascar.
Mientras aguardaba notó una presencia detrás de él. Al volverse se encontró al viejo del Blue Bird; estaba mirando fijamente la aguja que indicaba el progreso ascendente o descendente del ascensor.
Merle le miró y el hombre le devolvió la mirada, parpadeando una vez, hasta que por fin abrió la boca.
—Está en la cuarta planta —dijo, con voz muy grave, apenas un susurro ronco, como si no quisiera que le oyesen las chicas.
—¿Quién? —preguntó Merle, ladeando la cabeza.
—Ya lo verá —repuso el viejo—. Va a tener que despertarle porque está durmiendo. Clara le indicará el camino.
Se oyó un sonoro bong y las puertas del ascensor, con sus barrotes de bronce y su gruesa hoja de vidrio de colores, se abrieron entre gruñidos para dejar salir a visitantes y personal hospitalario. El viejo del Blue Bird dejó que la gente lo apartara de Merle, pero sin perderlo de vista.
«Está loco de atar», dijo Merle para sus adentros, aunque era en la cuarta planta precisamente donde, según Glynis, debía empezar a mirar.
Subió con las parlanchinas adolescentes y al llegar a la cuarta planta salió a una oscuridad de sombras, un largo y estrecho pasillo donde solo alumbraban unos pequeñísimos apliques colocados cada pocos palmos en la pared.
Al fondo del pasadizo en penumbra había un charco de luz blanca y una enfermera sentada a su mesa frente a un ordenador, observando fijamente algo que tenía delante.
Merle avanzó por el pasillo todo lo despacio que sus botas le permitían. Las puertas entreabiertas a un lado y a otro le proporcionaron breves atisbos de espacios casi a oscuras, personas acurrucadas bajo mantas, los sonidos de la maquinaria médica, todas las cortinas corridas para impedir que entrara el sol.
Cuando ya estaba muy cerca del puesto de enfermeras, la mujer alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa. Era joven y muy atractiva, de cabellos cobrizos y un cuerpo tan contundente como sensual.
No llevaba uniforme sino un vestido ligero de color verde claro que realzaba sus curvas y que le recordó a Merle plácidas y letárgicas noches estivales en lugares exóticos que jamás había visitado.
Sus grandes ojos color avellana estaban inundados de una pálida luz blanca. Sobre un pecho, la etiqueta con el nombre rezaba así: CLARA MERCER, ENFERMERA DIPLOMADA.
—Lo siento, señor, pero las horas de visita son de cinco a ocho.
Merle se detuvo ante el mostrador y le mostró su mejor sonrisa, que no estuvo nada mal habida cuenta de su aspecto sombrío, afilados rasgos y nariz ganchuda.
—Sí, me doy cuenta, señorita Mercer…
—No, por favor, llámeme Clara.
—Encantado, Clara. Yo me llamo Merle. Siento presentarme de esta manera. Es que solo voy a estar hoy en la ciudad, he venido en autobús.
—¿En el Blue Bird? —preguntó ella, fijándose en su indumentaria de peón. La pregunta sorprendió a Merle; parecía que ella le estuviese esperando.
—Sí. Y no estoy seguro de cuánto tiempo me queda.
—Bueno —dijo la enfermera, mirando hacia el fondo del pasillo—. Me parece que sé por qué ha venido. Se supone que no debemos… pero ahora mismo no nos ve nadie. Todo el mundo está en la reunión de personal y yo me ocupo de atender las posibles llamadas. ¿A quién venía usted a visitar? ¿A Rainey, quizá?
Merle dijo que sí.
La expresión de Clara se tornó más solemne, y la luz fría de sus ojos avellana ganó en frialdad.
—Ah, sí —dijo—. Es su hora, ¿verdad? Qué asunto tan triste. ¿Es usted pariente del chico?
—Sí. Bueno, lejano. Entonces ¿sería posible pasar a verle?
—Rainey no le va a conocer —informó Clara bajando la voz—. Apenas está consciente… y solo le dejaré unos minutos con él. Además, hay riesgo de infección, o sea que tendrá que ponerse una bata y eso.
Le indicó con un gesto el perchero con batas blancas que había en un hueco de la pared. Merle se acercó, eligió una y se la puso mientras la chica tachaba algo en un gráfico. Cuando él se le acercó de nuevo, ella era otra vez todo sonrisas y simpatía.
—Está en la cuatro dieciocho. Es una sala privada, siga este pasillo y verá una puerta de cristal. No puede traspasar la línea blanca. Le acompañaría con mucho gusto, pero debo estar pendiente de los teléfonos.
—Iré con cuidado —dijo Merle, poniéndose ya en camino.
El corazón empezaba a martillearle el pecho y notó un nudo en la garganta. Llegó a la cuatro dieciocho y se detuvo para mirar por la ventanilla abierta de la puerta, que llevaba la inscripción HABITACIÓN PRIVADA CUIDADOS INTENSIVOS. A través del cristal vio, borroso y distorsionado, un cuarto en penumbra y una hilera de luces verdes parpadeando más arriba de una forma voluminosa, blanca y encapuchada.
Empujó la puerta con la mano y entró a una pequeña pero bien equipada habitación de hospital donde una figura retorcida, un muchacho, yacía sobre el costado derecho en posición fetal, la mejilla aplastada contra el almohadón de tela de toalla.
Tenía los ojos medio abiertos y babeaba. A su alrededor varias máquinas soltaban pitidos, y bajo la manta azul que lo cubría entraban y salían tubos diversos.
Aparte del ruido de las máquinas, reinaba el silencio en la fresca habitación, que olía un poco a orina. En el suelo había una línea blanca en la que destacaban unas letras escritas con plantilla: POR FAVOR NO PASAR.
Merle se acercó al borde de la línea y contempló al muchacho encamado. Era difícil adivinarle la edad, pero supuso que tendría doce o trece años. Estaba demacrado y lívido, respiraba por sus propios medios pero de forma muy somera y permanecía inmóvil como un muerto, de no ser por el rápido sube y baja de la caja torácica bajo la manta.
Merle, que tenía el corazón duro como una piedra, sintió un repentino afecto por el chico. Pero estaba allí por un asunto concreto.
—Rainey —dijo en voz baja pero clara—. ¿Puedes oírme?
Silencio.
—Rainey, Glynis necesita que te despiertes ya.
En el monitor del ritmo cardíaco los números empezaron a subir. Vio que al chico le temblaban los ojos, todavía casi cerrados.
A Merle le preocupó que el cambio en el ritmo cardíaco pudiera provocar la llegada de quienquiera que estuviese controlando la máquina, quizá un ordenador en otra parte de la planta, o tal vez un ser humano apostado lo bastante cerca por si había que actuar deprisa.
Tenía casi la convicción de que el chico le prestaba atención, aunque por otra parte se preguntó si esa palabra, «atención», se podía aplicar a alguien en estado de coma.
—Has dormido mucho, Rainey. Ya es suficiente. Tienes que hacerle un favor a Glynis Ruelle. ¿Harás algo por ella, Rainey?
Los párpados del chico temblaron, sus labios empezaron a moverse, y la pequeña mano huesuda apoyada en la colcha experimentó varias convulsiones. En el monitor, Merle observó que el ritmo cardíaco había subido a 136 y que debajo de los números parpadeaba una luz roja.
—Cuando despiertes, tienes que preguntar a los médicos y a las enfermeras por un tal Abel Teague. ¿Te acordarás del nombre? Se llama Abel Teague. Vive en Sallytown. Glynis Ruelle necesita hablar con ese hombre, Rainey. Diles a los doctores que es muy importante que Glynis tenga noticias de Abel Teague lo antes posible. ¿De acuerdo?
Los ojos del chico se abrieron. Miró hacia la oscuridad, sin ver nada, oyendo tan solo una voz serena que le hablaba desde las sombras y repetía dos nombres: Glynis Ruelle y Abel Teague.
Ahora la luz roja del monitor era ya una franja compacta bajo el indicador del ritmo cardíaco y la máquina lanzaba fuertes pitidos.
Merle vio cómo el chico pestañeaba, cómo sus mejillas eran poseídas por un tic y sus dedos se movían espasmódicamente. Decidió que ya había transmitido el incoherente mensaje de Glynis, un mensaje que, contra todo pronóstico, parecía haber llegado a su destino.
Dio media vuelta y salió con sigilo de la habitación apretando el paso en dirección al puesto de la enfermera. La chica de los fríos ojos color avellana, Clara Mercer, no estaba.
Allí no había nadie. Parecía que la planta entera estuviese desierta. El silencio se le hizo insoportable y Merle sintió un fuerte deseo de salir al aire libre y al sol, antes de saber qué clase de personas eran las que ocupaban aquellos cuartos oscuros. Se despojó de la bata, la colgó en el perchero, giró a la derecha para volver al vestíbulo principal y recorrió el pasillo a toda prisa, dejando atrás las habitaciones y sus pitidos mecánicos, sintiendo todos los pelos de punta y cierta dificultad para respirar.
Llegó a los ascensores, pulsó el botón de bajada y las puertas se abrieron enseguida. Dentro del ascensor había un hombre, un individuo alto de piel morena con una lustrosa melena negra, pantalón gris con pinzas y camisa blanca.
Tenía los ojos de un tono verde mar y su porte agresivo pareció acrecentarse tan pronto vio a Merle a la luz del ascensor.
—¿Quién es usted? —dijo, con voz tensa y cautelosa.
—¿Que quién soy? ¿Y quién coño eres tú? —le espetó Merle, de muy mal genio, a punto de perder los estribos.
El hombre se lo quedó mirando un rato largo, como si quisiera memorizar sus rasgos, y luego pasó por su lado, se volvió y se quedó observando desde el pasillo cómo entraba Merle en el ascensor, aguantando la puerta con el pie izquierdo y la mano derecha hundida en el bolsillo.
—Me llamo Lemon Featherlight —dijo—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido? ¿Qué busca?
—Me llamo Merle Zane —dijo Merle—, y he venido a ver a un amigo. —Pulsó el botón para bajar a la primera planta.
Las puertas empezaron a cerrarse, pero Featherlight bloqueó el rodillo.
—¿Quién le ha enviado?
—Me envía Glynis Ruelle, señor Featherlight —dijo Merle, por el simple ánimo de provocar a aquel individuo—. Que le vaya bien.
Estiró el brazo para desbloquear el rodillo, y aún seguía sonriendo mientras las puertas se cerraban. El hombre le miró a su vez con ojos como platos y muy conmovido. Al pensarlo después, de camino a la terminal de autobuses para esperar al Blue Bird, Merle decidió que le había dado un susto de muerte a aquel tipo. ¿Y por qué no? Ya iba siendo hora de que ocurrieran cosas nuevas en Niceville, porque hasta el momento Niceville se las había hecho pasar canutas a él.